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Pierre de Bourdeille - Casadas, viudas o solteras

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Pierre de Bourdeille Casadas, viudas o solteras
  • Libro:
    Casadas, viudas o solteras
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
  • Índice:
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Casadas, viudas o solteras: resumen, descripción y anotación

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ahora con el objeto de retomar y deducir las razones de Bocaccio poder - photo 1

ahora con el objeto de retomar y deducir las razones de Bocaccio poder - photo 2

ahora, con el objeto de retomar y deducir las razones de Bocaccio, poder examinarlas detenidamente y para hablar sobre ellas según las conversaciones que he visto que mantienen los honestos caballeros y las damas en esta materia, habiéndolo experimentado bien, pienso que, sin duda alguna, quien quiere tener un disfrute rápido del amor, para que ello no le lleve mucho esfuerzo ni tiempo, debe dirigirse a las mujeres casadas. ¿Por qué? Como dice Bocaccio, cuanto más se atiza un fuego, más ardiente se vuelve. Y así es en la mujer casada, que es tan apasionada con su marido que, faltando él para apagar esa pasión que genera en ella, hace bien en buscar en otra parte, o esa pasión la quemaría viva. Yo conocí una dama de buena familia que una vez confesó a un amigo (el cual me lo ha contado) que ella, por naturaleza, no estaba tan ávida de estas cuestiones como se diría (¡Y Dios lo sabe!). Y que con frecuencia, por su voluntad, ella fácilmente pasaría si no es porque su marido la viene a excitar. Pero, al no ser él suficientemente capaz de aplacar la gran y ardiente pasión en la que ella cae, tiene que correr en busca del auxilio de un amigo, y lo que es más: no siendo suficiente con tenerle de vez en cuando, se retiraría sola a sus aposentos o a su cama, y allí en soledad aplacar su violenta pasión o bien al modo lésbico, o con cualquier otro método. Incluso, al estar tan atormentada a causa de este fervor, decía que, de no ser por vergüenza, no le habría importado entregarse al primero que hubiera encontrado en un salón de baile, en un lugar apartado o en unas escaleras; una excitación y una fogosidad como las que atormentan a las yeguas en los confines de Andalucía, que estando con el celo, y no encontrando semental que las cubra y aplaque su acaloramiento, se ponen contra el viento que por allí corre para que les entre y les calme el ardor de esta manera (de ahí viene esa raza de veloces caballos que han heredado el ímpetu de su padre el viento).

Creo que habría muchos maridos a los que les gustaría que sus mujeres encontraran un viento tal que les refrescara y calmara su ardor, sin que ellas tuvieran que ir a buscar a sus amantes y así ponerles esa vergonzosa cornamenta.

He aquí un dato bastante curioso de la naturaleza femenina del que acabamos de hablar: «Si se le atiza, arde»; por lo que no nos debemos sorprender si, como decía una mujer española:

—«Cuanto más me quiero apartar de las brasas, más me abrasa mi marido junto al brasero.»

De este modo, algunas arden con la pasión y se dejan llevar por las caricias, por las palabras e, incluso, por la vista, buscando la ocasión propicia sin respeto alguno por el marido. Ya que, a decir verdad, lo que más frena a las solteras o viudas a no dejarse arrastrar por el acaloramiento es el miedo que tienen a que les engorde el vientre sin haber comido judías; cosa que las casadas no temen, ya que si así sucediera, el marido cargaría con toda la responsabilidad.

Y en cuanto a las leyes de honor que se defienden y que alega Bocaccio, la mayoría de las mujeres se mofan de ellas diciendo que la ley de la naturaleza va por delante, y que ésta nunca haría nada en vano. Por tanto, si les ha dado ciertos miembros y partes nobles, es para usarlos y no dejarlos ociosos, ni darles mayor descanso que a otros miembros, por miedo a que las arañas hagan sus telas en ellas y luego no encuentren los aperos adecuados para poder limpiarlas. Ya que, por dejar estas partes del cuerpo sin darles uso, aparecen graves enfermedades (incluso mortales), entre las que destacamos la sofocación de matriz, de la que hemos visto morir a bellas y nobles damas, y todo por esa molesta continencia, el principal remedio, como dicen los médicos, es la convivencia carnal, especialmente con hombres fuertes, robustos y bien proporcionados. Dicen también (por lo menos, de algunas de nuestras damas) que esta ley de honor es para aquellas que no aman o que no han encontrado compañeros adecuados, y que es malsano e, incluso, vituperable perder la castidad de los cuerpos como si fueran vulgares cortesanas. Pero, a aquellas que aman y que han escogido bien a sus compañeros, no les atañe esta ley y no les prohibe que les asistan y les aplaquen el gran ardor que les arrebata, puesto que es como darle la vida a quien te la demanda, mostrándose benignos y no bárbaros o crueles.

Sobre esto conocí a una gran y noble señora, la cual, un día que su compañero la encontró en su gabinete traduciendo el verso «una donna debe dunque moriré» al francés de forma tan bella como jamás había visto, cuando él le pidió que le leyera lo que estaba escribiendo, respondió:

—«Aquí tengo una traducción que acabo de hacer y que sirve tanto de sentencia dada por mí, como de intención para contentarle en todo lo que desee, así que no nos queda más que ejecutarlo.»

Algo que hicieron después de la lectura. ¡Menuda sentencia! Era incluso mejor que si la hubieran hecho en la Cámara de los Juristas de París; y con la que quería dar a entender al amigo que ella estaba dispuesta a darle la vida, por lo que él pudo tomarse su tiempo.

¿Por qué entonces una dama, a la que la naturaleza ha hecho buena y misericordiosa, no va a usar con total libertad los dones que le han dado sin ser ingrata, o sin ir contra sí misma? Así hizo una dama de la que he oído hablar, la cual, estando su marido paseando un día por una sala, no pudo contenerse y le dijo a su amante:

—«Mira como camina nuestro hombre. ¿Acaso no tiene el porte auténtico de un cornudo? ¿No ofendería yo gravemente a la naturaleza, que le había predestinado para ello, si no se los hubiera puesto?»

He oído hablar sobre otra dama que se quejaba de que su marido no la trataba bien y de que la espiaba celosamente, porque temía que le pusiera los cuernos.

—«¡Pero estaría bueno! —decía ella a su amigo—, pues él cree que su pasión es parecida a la mía. Yo aplaco la suya en un giro de manos y con cuatro o cinco gotas de agua. Pero la mía es una hoguera mucho mayor, y necesita más agua para ser apagada, ya que nosotras somos de naturaleza hidrópica: cuanto más agua nos dan, más necesitamos.»

Otra decía que su caso era como el de las gallinas, que engendran la pepita y si les falta agua para beber, mueren. Es verdad, así sucede, porque mueren si no beben con frecuencia, pero no precisamente agua de la fuente. Otra dama decía que su naturaleza era de «buen jardín», pues no se contentaba con el agua del cielo, sino que pedía a su jardinero que le regase más para estar más lozana. Otra dama mantenía que ella quería parecerse a los buenos economistas y administradores, los cuales no invierten todo en un solo lugar, sino que lo reparten entre varias manos para conseguir más beneficio, ya que una no es suficiente para mantenerlos y aumentarlos. De la misma forma, ella quería administrar su sexo para mejorarlo, y así encontrarse mejor.

He oído hablar sobre una dama honesta que tenía un amigo bien feo, y un marido bien atractivo y agraciado; también la dama era muy bella. Una pariente suya le preguntaba por qué no elegía a uno más guapo:

—«¿No sabe usted» —dijo ella— «que, para poder cultivar bien unas tierras, hace falta más de un campesino y que, naturalmente, los más guapos y delicados no siempre son los más adecuados, sino que lo son los más rurales y robustos?»

Otra dama que conocía tenía un marido muy feo y poco agraciado, y aun así eligió un amigo tan poco agraciado como el marido. Cuando una de sus compañeras le preguntó por qué, ella contestó:

—«Para acostumbrarme mejor a la fealdad de mi marido.»

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