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Angel María De Lera - Hemos Perdido El Sol

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Angel María De Lera Hemos Perdido El Sol

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HEMOS PERDIDO EL SOL comienza con la separación, en la primera estación alemana, de un joven matrimonio de emigrantes españoles. Por un error burocrático, el marido es destinado a Hamburgo, y la mujer a Munich. Se bifurca, pues, la acción desde ese momento. Exactamente, es como un río que se partiera en dos al penetrar en una región montañosa. Cada brazo sigue un curso, más o menos sinuoso, recogiendo afluentes en el camino y deteniéndose en meandros peligrosos, hasta que ambos vuelven a fundirse, justo en el momento de perderse en el mar. De esta manera, en capítulos alternos, muy precisos y medidos, nos va revelando el autor los mundos masculino y femenino de la emigración, en cada uno de los cuales se observan matices distintos de los mismos problemas.
La novela se desenvuelve a un ritmo creciente, con lo que la 'garra', tan característica en Angel M.a de Lera, se revela irresistible. Con HEMOS PERDIDO EL SOL, Lera nos ofrece una muestra convincente de la actual narrativa española, nueva, más que nada, por el espíritu con que recrea los viejos problemas del hombre.

ANGEL Mª DE LERA
Hemos perdido el sol
Argos Vergara
Sinopsis
HEMOS PERDIDO EL SOL comienza con la separación, en la primera estación alemana, de un joven matrimonio de emigrantes españoles. Por un error burocrático, el marido es destinado a Hamburgo, y la mujer a Munich. Se bifurca, pues, la acción desde ese momento. Exactamente, es como un río que se partiera en dos al penetrar en una región montañosa. Cada brazo sigue un curso, más o menos sinuoso, recogiendo afluentes en el camino y deteniéndose en meandros peligrosos, hasta que ambos vuelven a fundirse, justo en el momento de perderse en el mar. De esta manera, en capítulos alternos, muy precisos y medidos, nos va revelando el autor los mundos masculino y femenino de la emigración, en cada uno de los cuales se observan matices distintos de los mismos problemas.
La novela se desenvuelve a un ritmo creciente, con lo que la 'garra', tan característica en Angel M.a de Lera, se revela irresistible. Con HEMOS PERDIDO EL SOL, Lera nos ofrece una muestra convincente de la actual narrativa española, nueva, más que nada, por el espíritu con que recrea los viejos problemas del hombre.
Título Original: Hemos perdido el sol
©1963, Lera, Angel Mª de
©1978, Argos Vergara
ISBN: 9788470175121
Generado con: QualityEbook v0.72
Ángel Mª. De Lera
Hemos Perdido el Sol
L IBRERÍA EDITORIAL ARGOS, S. A. Barcelona
Sobresaliente:
Carlos Rolando & Asociados
Primera edición de bolsillo: mayo de 1978
© Ángel Mª de Lera, 1978
Librería Editorial Argos, S. A. Aragón, 390, Barcelona-13 (España)
ISBN: 84 − 7017 − 512 − 2 Depósito legal: B-16.868 − 1978
Impreso en España-Printed in Spain
Impreso por Publicaciones Reunidas, S. A. Alfonso XII, s/n, Badalona (Barcelona)
Dedicatoria
A
TODOS LOS ESPAÑOLES QUE TIENEN QUE EMIGRAR, MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS, PARA GANARSE LA VIDA, Y, EN ESPECIAL, A LOS QUE TAN HERMOSO EJEMPLO DE LABORIOSIDAD Y ESPÍRITU DE SACRIFICIO ESTÁN DANDO ACTUALMENTE EN ALEMANIA
I
Fue Rafa el que advirtió:
—C REO que estamos llegando.
Tenía pegada la cara al cristal de la ventana. La mujer que ocupaba el asiento frontero abrió los ojos y miró hacia afuera. Era joven, de ojos y cabello muy oscuros. El cansancio imprimía a sus movimientos y gestos dejadez y abandono. Al inclinarse hacia un lado, el ceñido jersey modeló su busto muy vivamente.
En efecto, las luces iban encendiéndose sin cesar. Pasaban como rayos otros trenes iluminados. Surgían los tinglados, y, por entre las innumerables vías, brotaban rosarios de guiños rojos, verdes y blancos. Por otra parte, a pesar de la suavidad de la marcha, se percibía ya la disminución de la velocidad.
En el departamento, una atmósfera tóxica de humo de tabaco y de sueño gravitaba sobre los viajeros. Iban éstos derrumbados sobre el respaldar de los asientos, con los ojos cerrados, respirando sin pudor. Eran cinco hombres y una mujer. En las redecillas se amontonaban las maletas de cartón, las bolsas heterogéneas y las prendas de abrigo. Los hombres se cubrían con jerseys y llevaban desabrochados los cuellos de las camisas y aflojados los nudos de las corbatas. Hacía calor y algunos sudaban.
Rafa siguió en la misma postura, absorto o intimidado. Era el más joven de todos los ocupantes del departamento, enjuto, fino y espigado. Por el otro lado del cristal, la lluvia parecía querer golpearle los negros ojos abiertos de par en par. La mujer se volvió para dirigirse a su vecino de asiento, que dormitaba con la cabeza inclinada sobre un hombro. Le sacudió suavemente un brazo.
—¡Ramón! ¡Ramón!
El aludido se estremeció. Ella insistió y entonces el hombre abrió los ojos y miró a la mujer con una expresión de asombro.
—¿Qué pasa, Paulina? —preguntó como refunfuñando.
Paulina le pasó los dedos por la revuelta cabellera y dijo alegremente:
—Pues que estamos llegando, hombre; que estamos llegando.
Ramón tardó aún unos segundos en comprender. Luego se incorporó rápidamente y se lanzó sobre la ventanilla. Era Ramón un hombre alto, fibroso, de largos brazos y piernas. Quedó de pie entre Rafa y Paulina, con el rostro apoyado en el cristal. La mujer, de rodillas sobre el asiento, buscó con un brazo el cuerpo de Ramón y éste la estrechó contra sí. Por sus caras cruzaban ramalazos de luz y sombra, alternativamente. Después de unos segundos de silencio, dijo Rafa:
—No hace más que llover.
Sin mirarle, replicó Ramón:
—Es que estamos en Alemania, muchacho.
—Claro, que peor será cuando nieve... —murmuró Rafa.
—Desde luego. Pero tendremos que acostumbrarnos a todo.
Ramón miró después a Paulina y ambos cruzaron una intensa mirada cuya gravedad quiso quebrar Ramón con una sonrisa. Los ojos de Paulina pedían más y la gran mano de Ramón le acarició la mejilla. Cuando ella quiso estrecharse contra él y hundió su cara entre el brazo y el pecho de Ramón, éste la contuvo con un gesto. Se separó de ella y se volvió hacia el interior del departamento. Sus compañeros de viaje seguían dormitando plácidamente. Entonces los fue despertando uno a uno, zarandeándolos.
—¡Eh, muchacho! ¡Eh!
Abrían los ojos, le miraban, se rascaban la cabeza, tragaban saliva.
—¿Qué pasa, hombre, qué pasa?
—Que estamos llegando.
Paulina reía suavemente.
—Que, a lo mejor, tenemos que cambiar de tren —y Ramón daba palmadas—. ¡Venga! ¡Hay que despabilarse!
Eran todos hombres jóvenes, algunos con la piel muy curtida de campesinos mozos. Mientras se estiraban y se ponían en pie, se abrió la puerta y asomaron por ella otras caras sonrientes que gritaban:
—¡Ya llegamos! ¡Ya llegamos!
Algunos de los recién llegados se anudaban la corbata.
Otros se embutían las americanas y los abrigos. De entre ellos, uno preguntó a Ramón:
—¿Dónde vais a parar vosotros?
—A Hamburgo —respondió Ramón.
—¿Todos los del departamento?
—Sí, todos.
—Entonces, vosotros no cambiáis de tren. Eso es lo que dicen.
Entre tanto, sonaba una voz en el pasillo:
—¡Prepárense los de Stuttgart y Múnich para cambiar de tren!
Los que penetraran en el departamento desaparecieron rápidamente. El tren parecía haber despertado también. Al par que disminuía la marcha, se estremecía blandamente. Un ruido bronco lo envolvió. En el interior de los departamentos creció el rumor de las voces en español. Saltaban los nombres propios. Estallaban algunas risas. Hasta se oyó cantar desaliñadamente.
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