William Watson
El caballero del puente
EL LOCO
El Minervois era un desierto. Se extendía bajo el firmamento como si lo hubieran dejado caer allí, despreciado por la tierra y desdeñado por los cielos.
– ¿Acaso puede culpárseles? -exclamó el loco.
Se hallaba de pie en una plataforma de piedra que se extendía hasta el horizonte. Desde sus pies hasta el extremo opuesto de la planicie discurría un mundo hecho de piedra, una superficie adamantina recubierta de peñascos, rocas astilladas y terraplenes de guijarros. Los matojos crecían hasta poca altura, algunos hasta la rodilla de un hombre, otros hasta la cadera, y aquí y allá había crecido algún árbol, un nogal, un tejo o un olivo; pero, a pesar de sus flores y de las mariposas que se posaban en ellas, esos caprichos de la naturaleza no enmascaraban el desolado carácter del lugar. Era un páramo baldío, uno de los confines del mundo.
El hombre que había gritado era alto, pero levemente encorvado. Parecía como si le hubieran hecho demasiado alto para el trato con otros hombres y hubiera empezado a encogerse hacia ellos, de forma que, por muy aislado que se hallara en aquel desierto, sus huesos debieran inclinarse. Tenía el cabello corto y enmarañado, pálido cual lienzo. La frente era solemne, pero la boca sonreía incluso estando en reposo. Entre ambos se hallaba una larga nariz provista de la suficiente carne como para reivindicar un temperamento propio, y unos ojos que reflejaban el salvaje azul celeste del mediodía. Avanzó hasta una mata de flores sobre la que las mariposas pendían suspendidas en el aire, cebándose.
– ¿Dónde están mis abejas? -preguntó-. Treinta de vosotros, todos trabajando, y no hay ni rastro de mis abejas.
Al detenerse allí, las mariposas revolotearon sobre las flores de achicoria, pero sólo tres o cuatro se alejaron aleteando. Hubo un continuo ir y venir desde y hacia el matorral. Algunas se posaron sobre otras flores cercanas; la mayoría se alejó volando en el aire hacia ninguna parte; y las recién llegadas vinieron de no se sabe dónde. Podrían haber estado hechas de aire o de cielo, llegadas para retozar en torno a las límpidas flores azuladas, y regresar luego al cielo. Ante tal pensamiento, o fantasía, el hombre frunció el entrecejo. Incluso así, con el ceño fruncido, las comisuras de su boca seguían alzadas y la actividad en sus ojos mantenía el brillo de la mirada, de modo que siempre parecía al borde de la risa o de la consternación. Observó una abeja que dormitaba ebria en la tierra, a la sombra oscilante de las mariposas, y se la puso en la palma de una mano. Se dirigió hacia un olivo silvestre, uno de los pocos árboles adultos que crecían en aquel desnudo lugar. Ahora que había alcanzado la plenitud, el olivo estaba exuberante de hojas y el hombre se introdujo en su rica sombra, y con su envergadura forzó a las ramas a hacerle sitio. La abeja dormía en su palma. Tras acomodarse y quedar inmóvil, oyó un sonido en el árbol: el leve viento que recorría la planicie en silencio y que allí, junto a las mariposas, no causaba revuelo alguno, pero en el árbol sonaba suave e incesantemente. El viento procedía del norte, de las montañas más lejanas. Los días claros las montañas llenaban la distancia más allá de los límites de la elevada meseta en cualquier dirección en que mirase un hombre; en cualquiera que no fuera de la que él había llegado. Su mano se cerró en un puño y la abeja cayó.
Cuando volvió a hallarla, la abeja se movía penosamente, soñolienta, hacia el interior de un negro orificio que la creación, sin duda, había dejado en una mole de roca. Para la abeja, de haber sido capaz de tales razonamientos, el lugar habría constituido una estupenda caverna. El hombre introdujo el brazo y la sacó justo antes de que desapareciera en la oscuridad.
– Estúpida -dijo, dirigiéndose a la abeja que zumbaba en el hueco que formaban sus manos-. Te llevaré de vuelta a la colmena. Mira las mariposas, cómo revolotean sobre las brillantes flores, a pleno sol. -Apretó las manos en torno a la abeja de modo que no entrara la más mínima luz. Le cosquilleó en la piel-. Pero tú te quedas ahí, dando traspiés en la oscuridad, como un hombre en una caverna oscura. -Tan llena de sabiduría como de achicoria, la abeja aguijoneó la sensible palma y empezó a morir.
– ¡Incluso a pleno sol! -bramó el hombre en dirección al lugar en que había caído la abeja, y extrajo el aguijón de su mano.
Volvió la espalda a la abeja y las mariposas y se dirigió, cruzando los gigantescos guijarros, hacia un lugar en que el terreno caía abruptamente y se distinguían las partes superiores de dos torres cuadradas. Caminaba más encorvado que de costumbre, inclinado sobre la mano herida, escudriñando para comprobar cuán potente era el veneno. Emergió por fin de la inmensidad de piedra a la hierba y la tierra rojiza y empezó a descender. El camino que se extendía ante él era una escarpada cresta que desembocaba en un montículo de hierba semejante al lomo de un cerdo. En el extremo más alejado de esa pradera se erigían dos torres, la más cercana de ellas lo suficientemente grande para ser la del homenaje. La vista de más allá de las torres quedaba en un principio enmarcada por riscos y precipicios, pedregales y taludes, de los que las descarnadas cimas de las montañas emergían y se hundían como presas de diabólicos sueños. Sin embargo, lo agreste de ese paisaje implacable hacía del desfiladero que se abría camino hacia las tierras más bajas, mostrando al hacerlo destellos de verde, hierba al principio y después vides y más allá parcelas de maíz maduro, una puerta de entrada a un mundo más amable.
En la pradera se había recogido el heno y las cabras pacían en la hierba. La anciana que las cuidaba se hallaba de pie con el mentón apoyado en las manos, que entrelazaba sobre un cayado, y los codos separados. Se erguía tan rígida como el cayado, y toda la parte superior de su cuerpo, cabeza, hombros y codos, quedaba oscurecida por un sombrero de piel de ala ancha. Era como su propio sombrero de la España mudéjar. Era precisamente ese sombrero. Se aproximó; vio el negro y el rojizo deslucidos hasta fundirse en un único color, y cayó en la cuenta de que era su propio sombrero el que llevaba en la cabeza aquella anciana sierva.
Tendió una mano para asirlo, pero la retiró. Durante toda la mañana se había sentido desconcertado por cuestiones sin resolver. Aquel descarado capricho de un universo inescrutable, el de poner su propio sombrero de pronto en su camino, el sombrero del señor en la coronilla de una sierva, era una de tantas paradojas. Una rabia tan ardiente y repentina como la de un recién nacido encendió el rostro que se inclinó hacia la anciana. Habló, sin embargo, en suaves susurros.
– Mi sombrero español -dijo. Silbó las palabras entre dientes-. ¿Cómo es que tenéis mi sombrero?
Estaban muy cerca el uno del otro, cara a cara. La anciana no se había movido. Nada se agitaba en sus pequeños ojos. Miraban con fijeza el rostro que tenía ante sí como si no fuera más que una porción del día que se hubiera interpuesto en su camino. El permaneció donde estaba, inclinado, presionándola con su silencio para hacerla hablar, hasta que las cuerdas que le habían mantenido allí cual marioneta se aflojaron, y el calor desapareció de su rostro. Abandonado por la ira, se dejó caer de nuevo sobre los talones.
Se alejó. Nada en la vieja mujer había reflejado su presencia allí. Se volvió para observarla de nuevo. No se había movido, y todavía miraba, a través de la vítrea pradera de flores silvestres donde sus cabras dormitaban al calor del mediodía, hacia la pétrea faz de la montaña.
Tomó el sendero de cabras para regresar a su casa. La pradera terminaba y el camino descendía hasta convertirse en una quebrada que hendía la cima de la colina. Al emerger de ella, el sendero rodeaba la falda de la colina, y le llevó hasta el pie de la gran torre, la del homenaje. Bajo él, un bosque de raquíticos robles crecía penosamente en la ladera, y desde sus más altas copas, visibles sobre el flanco de la montaña que tenía delante, sonó una voz.
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