William Somerset Maugham - El caballero del salón
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- Libro:El caballero del salón
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1930
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El caballero del salón: resumen, descripción y anotación
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WILLIAM SOMERSET MAUGHAM (1874-1965) nació y vivió sus primeros diez años en París. Estudia en la King’s School de Canterbury y en Heidelberg University. El éxito, en 1897, de su primera novela Liza of Lambet, le lleva a abandonar la idea de hacerse médico. Su reputación literaria se consolida con Of Human Bondage (Servidumbre Humana) y The Moon and Sixpence. También escribió con éxito numerosas obras de teatro como A Man of Honour, narraciones cortas (The Trembling of a Leaf) y libros de viajes como On a Chinese Screen (En un Biombo Chino) y The Gentleman in the Parlour (El Caballero del Salón). En 1927 se traslada definitivamente al sur de Francia, donde vivió hasta su muerte casi cuarenta años después.
N unca he podido sentir por Charles Lamb el afecto que siente la mayor parte de sus lectores. Hay en mi naturaleza un lado contradictorio que me hace ver con antipatía los arrobos ajenos, y los efluvios del alma suelen secar en mí toda capacidad de asombro (en contra de mi voluntad, pues sabe Dios que no quisiera que mi reserva fuera un jarro de agua fría para el entusiasmo de un vecino). Los críticos han escrito sobre él tantas soserías que no he podido leerlo nunca sin una pizca de desasosiego. Charles Lamb me recuerda a esas personas de corazón desbordado que parecen estar esperando a que te ocurra alguna desgracia para poder abrumarte con su compasión. Alarga tan rápidamente la mano para levantarte de tu caída que, mientras te estás palpando aún las espinillas despellejadas, te preguntas si no habrá puesto él mismo en el camino la piedra que te hizo tropezar. Me da grima la gente que es demasiado encantadora. Te devora. Al final, te convierten en víctima propiciatoria para el ejercicio de sus fascinantes dones y de su falta de sinceridad. Tampoco me gustan los escritores que utilizan su encanto personal como baza principal. El encanto no basta. Yo prefiero algo sólido a lo que poder hincar el diente: cuando pido un rosbif o un pudin de Yorkshire, no me gusta que me traigan pan con leche. Yo suelo perder la compostura ante la sensibilidad del Amable Elia. Para toda una generación de escritores, Rousseau había impuesto la moda de tener los sentimientos a flor de piel, y todavía en tiempos de Lamb regía la moda de escribir con un nudo en la garganta; pero, en mi opinión, la emoción de Lamb recuerda demasiado a menudo la facilidad lacrimógena del alcohólico. Para nuestro bien, su ternura habría sido mucho menor con un poco de abstinencia, un laxante o una purga. Por supuesto, cuando leemos los comentarios de sus contemporáneos descubrimos que el Amable Elia es un invento de los sentimentalistas. Fue un tipo más robusto, irascible y desaforado de lo que intentan hacernos creer; él mismo se habría reído (y con justicia) del retrato que le hicieron. Si lo hubiéramos encontrado una noche en casa de Benjamin Haydon, habríamos visto a un hombrecillo mal aseado y algo borrachín que podía ser muy aburrido y que, si le daba por contar un chiste, éste podía ser bueno o malo. En realidad, habríamos encontrado a Charles Lamb y no al Amable Elia. Y si hubiéramos leído esa mañana uno de sus ensayos en The London Magazine, habríamos pensado que era una bagatela bastante agradable. Nunca se nos habría ocurrido que pudiera dar pie un día a elucubraciones eruditas. Lo habríamos leído con su verdadero espíritu, pues para nosotros habría sido algo vivo. Una de las desgracias que suelen acompañar a todo escritor es el ser minusvalorado cuando está vivo y sobrevalorado cuando está muerto. Los críticos nos obligan a leer a los clásicos, como escribió Maquiavelo, con el traje de corte, cuando deberíamos leerlos más bien como si fueran nuestros contemporáneos, con el batín puesto.
Y, como yo había leído a Lamb más por deferencia con la opinión dominante que por inclinación propia, me había abstenido de leer a Hazlitt por completo. Ante la cantidad de libros que tenía que leer urgentemente, llegué a la conclusión de que podía permitirme desdeñar a un escritor que había hecho de manera mediocre (eso creía yo) lo que otro había hecho de manera excelente. Pero el Amable Elia me aburría. Pocas veces había leído algo sobre Lamb que no contuviera una puyita a Hazlitt. Yo sabía que, en cierta ocasión, FitzGerald había tratado de escribir una vida sobre éste, pero había abandonado el proyecto por aversión al carácter del biografiado. Era Hazlitt un hombre bajito, de carácter mezquino, asilvestrado y desagradable, indigno adlátere del círculo en el que Lamb, Keats, Shelley, Coleridge y Wordsworth brillaban con luz propia. No parecía conveniente, pues, perder el tiempo con un escritor de talento tan escaso y carácter tan repelente. Pero, un día en que iba a iniciar un largo viaje, mientras recorría la librería Bumpus en busca de algún libro que llevarme, me topé con una selección de ensayos suyos. Era un librito precioso, con tapas verdes y primorosamente editado, además de barato y de poco peso, y, picado por la curiosidad de saber la verdad sobre un autor de quien había oído decir tantas cosas malas, lo añadí a mi montón de libros.
U na vez acomodado en el barco que me iba a llevar por el río Irrawaddy hasta Pagán, saqué del bolsillo el librito verde para leerlo durante el trayecto. El barco iba abarrotado de nativos. Echados en sus tumbonas, en medio de un sinfín de pequeños bultos, no pararon de comer y charlar en todo el día. Entre ellos había un buen número de monjes vestidos de amarillo y con la cabeza rapada; estaban fumando puros en silencio. A veces nos cruzábamos con una balsa de troncos de teca, coronada por una casita con techumbre de paja, que bajaba en dirección a Rangún, y conseguíamos entrever a la familia que vivía en ella, ocupada en preparar la comida o comiéndola tranquilamente. Parecía una vida plácida la que llevaban aquellas personas: horas de sobra para descansar y practicar una curiosidad ociosa. El río era ancho y fangoso, y las orillas planas. De cuando en cuando, divisábamos una pagoda, a veces blanca y bien cuidada pero casi siempre en estado ruinoso; o nos deteníamos en una aldea ribereña acurrucada entre grandes árboles verdes. En el embarcadero se agolpaba una multitud de personas ruidosas y gesticulantes vestidas con colores vivos, cual flores dispuestas en el estante de un mercado. Un remolino de gente se agitaba, gritaba y se empujaba, gente menuda que, cargada con sus pertenencias, desembarcaba o se disponía a embarcar.
Viajar por río es monótono pero relajante. Esto vale para cualquier parte del mundo. Sobre nuestras espaldas no sentimos el peso de ninguna responsabilidad. La vida es fácil. La larga jornada está sólo puntuada por las distintas comidas, y a uno le embarga enseguida la sensación de que ya no posee una individualidad; es un pasajero que ocupa una determinada litera, y las estadísticas de la empresa arrojan que otras personas han ocupado esta litera en la misma temporada durante cierto número de años y que lo seguirán haciendo durante mucho tiempo para que las acciones de la compañía se mantengan a flote.
Me puse a leer mi Hazlitt. Quedé asombrado. Descubrí un escritor sólido, sin pretensiones, con valentía suficiente para exponer sus opiniones, razonable y sencillo, con una pasión por el arte que no era ni desbordante ni forzada, variado, interesado por lo que le rodeaba, ingenioso, profundo para lograr sus fines pero sin pretensiones filosóficas, humorista, sensible. Y me gustaba su inglés: natural y brioso, elocuente cuando tenía que serlo, fácil de leer, claro y sucinto, ni más ligero de lo que exigía el asunto ni con bonitas frases buscando una importancia especiosa. Si el arte es la naturaleza vista a través de una personalidad, Hazlitt es un gran artista.
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