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Waris Dirie - Flor del desierto

Aquí puedes leer online Waris Dirie - Flor del desierto texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1998, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Waris Dirie Flor del desierto

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Waris Dirie & Cathleen Miller

Flor del desierto

ePub r1.1

Titivillus 25.02.18

PARA MAMÁ

Me doy cuenta de que cuando una viaja por los caminos de la vida, resistiendo las tormentas, disfrutando del sol, de pie en el ojo de numerosos huracanes, lo único que determina la supervivencia es la propia fuerza de voluntad. Por tanto, dedico este libro a la mujer sobre cuyos hombros me levanto, cuya fuerza no cede: a mi madre, Fattuma Ahmed Aden.

Ha dado a sus hijos la prueba de la fe mientras se encara a una adversidad impensable. Ha equilibrado una devoción igual hacia sus doce hijos (asombrosa hazaña en sí) y dado pruebas de una sabiduría que humillaría al más perspicaz de los sabios.

Sus sacrificios han sido numerosos y sus quejas escasas. Nosotros, sus hijos, siempre supimos que daba lo que tenía, por muy poco que fuera, sin reservas. Ha sufrido más de una vez la tremenda pena de perder un hijo y, no obstante, conserva la fuerza y el valor que la ayudan a seguir luchando por los hijos que le quedan. Su espíritu generoso y su belleza interior y exterior son legendarios.

Mamá, te quiero, te respeto y te amo, y doy gracias al todopoderoso Alá por haberme dado a ti como madre. Rezo por honrar tu legado y criar a mi hijo del mismo modo en que tú has cuidado, nutrido y querido infatigablemente a los tuyos.

Oh, eres un kilt que un joven dandi ha escogido.

Oh, eres como una valiosa alfombra por la que se han pagado millones.

¿Encontraré a alguien como tú, tú, a quien me han mostrado una sola vez?

Un paraguas se deshace; tú eres tan fuerte como el hierro curvado;

oh, tú, que eres como el oro de Nairobi, finamente moldeado,

tú eres el sol que se levanta y los primeros rayos del amanecer,

¿encontraré a alguien como tú, tú, a quien me han mostrado una sola vez?

Poema tradicional somalí

(De Daughters of Africa, editado por Margaret Busby, 1992.

Reproducido con autorización.)

NOTA DE LA AUTORA

Flor del desierto es la verdadera historia de Waris Dirie; todos los acontecimientos que figuran en el libro son reales y se basan en los recuerdos de Waris. Si bien todos los personajes son auténticos, hemos usado un seudónimo para la mayoría, a fin de proteger su intimidad.

I
LA HUIDA

Un ligero ruido me despertó y, cuando abrí los ojos, me encontré mirando directamente a los ojos de un león. Despierta, hechizada, abrí mucho los ojos, mucho, mucho, como para poder contener al animal que tenía delante de mí. Traté de ponerme en pie, pero llevaba varios días sin comer y mis débiles piernas temblaron y se doblaron. Me desmoroné contra el árbol bajo el cual había estado descansando, protegida del sol del desierto africano, que se vuelve implacable al mediodía. En silencio, incliné la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y sentí la dura corteza del árbol al presionar contra mi cráneo. El león se hallaba tan cerca que percibía su olor almizclado en el aire caliente. Invoqué a Alá.

—Éste es mi fin, Dios mío. Por favor, llévame ahora.

Mi largo recorrido por el desierto tocaba a su fin. No tenía con qué protegerme, no tenía armas ni energía para correr. Sabía que incluso en el mejor de los casos no conseguiría subirme a un árbol antes que el león, porque, como todos los felinos, es un excelente trepador y sus fuertes garras le ayudan a ser más rápido de lo que puedo ser yo. Apenas me hubiese levantado a medias, zas, un zarpazo y habría desaparecido. Sin miedo, volví a abrir los ojos y le dije al león:

—Vamos, ven a por mí. Estoy preparada.

Era un hermoso macho de melena dorada y larga cola que agitaba de un lado a otro para espantar las moscas. Era joven y saludable: tendría unos cinco o seis años. Sabía que podría aplastarme con facilidad; era el rey. Toda la vida había visto patas como las suyas derribar ñúes y cebras que pesaban cientos de kilos más que yo.

El león me miró fijamente y entrecerró poco a poco aquellos ojos suyos del color de la miel. Mis ojos castaño oscuro sostuvieron su mirada, se trabaron con los suyos. Apartó la vista.

—Venga, cógeme ahora.

Me echó otra ojeada y de nuevo desvió la vista. Se relamió y se tumbó. Luego se levantó y anduvo de arriba abajo, delante de mí, sensual, elegante. Por fin, giró sobre sí mismo y se alejó; sin duda había decidido que con tan poca carne sobre los huesos no merecía la pena engullirme. Atravesó el desierto con paso majestuoso hasta que su pelaje pardo se confundió con la arena.

Cuando me di cuenta de que no iba a matarme, no suspiré de alivio, pues no había sentido miedo. Estaba preparada para morir. Era obvio que Dios, que había sido siempre mi mejor amigo, tenía otra cosa planeada para mí, algún motivo para mantenerme viva.

—¿Qué es? —le pregunté—. Llévame…, guíame. —Y con gran esfuerzo me puse en pie.

Este viaje de pesadilla empezó porque huí de mi padre. Contaría yo unos trece años y vivía con mi familia, una tribu de nómadas del desierto somalí, cuando mi padre anunció que había hecho arreglos para que me casara. Supe que tenía que actuar deprisa o mi nuevo marido se presentaría de pronto a por mí. Le dije a mi madre que quería huir. Mi plan consistía en encontrar a mi tía, la hermana de mi madre, que vivía en Mogadiscio, capital de Somalia. Por supuesto, nunca había estado en Mogadiscio; ni en ninguna otra ciudad. Tampoco conocía a mi tía. Pero con el optimismo característico de los niños, creía que las cosas funcionarían a mi favor, como por arte de magia, y me lancé a recorrer quinientos kilómetros de desierto.

Mientras mi padre y el resto de la familia dormían, mi madre me despertó.

—Vete ahora.

Miré en busca de algo que coger, algo que llevarme, pero no había nada, ni una botella de agua, ni un frasco de leche, ni una cesta con comida. De modo que, descalza y cubierta por un pañuelo, corrí hacia la negra noche del desierto.

Como no sabía en qué dirección se hallaba Mogadiscio, me limité a correr, poco a poco al principio, porque no veía nada; avancé tambaleante, tropezando con raíces. Por fin, decidí sentarme, porque en África por todas partes hay serpientes y yo les tenía pavor. Me imaginaba que cada raíz que pisaba era el cuerpo de una siseante cobra. Me senté y observé cómo el cielo se iluminaba paulatinamente. Aun antes de que saliera el sol, eché a correr como una gacela. Corrí y corrí, y seguí corriendo durante horas.

Al mediodía ya había avanzado a fondo por la arena rojiza y a fondo por mis pensamientos. ¿Hacia dónde demonios me dirigía?, me pregunté. Ni siquiera sabía en qué dirección iba. El paisaje se extendía hacia la eternidad; tan sólo alguna que otra acacia o un espino rompían ocasionalmente la monotonía de la arena. Veía kilómetros y kilómetros delante de mí y a mi alrededor. Hambrienta, sedienta, cansada, aminoré el paso y caminé en lugar de correr. Vagando, aturdida y aburrida, me pregunté hacia dónde me llevaría mi nueva vida. ¿Qué me ocurriría después?

Mientras me planteaba estas preguntas, creí oír «Waris… Waris…». ¡Me llamaba la voz de mi padre! Me volví varias veces y le busqué, pero no vi a nadie. Acaso me estaba imaginando cosas, me dije. «Waris… Waris…», la voz se repetía en forma de eco a mi alrededor, en un tono suplicante que no impidió que tuviera miedo. Si me atrapaba, me llevaría de vuelta y me obligaría a casarme con ese hombre y, encima, probablemente me daría una paliza. No eran imaginaciones mías: era mi padre y se estaba acercando. Eché a correr tan rápido como pude. Aunque le llevaba varias horas de ventaja, me había alcanzado. Más tarde me percaté de que me encontró siguiendo mis huellas en la arena.

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