Angel María De Lera - Oscuro amanecer
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Oscuro amanecer: resumen, descripción y anotación
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Con Oscuro Amanecer, Ángel María de Lera ha puesto fin a su tetralogía “Los años de la ira”, de la que forman parte sus anteriores novelas Las ultimas banderas, Los que perdimos y La noche sin riberas. Tetralogía que abarca desde la guerra civil hasta los últimos años cuarenta y en la que su autor ha recreado literariamente el período más dramático y trascendente de la historia nacional, constituyendo un testimonio histórico y humano de primer orden porque muestra la otra faz de los acontecimientos y sus profundas repercusiones en la conciencia popular, que la gran Historia omite.
En Oscuro Amanecer, se narra la peripecia de un hombre que, al recobrar la libertad y volver a la vida comunitaria en su país, se encuentra con una sociedad muy diferente de la que él imaginaba. Él esperaba que el suyo fuera el regreso del héroe y resulta que nadie le espera, le acoge ni le entiende. El tiempo, que se detuvo en su reloj, ha seguido su curso inexorable en el calendario de los demás y no halla, por consiguiente, su sitio en un mundo que se ha desplazado mientras él permanecía inmóvil. En estas circunstancias ha de hacer frente a las exigencias de la vida sin olvidarse de su compromiso político y ha de luchar por la conquista del amor, del trabajo y de su futuro. Este hombre, Federico Olivares, va de decepción en decepción hasta descubrir, finalmente, que salvó del naufragio lo que más vale de todo, la vida, supremo bien y principio de toda gran esperanza.
Ángel María de Lera
Los años de la ira - 4
ePub r1.0
Mangeloso 20.05.14
Título original: Oscuro amanecer
Ángel María de Lera, 1977
Diseño de cubierta: Mangeloso
Editor digital: Mangeloso
ePub base r1.1
A todos mis compañeros y amigos
que no llegaron al amanecer.
Me abrió la puerta, me empujó y, de pronto, me encontré dentro de la gran sala y frente a él, que me miró penetrantemente. Él estaba de pie, de espaldas a una mesa barroca cargada de carpetas hasta una altura de medio metro. Él vestía uniforme de general, con fajín rojo y borlas doradas, gran Cruz, insignias de espadines cruzados y lustrosas botas altas. Permanecía descubierto. Era un hombre de baja estatura, rechoncho, de cara llena, nariz aquilina, ojos oscuros de mirada indescifrable, cabello ralo y abdomen redondo que hacía pingar un poco la guerrera por delante. Estirado, con los pies juntos, afirmativo, dominador, napoleónico. La tensión de su rostro se quebraba en sus labios que se entreabrían insinuando una leve sonrisa, apenas un frunce, apenas un rictus, apenas un pliegue, acaso sólo una transparencia de timidez que acentuaba el canoso bigotito circunflejo y subrayaba la breve barbilla huidiza. Su efigie, multiplicada al infinito en monedas, sellos de correos y fotografías oficiales, ofrecía una apariencia de serenidad, lejanía y magnánima indiferencia, que resultaba incongruente con su verdadera expresión en vivo, delatora de un espíritu atento, suspicaz, minucioso, retraído, ególatra, siempre a la defensiva. Con la siniestra empuñaba unos guantes blancos y con la diestra, pequeña y bien formada, me señaló una frágil silla situada junto al muro, en el lateral derecho desde su punto de vista.
—Ponte allí —me ordenó con un gesto.
Reculé lentamente, sin apartar mis ojos de su fría mirada, hasta tropezar con la silla. De nuevo, la pequeña mano me ordenó, con un pausado movimiento, que me sentara y yo obedecí, agarrándome previamente a los bordes del asiento. Después, el Gran Jefe selló sus labios con el índice, significándome así que debería esperar sentado y en silencio. Yo recogí mis pies bajo la silla para ocultar las barbas de esparto de mis alpargatas, estiré el raído pantalón, me cubrí hasta el cuello con las solapas de mi vieja chaqueta, me encogí cuanto pude y esperé. Vi entonces que de los muros colgaban grandes y suntuosos tapices, que del techo pendía una enorme lámpara de vidrios iridiscentes, que cubría el suelo una gruesa alfombra de arabescos dibujos, y vi también cómo el Gran Jefe se concentraba como un atleta que se dispusiera a dar un salto mortal. Fue una pausa intensa en que se detuvo el tiempo, hasta que el Gran Personaje pulsó un timbre disimulado bajo el borde de la mesa. Yo no oí el sonido del timbre, pero se abrió la puerta para dar paso, silenciosamente, a la figura del ayudante que ya conocía por haber sido él quien me obligara a trasponer el umbral de la sala con un empujón, diciéndome: Adelante, hombre, adelante. Ya que has llegado hasta aquí, aprovecha la ocasión. El Gran Jefe no se come a nadie. Pero no abras la boca hasta que él te lo ordene. El ayudante hizo un cómico gesto de extrañeza al verme sentado en presencia de su Amo, y dirigió a éste una muda pregunta con la mirada, que quería decir: ¿A qué aguarda este miserable? ¿Me lo llevo ya?, y dio, en consecuencia, unos pasos en mi dirección, pero se detuvo antes de llegar a mí, contenido por un gesto seco de aquél. El ayudante dio a entender con un aspaviento su absoluta incomprensión de lo que veía. El Gran Jefe susurró ¡Imbécil!, con lo que me animó a burlarme también del cuitado sacándole la lengua. El asombro del ayudante ya no cabía en su cara. Se quedó inmóvil, con la boca de par en par, con los ojos deslumbrados y con las cejas poco menos que a la altura del tupé. El Gran Jefe, impasible, giró su mirada hacia mí y me guiñó un ojo. Luego, señaló la puerta al ayudante y le hizo con la mano la señal convenida, que podría traducirse en las siguientes palabras: Hazles pasar ya, hombre, y no te quedes ahí parado como un pasmarote, para dar comienzo a las audiencias. Desapareció el aturdido subalterno y nos quedamos otra vez frente a frente el Gran Personaje y yo. Nos miramos y él hizo un movimiento aprobatorio con la cabeza, para quedar instantáneamente petrificado, con la mirada al frente, sin un parpadeo, sin un tic en el rostro, sin ninguna oscilación perceptible en su figura, como una estatua. A poco, se abrió la puerta y apareció en su dintorno la menuda humanidad de un viejecillo con bonete rojo, capa escarlata y reluciente pectoral de piedras preciosas, que inició la marcha seguido de una fila de prelados. Los había entre ellos orondos y escuálidos, de doble papada o cuello de ave, de expresión beatífica o jocunda o dispépsica. El aire se movió al paso de sus finos y flotantes manteos carmesíes, se extendió por la estancia el olor eclesiástico a incienso y a brocados antiguos y comenzó el desfile ante el Gran Jefe. Se destocaban, describían una tímida reverencia y aquél les besaba, entre tanto, las amatistas. Finalmente, se colocaron en semicírculo a su alrededor. Por entre sus cogotes cubiertos con los solideos de púrpura pude observar el gesto complacido del Gran Personaje, cuya sonrisa, tan sutil como un reflejo de luz, revelaba su íntima complacencia ante el acatamiento de su poder por parte de aquellos príncipes sacros de prosapia romana y milenaria. El vejete extrajo un rollo de papel que llevaba oculto en una bocamanga, se montó las gafas, igualmente escondidas en la otra bocamanga, carraspeó, encogió la nariz y empezó a leer campanudamente, no en el latín cacofónico de los escolásticos, sino en vulgar romance paladino. Su voz se rompía en los agudos y, a veces, trastabillaba los vocablos cuando le desobedecía la prótesis dental demasiado holgada para sus encías. Su oratoria sublime mezclaba fastos históricos y nombres egregios de todas las épocas en un singular malabarismo dialéctico. Habló de las Cruzadas, de Pedro el Ermitaño y de Godofredo de Bouillón, comparando, después, al Hombre Providencial, vencedor de la masoría y sus aliados en la última Cruzada, con Santiago Hijo del Trueno y con Don Juan de Austria, adalides victoriosos, respectivamente, en Clavijo y Lepanto. Invocó los favores de Dios sobre el moderno César Constantino, instrumento de la Providencia, restaurador del Imperio de Jesucristo, del poder y de la gloria de la Santa Madre Iglesia y de la grandeza incomparable de la Patria, la nación predilecta del Papa y del Altísimo.
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