William Somerset Maugham - Cuadernos de un escritor
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- Libro:Cuadernos de un escritor
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1949
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Cuadernos de un escritor: resumen, descripción y anotación
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El Journal de Jules Renard es una de las obras maestras menores de la literatura francesa. Renard escribió tres o cuatro comedias en un acto, que no eran ni muy buenas ni muy malas; tampoco divierten ni emocionan mucho, pero bien representadas pueden ser vistas sin aburrimiento. Escribió también varias novelas, una de las cuales, Pelo de zanahoria, obtuvo gran éxito. Es la historia de su propia infancia, la historia de aquel chiquillo rústico cuya madre severa y desnaturalizada lo conduce a una vida desdichada. El estilo de Renard, sin galanura, sin énfasis, realza el patetismo del terrible cuento, y los sufrimientos del pobre chiquillo, no mitigados por el menor rayo de esperanza, son realmente angustiosos. El lector se ríe cruelmente de los vanos esfuerzos del chiquillo por congraciarse con aquel demonio de mujer y siente sus humillaciones, se duele ante los inmerecidos castigos como si fuesen los suyos propios. Muy desnaturalizada tendría que ser la persona que no sintiese bullir su sangre ante la aplicación de tan cruel maldad. Es un libro que no se olvida fácilmente.
Las demás novelas de Jules Renard no son de gran importancia. Son o fragmentos de autobiografía o una complicación de las minuciosas notas que tomó sobre la gente con quien vivía en íntima relación, pero difícilmente podrían ser contadas como novelas. Estaba tan desprovisto de poder creador que uno se pregunta por qué llegó a ser escritor. No poseía el menor don para realzar el punto álgido de un incidente, ni siquiera para dar forma a una aguda observación. Recopilaba hechos; pero una novela no puede hacerse únicamente de hechos; en sí mismos, son cosas muertas. Su empleo sirve para desarrollar una idea o ilustrar un tema, y el novelista no sólo tiene el derecho de cambiarlos para conseguir su propósito, de acentuarlos o dejarlos en la sombra, sino que se ve en la necesidad de hacerlo. Verdad es que Jules Renard tenía sus teorías; aseguraba que su objeto era meramente exponer los hechos dejando al lector que crease su propia novela, a su gusto, sobre los datos aportados por él, y que intentar otra cosa era vana tentativa literaria. Pero siempre me han infundido sospechas las teorías de los novelistas; no las he considerado nunca otra cosa que la justificación de sus propias carencias. Y así, un escritor privado del don del artificio para relatar una historia os dirá que la facultad narrativa es la parte menos importante de las cualidades de un novelista, y uno que carezca del sentido del humor dirá que el humorismo es la muerte de la ficción. Para dar resplandor de vida a un hecho en bruto es necesaria una transmutación apasionada, y así la única novela buena de Jules Renard es aquella en que la piedad de sí mismo y el odio que sentía contra su madre saturaban de veneno los recuerdos de su desgraciada infancia.
Yo creo que hubiera caído en el olvido de no ser por la publicación póstuma del diario que tan asiduamente llevó durante veinte años. Es una obra notable. Conocía un gran número de personas que tuvieron especial relevancia en el mundo literario y teatral de su tiempo, actores como Sarah Bernhardt y Lucien Guitry, autores como Rostand y Capus, y relata sus diversos encuentros con ellos con una admirable pero cáustica vivacidad. En estos casos sus agudas facultades de observación acudían a su servicio. Mas, a pesar de la verosimilitud de sus retratos y de que la viva conversación de aquella gente inteligente posee un verdadero timbre de autenticidad, hay que tener quizá un cierto conocimiento del ambiente del París decimonónico finisecular y de comienzos del siglo XX —ya por un conocimiento personal, ya por haberlo oído relatar— para apreciar verdaderamente esta parte de su diario. Cuando éste se publicó, sus compañeros de profesión se indignaron al ver la acrimonia con que había escrito sobre ellos. El cuadro que pinta de la vida literaria de su tiempo es sencillamente salvaje. Dicen que los perros no se muerden entre ellos. Esto no es verdad entre la gente de letras de Francia. En Inglaterra, a mi modo de ver, los escritores se preocupan muy poco unos de otros. No viven viéndose constantemente, como hacen los escritores franceses; se encuentran, desde luego, con cierta frecuencia, pero, por inverosímil que parezca, casi siempre por azar. Recuerdo que hace años un autor me dijo: «Prefiero vivir con mi materia prima». Tampoco suelen leerse unos a otros. En una ocasión un crítico americano vino a Inglaterra para entrevistar a algunos escritores distinguidos acerca de la situación de la literatura inglesa, y abandonó su tarea cuando descubrió que un eminente novelista, el primero a quien visitó, no había leído nunca una sola obra de Kipling. Los escritores ingleses juzgan a sus compañeros de arte; de uno de ellos dirán que es muy bueno; de otro que no tiene emotividad, pero su entusiasmo por el primero no alcanza jamás un calor febril, ni su censura del segundo es movida por un ánimo detractor, sino por la indiferencia. No experimentan envidia por los éxitos de los demás y, cuando éste es palpablemente inmerecido, se sienten más inclinados a la risa que a la cólera. Yo creo que los escritores ingleses tienen el centro en sí mismos. Son quizá tan vanidosos como cualquier otro, pero su vanidad queda satisfecha con la apreciación de un círculo limitado. No se sienten excesivamente afectados por la crítica adversa y, salvo una o dos excepciones, no tratan de congraciarse con los críticos. Viven y dejan vivir.
En Francia las cosas son muy diferentes. Allí la vida literaria es una guerra sin cuartel en la que unos batallan violentamente contra los otros, en la que una camarilla ataca a la otra, hay que estar constantemente en guardia contra las añagazas y las sátiras de los enemigos, y no se puede estar nunca seguro de que el amigo no oculta un puñal para clavárnoslo en la espalda. Es la guerra de todos contra todos y, como en cierta clase de luchas, cualquier cosa está permitida. Es una vida de amargura, de envidias y traiciones, de maldad y de odio. Creo que hay determinadas razones para ello. Una de ellas, desde luego, es que el francés se toma la literatura mucho más en serio que nosotros; un libro tiene para ellos una importancia que no tiene nunca entre nosotros y están dispuestos a contender sobre los principios generales con una vehemencia que nos deja atónitos…, y un poco sonrientes porque no podemos quitarnos de la cabeza que en esto de tomarse el arte tan en serio hay algo cómico. Además, la política y los asuntos religiosos están en Francia íntimamente ligados a la literatura, y el autor verá su libro furiosamente atacado, no porque sea un mal libro, sino porque él es protestante, nacionalista, comunista o lo que sea. Mucho de esto es digno de encomio. Está muy bien que un escritor piense no sólo que el libro que está escribiendo es importante, sino que los libros que están escribiendo los demás son importantes también. Está bien que los autores, por lo menos, piensen que los libros significan en realidad algo y que su influencia es saludable, en cuyo caso deben ser defendidos, o nefasta, y entonces deben ser atacados. Los libros no pueden tener gran importancia si los escritores empiezan por no dársela. Y porque en Francia creen que tienen tanta, esto constituye la razón por la cual toman partido con tanta furia.
Hay una práctica en Francia, común entre los autores, que me ha causado siempre estupefacción y que consiste en la costumbre de leerse las obras unos a otros, ya sea mientras las están escribiendo, ya sea después de haberlas terminado. En Inglaterra, los escritores mandan algunas veces sus obras inéditas a sus compañeros para pedirles su crítica, lo cual significa alabanza, porque severo tendría que ser el autor que censurase el manuscrito de un compañero; sólo conseguiría ofender y sus censuras no serían escuchadas. Pero no creo que haya en Inglaterra un escritor dispuesto a someterse al torturante aburrimiento de estar sentado horas enteras mientras un compañero le lee su última obra. En Francia parece cosa aceptada, y, lo que es más extraño, incluso eminentes plumas corrigen buena parte de su obra bajo la influencia de las censuras recibidas. Un autor de categoría como Flaubert reconoce haberlo hecho como resultado de las observaciones de Turguenev, y por el Journal de André Gide puede deducirse que éste obró a menudo de la misma manera. Esto siempre me ha intrigado; y la explicación que me he dado es que el francés, para quien la carrera de escritor es algo honorable —lo que nunca ha sido en Inglaterra—, a menudo la adopta sin tener ningún notable poder creador; su aguda inteligencia, su profunda educación y el fondo de una ancestral cultura capacitan a los franceses para producir obras de alta categoría, pero que, más que el fruto de una necesidad de crear, son el resultado de una resolución, una industria y un cerebro inteligente y fecundo. De esta forma las críticas y las opiniones de las personas bienintencionadas pueden ser de una utilidad considerable. Sin embargo, me sorprendería saber que los grandes autores, de los cuales Balzac es el más eminente ejemplo, se tomaron tal molestia. Escribieron porque tenían que escribir y, habiendo escrito, sólo pensaron en lo que escribirían después. La práctica demuestra, desde luego, que los literatos franceses están dispuestos a tomarse una inmensa cantidad de molestias para conseguir redactar su obra tan perfecta como sea posible, y que, sensibles como son, tienen menos condescendencia consigo mismos que la mayoría de sus compañeros los artistas ingleses.
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