Ángel Pestaña - Lo que yo vi
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- Libro:Lo que yo vi
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1924
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Lo que yo vi: resumen, descripción y anotación
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ÁNGEL PESTAÑA NÚÑEZ (Santo Tomás de las Ollas, 14 de febrero de 1886 – Barcelona, 11 de diciembre de1937) fue un anarcosindicalista español, secretario general de la CNT en varias ocasiones, fundador del Partido Sindicalista y diputado en Cortes Generales por la provincia de Cádiz.
Camino de Rusia y primeras impresiones
Mientras la represión iniciada por el gobernador civil, conde de Salvatierra, hacía estragos en la organización obrera barcelonesa, llenando la cárcel de sindicalistas, el Comité de la Confederación Nacional del Trabajo, y más directamente el de la Confederación Regional de Cataluña, trataban de cumplimentar el acuerdo del Congreso Nacional, celebrado en Madrid, de enviar la adhesión del organismo confederal obrero a la Internacional Comunista de Moscú.
Como al acuerdo de adhesión iba anejo el deber de enviar, si era posible, uno o varios delegados a Rusia, a fin de que, a su regreso informaran de cuanto allí hubieran observado, la tarea del Comité resultaba bastante más difícil. La adhesión por escrito, era desde luego más fácil de hacerla llegar, a pesar del bloqueo, que una delegación cualquiera. Y el interés de la organización estaba en que llegara la delegación; pues más que a una adhesión platónica, que esto representaba el acuerdo del Congreso, se aspiraba a tener el conocimiento más exacto de la verdadera situación de Rusia.
La tarea, como se comprenderá, no era escasa. El bloqueo estrechaba a Rusia en un cinturón de hierro, y el interés de los gobiernos comprometidos en este bloqueo era el de impedir que penetrara en Rusia nadie que pudiera llevar, no ya socorros materiales, sino una voz de aliento y de simpatía al pueblo que había hecho su revolución.
Las dificultades con que tropezaba el Comité, queriendo organizar el itinerario desde Barcelona, parecían siempre insuperables, y hemos de decir que, desde España, realmente lo eran.
Cuando se tuvo el convencimiento de que el éxito de la empresa no dependía del número de previsiones, se confió el viaje al azar, a las posibilidades de lo imprevisto; se arriesgaron, pues, unos cientos de pesetas y se envió a tres miembros de la organización obrera hacia el centro de Europa.
Siendo yo uno de los tres delegados, y por cierto el más afortunado en el viaje, después de numerosas peripecias y de haber logrado sortear grandes inconvenientes (alguno de ellos bastante pintoresco), el día 25 de junio de 1920, pisaba tierra rusa, entraba en el país del encanto revolucionario. Habían transcurrido casi tres meses desde el día que abandonara Barcelona.
¿Cuál fue la primera sensación recibida? De entusiasmo, de admiración, de alegría intensa. ¿Por qué? Sería demasiado complejo el explicarlo.
***
Una vez que se pasa de Narva (Estonia) —que es por donde yo llegué— la frontera rusa se encuentra al otro lado del río que lleva también el nombre de Narva y a poca distancia de la capital estoniana.
Desde Narva en adelante, el tren se compone del vagón único que nos lleva, uno de los vagones-camas confiscados por los Soviets a la Compañía Internacional de Wangonslits. Es, además, el coche del correo diplomático, y en el que, a la sazón, van la valija del Emperador ruso en Estonia, camarada Gukosky y la de los delegados comerciales de Londres y de Berlín.
La frontera rusa nos la anuncia la presencia de un gran disco de madera pintada de blanco con una franja de rojo vivo, montado sobre un alto poste.
Un pelotón de soldados con su comandante al frente, que suben al coche a informarse de quién viaja y por qué viaja da efectividad de nuestra entrada en Rusia y de nuestro feliz arribo.
Tras breve inspección e interrogatorio del comandante, reanuda el tren su marcha y ya no se detiene hasta Yamburgo, primera estación rusa importante después de la frontera.
Para esperar la composición de un tren de mercancías que había de adicionarse al vagón que nos conducía, pasamos unas seis horas en la estación. Esta espera nos da ocasión de mezclarnos con los verdaderos y auténticos campesinos, con los sufridos mujiks y de observarlos en su tráfago cotidiano.
Sobre el dintel de la puerta principal de la estación se ven los retratos de Marx, Lenin y Trotsky. Numerosas banderas rojas flamean al viento, con la hoz y el martillo en el centro, emblema de la República de los Soviets.
Como viaja con nosotros Abramovich, o Abbrecht, o «El Ojo de Moscú» —que con estos tres nombres se le conoce a este importante funcionario ruso, uno de los que gozan de mayor confianza del Partido Comunista por ser de los más prestigiosos representantes secretos del Gobierno—, se nos recibe con agasajos y deferencia en todas partes.
El jefe de la estación nos invita a que pasemos a su despacho, si no queremos esperar en la sala de viajeros. Declinamos la invitación y aguardamos con una treintena de viajeros a que se forme el tren de mercancías.
Un gramófono repetía uno de los discursos que Trotsky acababa de pronunciar en el frente de batalla. El desconocer el idioma ruso nos privó, por nuestra parte, de entender su indudablemente notable discurso. Los campesinos no prestaban atención a las voces del gramófono. Tal vez de tanto repetirlo no les producía impresión. Cualquier mediano observador habría notado en aquellos rostros la expresión inconfundible del aburrimiento.
Cansados de la espera y del gramófono, decidimos salir a los alrededores y acercarnos hacia el pueblo, que está algo distanciado de la estación.
Llegamos hasta las primeras isbas (casas) de Yamburgo y antes de internarnos por sus calles —nombre caprichoso para designar vías tan poco urbanas como aquellas— vimos fijados sobre dos postes un gran tablero con dos ejemplares del «Izvestia» y otros dos de la «Pravda», órganos informativos del Gobierno de Moscú.
Preguntamos a un miembro del Soviet local, comunista probado, por conducto de Abramovich, que nos servía de intérprete, por qué fijaban los periódicos así y si se vendían o se repartían gratis.
Nos dijo que no se vendían ni se repartían porque la escasez de papel limitaba el número de los que se podían tirar. Y que para que todo el mundo pudiese leerlos, se fijaban en aquellos tableros. Esto se hacía en toda Rusia mientras la escasez de papel no permitiera hacer mayor tiraje.
—¿Se lee mucho? —preguntamos.
—Bastante —nos contestó—. No tanto, sin embargo, como quisiéramos; pues el campesino ruso, dominado por ideas pequeñoburguesas, se muestra bastante refractario al comunismo.
—En Europa —continuamos— se nos ha dicho que este último invierno han muerto muchas personas de frío. Ahora comprendemos que se trata de una patraña. Habiendo tantos bosques aquí, no es posible que la gente muera de frío.
—Aquí no ha muerto nadie de frío, pero en Moscú y Petrogrado, sí. Hemos pasado muchísimo frío. Miren ustedes cómo tengo yo aún los dedos. ¿Ven estas señales? —Y nos mostró unas marcas como las que se hacen en casos de quemaduras de lesiones—. Son llagas que se me hicieron a consecuencia del frío.
—No me lo explico —objeté—— disponiendo de sobrados medios de calefacción.
—Es que no se puede tolerar que cada cual haga lo que le convenga y tome la leña que quiera. Para eso está el servicio de reparto, que distribuye a cada cual la que necesita. Claro es que no ha podido hacerse este año; pero en lo sucesivo, cuando todo esté bien organizado y el servicio de reparto funcione normalmente, todo el mundo tendrá la leña que necesite. Entre tanto es preciso sufrir.
Como nos alejábamos de la estación, optamos por volver sobre nuestros pasos.
Cuando llegamos a la estación, el tren estaba ya casi formado; solo faltaba acoplarle una o dos unidades.
Como no viera ningún vagón de viajeros, dije a Abramovich:
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