JOSÉ AGUSTÍN. Escritor mexicano. Nació el 19 de agosto de 1944 en Guadalajara, Jalisco. Cursó estudios de letras clásicas, dirección cinematográfica, actuación y composición dramática. Fue profesor residente en la Universidad de Denver , Estados Unidos, y participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa , E. U. A. Fue conductor y productor de programas culturales de radio y televisión; y coordinador de diversos talleres literarios.
Es autor de la novela La tumba (1964), con la que inauguró una literatura llamada de la Onda. Sus obras más significativas son las novelas De perfil (1966), Se está haciendo tarde (final en laguna), publicada en 1976, El rey se acerca a su templo (1978), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1986), La panza del Tepozteco (1992) y Dos horas de sol (1994).
Entre sus relatos destaca Inventando que sueño (1968), y de su teatro Abolición de la propiedad (1969), Círculo vicioso (1974), crónica histórica y Tragicomedia mexicana (1991-1992).
Fue becario del Centro Mexicano de Escritores de 1966 a 1967 y de la Fundación Guggenheim , en 1978. Ha colaborado en revistas y periódicos: Piedra Rodante, Pop, Cine Avance, Eclipse, Caballero, Claudia, El Cuento, Diálogos, El Corno Emplumado, Quimera (consejo editorial), México en la Cultura, El Día, El Heraldo de México y Excélsior.
A Margarita
QUIÉN SOY, DÓNDE ESTOY, QUÉ ME DIERON
A Rafael Giménez Siles y Emmanuel Carballo
Antes del Simón Bolívar pasé largas temporadas en Acapulco: vacaciones eternas de las que regresaba prietísimo. Otras veces iba a casa de mi tío el gobernador y desarrollaba desmanes para escandalizar a mis primas; ellas se vengaban acusándome de que había dejado escapar a los pájaros de sus jaulas. Varias imágenes: el sol cegador en la arena amarilla y en el mar; tengo los otot atulet, decía a quienes me dirigían la palabra, y luego me iba monte arriba, hacia La Mira. A dónde vas. A Tapachula. En México se hallaba el frío y la luz más velada; caminaba de la mano de mi hermana menor, la Yuyi, por la colonia Condesa.
Lo del Simón Bolívar fue así: como mis dos hermanos habían estado recluidos en esa escuela durante siglos lo más sencillo fue agregarme. Debo de haber intuido qué clase de feudo se trataba porque desde el primer día en la escuela chillé como infame. Preprimaria se hallaba en el Simón de niñas y, tras las clases, salíamos formaditos como enanos circenses hacia el Simón de hombres, donde nos recibían con burlas.
Ese año mis hermanos pasaron a secundaria y yo saqué el primer lugar en la prepri. Las fotos me muestran como un niño torvo, lleno de medallas trujillescas, con las piernas flaquísimas, los calcetines sin elástico cayendo como polainas sobre unos zapatos tipo Simón. Mi hermano mayor, Augusto, se rompió una pierna jugando tochito en la escuela y durante su convalecencia empezó a leer y a pintar. Alejandro brillaba en los deportes. Yo me negué a regalar unas medias a la miss de primero y, en consecuencia, saqué séptimo lugar a fin de año. Mi mamá me llevaba de la mano por la calle Actipan, en la tranquilidad de las cuatro de la tarde, bajo las sombras frondosas de los árboles.
Mi papá acababa de ascender a capitán de DC4 en la Mexicana de Aviación y nos traía millones de cosas de los Estados Unidos. A mí: un atlas de la Rand McNally y atuendos westerns ; devoraba el Rand McNally ; sabía de memoria todas las capitales del mundo y mi tío Alejandro, que siempre fue mi cómplice, se solazaba presentándome a sus amigos políticos. ¿Cuál es la capital de Bután? Diez pesos por respuesta acertada. Mi mamá me consentía y a causa de eso yo era un infeliz: pateaba a los demás niños, arrojaba tenedores a mis hermanos y perseguía a mi hermana Hilda con un machete en la mano. Mi gran amigo, entonces, era Rubén Riquelme; estudiábamos juntos, pero en segundo de primaria sus padres lo sacaron para meterlo en otra correccional: el colegio Cristóbal Colón.
La miss de segundo C era una monja esférica con cara de ostión ahumado; obtenía sus orgasmos golpeándonos con una regla de ocho kilos. Enseñaba con los pies pero admiraba a mi hermano, por sus dibujos. Yo también dibujaba ya. De hecho, mis inicios literarios comenzaron dibujando historietas: policiacas en su gran mayoría. Compraba toneladas de cuadernos para dibujo, de a peso, más lápices eagle y prismacolor.
Seguíamos pasando las vagaciones en Acapulco en casa de mi abuelita Plutarca, que era católica hasta la ignominia; rezaba el rosario tres veces diarias y nosotros teníamos que acompañarla en la sesión vespertina. Je je, en la mayoría de las ocasiones, apenas se aproximaba la hora rosarial, huíamos a casa de mi tía Tina, que acumulaba cuentos a montones. Sólo pocas veces mi abuelita advertía nuestras fugas. Mi mamá sí, pero nunca nos regañaba en serio. El fanatismo jamás llegó a roerle un dedo.
Ya en tercero, empecé a advertir varias cosas: el director de la escuela, el Papi, siempre abrazaba a los niños güeritos para hacerles monerías. Ven lindo, ven guapito, no te voy a comer. Pero a los niños prietos y narizones como yo comprendía nunca nos abrazaba. El Papi tenía expresión de afabilidad clerical y los dientes picados; se rasuraba mal. Aparte del affaire Papi, en secundaria estaba el mesié Angulo, rey del albur suicida, que adoraba corretear a los gorditos para tentalearlos. Uf.
El entonces director del Simón era mesié Chávez, un degenerado que acosaba a los bueyes scouts. Mi hermano Alejandro sólo obtuvo la aprobación en secundaria cuando juró que estudiaría la prepa en el Cristóbal, la escuela gemela del Simón Bobito. Yo seguía siendo niño-aplicado pero relajiento a más no poder. Organicé una batalla campal, en Copilco, durante un paseo. Era muy peleonero. Sin embargo, nunca jugué espiro, ni entré en la banda militar ( sic ), ni en los boy scouts , ni quise participar en los retiros ni en orgías de ese jaez.
En 1955 sucedieron cosas importantes: ya nos habíamos cambiado de nuestra casa de Bajío y Torreón, alquilada, a Palenque 15, propia, en la Narvarte. Mi hermano Augusto entró en San Carlos y Alejandro en la preparatoria. Hilda, la Muñeca, era un terror en la Helena Herlihy Hall Cara de Frijol, y Yolanda, la Yuyi, me había alcanzado en los estudios con el colmo de la desfachatez: es dos años menor que yo. La casa de Palenque era agradable, amplia, con buen jardín y etcéteras.
Los cuates de la cuadra eran puros retrasados mentales, con las debidas y chingonas excepciones, y nos miraron con cara de fuchi durante un tiempo porque nuestra casa era la única de un piso. Mis hermanos hicieron migas con rapidez, sobre todo con Gerardo, un muchacho brillantísimo que ahora es mi cuñado. Por vivir a la sombra de mis hermanos yo tenía pocos amigos de mi edad y frecuentaba a los grandes; ellos me veían como un tomsawyerito regular.
En el Simón pasé a cuarto. Mesié Romero era mi maestro; otro homosexual, pero más sádico y amargado. Movía sus grasas a través de todo el salón y escupía al hablar. Durante un tiempo me toleró, porque yo hacía los dibujos en el pizarrón todos los viernes y porque jugaba básquet aceptablemente. Sin embargo, a fin de año me esclavizó con la exposición del grupo: dibujé, hice maquetas, mapas y demás estupideces. Un buen día, Gordocerdo me citó en domingo para acabar la exposición. Carajo, no fui, ocupé el domingo en comer pepitas y en leer el primer almanaque de Selecciones, que me sabía de memoria. Grancachetes se puso iracundo y el día de entrega de premios, en el lúgubre Metropolitan, y a pesar de que había obtenido el tercer lugar, Grasanefasta me hizo pasar al foro como el diecitantos. Desde entonces lo odié fruiciosamente. Mis problemas con él no habían terminado.