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Wenguang Huang - El pequeño guardia rojo

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Wenguang Huang El pequeño guardia rojo
  • Libro:
    El pequeño guardia rojo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2012
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El pequeño guardia rojo: resumen, descripción y anotación

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1. Demandas

A los diez años, dormía al lado de un ataúd que Padre le regaló a Abuela cuando cumplió setenta y tres años. Nos prohibía que lo llamásemos «ataúd» e insistía en que lo denominásemos shou mu, que viene a significar algo así como «caja de longevidad». A mí me parecía un nombre muy extraño para la caja en la que enterraríamos a Abuela, pero lo cierto es que tenía una finalidad práctica. Resultaba mucho menos espeluznante compartir mi habitación con una «caja de longevidad» que con un ataúd grande y negro.

En 1973, Abuela cumplió setenta y uno, setenta y dos según el calendario chino, ya que según nuestro calendario se tiene un año al nacer. Repentinamente, empezó a asustarse y obsesionarse con la muerte. Mi hermana Wenxia y yo aún recordamos la noche en que Abuela mencionó por primera vez ese tema. Durante la cena, Madre había soltado su diatriba de costumbre sobre las faenas domésticas. La noche anterior había visitado a una vecina y había visto cómo su hijo mayor, por propia iniciativa, se puso a lavar los platos después de cenar.

—Dejó la cocina como los chorros del oro —dijo Madre mirándonos a los cuatro—. Yo, por desgracia, he parido un puñado de vagos.

Todos agachamos la cabeza en silencio. Abuela, harta de escuchar sus quejas sobre las tediosas faenas domésticas, anunció que podría morir pronto.

A ninguno de nosotros se nos había pasado por la cabeza que Abuela se muriera algún día. Desde que tengo recuerdo, siempre ha parecido una anciana, con el rostro arrugado y manchado.

Padre dejó los palillos y, con mirada de preocupación y sorpresa, preguntó:

—¿Te encuentras mal?

—Aún… no.

Madre no pudo contenerse.

—¿Entonces por qué dices eso?

Al parecer, sus temores se basaban en el antiguo adagio chino que dice que, «cuando una persona cumple los setenta y tres o los ochenta y cuatro, el Rey del Infierno vendrá probablemente a por ella». Teniendo en cuenta que solo le faltaba un año para llegar a ese primer umbral, Abuela quería estar preparada. Le pidió a Padre que empezase a organizar su funeral. Después de morir, Abuela quería ser enterrada en su aldea natal, en la provincia de Henan, al lado de mi difunto abuelo.

Molesta por haber sido eclipsada por Abuela, Madre se levantó de la mesa; Padre, por el contrario, se sintió aliviado al saber que su madre no padecía ninguna enfermedad seria.

—Deja de pensar en esas cosas —dijo—. Vivimos en una sociedad nueva y la gente ya no cree en supersticiones.

Cogió los palillos y empezó de nuevo a sorber los fideos.

Abuela jamás había ido a la escuela, pero tenía en la cabeza una enciclopedia de dichos que usaba a su antojo. Hacía unos meses, una vecina planeaba preparar un pequeño banquete para celebrar el quincuagésimo cumpleaños de su padre. Recurrió a Abuela para que le aconsejase sobre un regalo para su cumpleaños, pero ella terminó soltándole una perorata sobre por qué debía abandonar esa idea.

—En nuestra aldea, las personas nunca celebran su cumpleaños antes de los sesenta —le explicó antes de respaldar sus razonamientos con un dicho chino—: Quien celebra un banquete a los sesenta, vivirá para siempre.

Abuela le advirtió que celebrar un cumpleaños demasiado pronto podría perjudicar su longevidad. Nuestra vecina asintió agradecida.

Cuando me enteré de esa anécdota, le pedí a Abuela que me explicase en qué se basaba para decir tal cosa. Sin prestarme demasiada atención, me respondió:

—Si se ha transmitido de generación en generación, debe ser cierto.

Años más tarde, me quedé sorprendido al oír a algunos amigos que se habían criado en diferentes partes del país repetir el mismo dicho sobre las celebraciones de cumpleaños, alegando las mismas razones que Abuela le había dado a nuestra joven vecina.

Creímos que la nueva obsesión de Abuela por la muerte sería algo pasajero, pero a medida que se acercó el oscuro y frío invierno, empezó a dormir cada vez menos y parecía sacar ese tema en todas las conversaciones. A veces simulaba estar hablando con mis hermanos y conmigo, pero todos sabíamos que se dirigía a mis padres, especialmente a Padre. Decía que las personas de su aldea natal eran muy exigentes con los entierros, que la situación y el mantenimiento de los yin-zhai, las residencias de los muertos, eran de suma importancia para el bienestar de las generaciones futuras. Además, las personas gastaban grandes sumas de dinero en los funerales porque los consideraban la máxima expresión de la piedad filial. Abuela entonces nos narraba la historia de una joven virtuosa de una familia muy pobre que vivía cerca de su aldea que, arrodillada en la calle, ofrecía su cuerpo para poder reunir todo el dinero necesario para darle a su padre enfermo el entierro que merecía.

Según Abuela, la familia Huang había gozado de una vida próspera y armoniosa en una aldea al noroeste de la provincia de Henan, en la orilla septentrional del río Huang He. A finales de los años veinte, la tuberculosis se extendió por la aldea y Abuelo fue uno de los primeros en morir. Una muerte fatídica. La familia solicitó la ayuda de un reconocido maestro de feng shui que recomendó trasladar el panteón familiar fuera de la aldea, cerca del río Huang He, con el fin de frenar la epidemia. En aquella época, había una leyenda muy popular sobre un gran dragón que descansaba bajo las aguas del río Huang He, justo en el mismo lugar donde estaba situada la aldea de Abuela. El maestro de feng shui aseguró que el lugar que había escogido para enterrar a Abuelo estaba asentado sobre el lomo del dragón.

—El nuevo panteón traerá suerte a la familia —continuó Abuela—. Cuando me reúna con Abuelo en la otra vida, se completará un ciclo generacional; será muy bueno para todos vosotros.

Abuela nos contó esa historia innumerables veces. Tantas que nos mirábamos los unos a los otros y repetíamos sus palabras. Mi hermana mayor decía que Abuela era una mujer supersticiosa. Padre estuvo de acuerdo y le pidió que no nos contase más esa historia.

Al principio, mis padres ignoraron la petición de Abuela, pero eso solo sirvió para que ella se empeñase más. Durante una conversación con una vecina, se enteró de algo sorprendente: los entierros se habían prohibido en nuestra ciudad, Xi’an. La vecina le dijo que si alguien de la ciudad moría en el hospital, los médicos no permitían que los familiares se llevasen el cuerpo a su casa; lo metían en un gran congelador que había en la funeraria y luego lo llevaban al crematorio. Un joven había sobornado al guarda de la funeraria y se había llevado el cuerpo de su madre para enterrarlo. La policía lo apresó, interceptó el cuerpo y lo envió directamente al crematorio, por lo que no tuvo tiempo de realizar ni los rituales más elementales.

Abuela estaba aterrorizada. Apenas salía del complejo de apartamentos donde vivíamos y no tenía ni idea de los cambios que se estaban produciendo en China. Se enteraba de casi todo por los vecinos, por mis padres o por mí. A veces, sabiendo el tipo de noticias que le gustaba oír, llegué incluso a inventarme alguna para llamar su atención, pero no me atreví a engañarla cuando me preguntó sobre la ley de cremación y, cuando le dije la verdad, lo único que conseguí fue asustarla. Esperó a que Madre se marchase para charlar con sus amigas y se acercó a Padre, que estaba tomando té al lado de una estufa de carbón que había junto a la puerta principal. Se sentó a su lado y me pidió que le trajese una palangana de agua caliente para que pudiese meter sus diminutos y vendados pies.

—Jiu-er —dijo, utilizando el apelativo cariñoso con el que se dirigía a Padre—. Por favor, no me quemes cuando me muera. ¿Me lo prometes?

Mi hermana y yo estábamos haciendo los deberes bajo la única bombilla que iluminaba la habitación. La palabra «quemar» me llamó la atención y miré de reojo a Padre y Abuela.

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