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Tim Krabbé - El ciclista

Aquí puedes leer online Tim Krabbé - El ciclista texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1978, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Tim Krabbé El ciclista
  • Libro:
    El ciclista
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1978
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El ciclista: resumen, descripción y anotación

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El ciclista — leer online gratis el libro completo

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Tim Krabbé Amsterdam 1943 Fue campeón de ajedrez en su juventud y corrió - photo 1

Tim Krabbé (Amsterdam, 1943). Fue campeón de ajedrez en su juventud y corrió como ciclista aficionado durante unos años, cuando ya había cumplido los veintinueve. Entre otras hazañas deportivas, escaló en varias ocasiones el Mont Ventoux. Como escritor debutó con El ciclista (1978), una novela perteneciente al género que ahora se llama «autoficción». Hasta ahora, su novela más conocida es La desaparición, adaptada dos veces al cine, primero en Holanda (con guión del propio Krabbé) y posteriormente en una producción de Hollywood. Otras obras del mismo autor traducidas a nuestro idioma son La cueva y La hija de Kathy.

Título original: De renner

Tim Krabbé, 1978

Traducción: Marta Arguilé Bernal

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

Perfil del Tour del Mont Aigoual Si existe un libro que cualquier ciclista - photo 2
Perfil del Tour del Mont Aigoual

Si existe un libro que cualquier ciclista debería leer alguna vez en la vida - photo 3

Si existe un libro que cualquier ciclista debería leer alguna vez en la vida, seguramente sería este. Considerado por muchos como el mejor relato sobre ciclismo que jamas se haya escrito.

El ciclista es la historia de una carrera ciclista de lo que ahora llamaríamos élite o master, el Tour del Mont Aigoual en Francia, narrada en primera persona por uno de sus participantes, el gran novelista Tim Krabbé, que participó en ella cuando tenía 29 años. De paso, esta novela es también un emotivo homenaje a un deporte único y a sus grandes figuras. La brillantez de la narración, que trasmite con intensidad el carácter agónico del ciclismo, y la belleza del homenaje que rinde al sufrimiento, convierten El ciclista en un verdadero hito que ha sido saludado como un libro extraordinario desde su publicación original en 1978.

Meyrueis, Lozére, 26 de junio de 1977. Tiempo caluroso y nublado. Saco las herramientas del coche y monto la bicicleta. Desde las terrazas de los cafés, turistas y lugareños observan. No son corredores. El vacío de esas vidas me turba.

Por todos lados hay coches aparcados o circulando con cornamentas de ruedas y cuadros. Algunos corredores ya están rodando por los alrededores. Sonríen, saludan. No los conozco a todos. ¿Corredores de nivel? ¿Mediocres? A los buenos ciclistas se los distingue por la cara, y a los malos también, aunque eso sólo funciona con los que ya conoces.

Voy a buscar mi dorsal a un bar; estrecho una mano por el camino.

—¿En forma?

—Lo veremos luego en la carrera.

—Vale.

En el bordillo, entre el parachoques de su coche y del mío, está sentado, pensativo, un corredor con el maillot azul celeste de Cycles Goff. Frente a él, sobre el pavimento, hay una rueda trasera; a su lado, una caja de madera llena de dientes de piñón: su juego de cambios. Aún tiene que elegir qué desarrollos va a montar. Hay cuatro puertos para hoy, nadie sabe lo duras que son las pendientes. Yo sí, he reconocido el terreno.

No conozco a este tipo. Farfullamos un saludo y él se sume de nuevo en sus cavilaciones. Me cambio detrás del coche. Pantalón de competición, sudadera, tirantes, maillot. Arrojo la ropa de calle al asiento trasero, observo cómo se arruga al caer. Así se quedará hasta que vuelva a ponérmela o hasta que un policía la recoja si me dejo la vida en la carrera.

Apoyado en el guardabarros me como un plátano y un bocadillo. Faltan cuarenta y cinco minutos para la salida. Quiero ganar esta carrera.

El Tour del Mont Aigoual comprende ciento treinta y siete kilómetros, dos bucles que cruzan Meyrueis. El Mont Aigoual es la cima más alta de las Cévennes, con 1567 metros de altitud. Se halla en el segundo bucle. El cielo está gris en esa dirección. El descenso final hacia Meyrueis pasa por el Col du Perjuret, que Roger Riviére hizo famoso el 10 de julio de 1960.

El Tour del Mont Aigoual es la carrera más interesante y dura de la temporada.

El corredor de Cycles Goff elige seis piñones y los monta sobre la rueda trasera. Asiente para sí: el asentimiento de quien cierra el último libro antes del examen.

Pelo dos naranjas, me como media y guardo el resto en el bolsillo trasero del maillot. Lleno el bidón con Evian, me enjuago las manos y cierro el coche. Le doy las llaves y las ruedas de repuesto a Stéphan. Él conduce el coche de apoyo de mi equipo: el Anduze.

Limpio las ruedas y me subo a la bicicleta. Recorro la última recta desde la línea de meta. Cuento las pedaladas. Cuarenta. Eso son doscientos cincuenta metros; un tramo largo para ir a tope desde la curva. ¿Demasiado largo? ¿Y si cambio durante el sprint? ¿O es demasiado corto para hacerlo?

Recorro el último kilómetro. Justo antes de la recta final hay dos curvas muy cerradas, separadas sólo por un pequeño puente. Si quiero ser el primero en tomar esas dos curvas tengo que ponerme en cabeza no más lejos de aquí. Frente a ese cartel blanco:

CULTO PROTESTANTE, SERVICIOS LOS DOMINGOS A LAS DIEZ Y MEDIA.

Sigo pedaleando hasta las afueras de Meyrueis. Allí me bajo de la bicicleta para mear. Veo a otros dos corredores que hacen lo mismo un poco más allá.

No, tres.

Me vuelvo hacia el Mont Aigoual, hacia el cielo oscuro, limpio las ruedas y emprendo el regreso. Así que aquí me pongo delante. Curva. Curva. ¡Zas!

Y luego ¿le meto más desarrollo o no? A lo mejor llego solo.

Lebusque se me acerca con su maillot azul y amarillo.

—Qué bochorno —dice.

—Sí —contesto.

—Igual nos cae un chaparrón —comenta. Señala el cielo.

—Sí.

—¿Qué piñones llevas?

—Catorce, quince, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte.

—Ah, yo trece-dieciocho.

Lebusque tiene cuarenta y dos años. Es alto y corpulento; con mucho, el hombre más fuerte que haya tenido jamás al alcance de la mano. Se parece al gigantón de las películas de Chaplin, ése que acaba echándolo siempre de los restaurantes.

Ya hay algunos corredores en la línea de salida. Miro a través de los gruesos cristales de las gafas de Barthélemy. No nos saludamos, estamos peleados. Barthélemy es uno de los favoritos, pero si lo pusieras en el Tour de Francia se le notaría cara de mal corredor.

Está hablando con Boutonnet, un chico delgado y guapo de treinta años y mirada aviesa. Al principio de la temporada, cuando se publicó que Merckx, Maertens y Thurau correrían con un doce en la rueda trasera, a Boutonnet le faltó tiempo para ir a Italia a comprarse uno. Y ahora participa con él en nuestras carreras. Nos burlamos un poco de él: «Allez, le douze».

Ahí está Reilhan con su maillot verde, un chaval de diecinueve años cuyo suave rostro derrocha aires de superioridad. La semana pasada los dos estábamos en el grupo de escapados. Dio un relevo de tres pedaladas y eso fue todo. Y luego me superó en el sprint. También es buen escalador y capaz de seguir un ritmo fuerte si es preciso. Es lo que suele llamarse una joven promesa. Eh, Reilhan. Chuparrueda.

Me he olvidado los higos.

Mierda, me he olvidado los higos. Busco a Stéphan y le pido mis llaves.

—Estamos a punto de empezar.

—Dame las llaves.

Pedaleo hasta el coche y me guardo tres higos en el bolsillo trasero. ¿O mejor me llevo cuatro? ¿O cinco? Peso inútil, nunca me como más de dos en una carrera, los otros acaban marrones y brillantes por el sudor.

¿Peso inútil? Pero si creo que esos gramos de más van a suponerme un estorbo siempre me los puedo comer, ¿o no?

Jacques Anquetil, ganador del Tour de Francia en cinco ocasiones, solía sacar la botella de agua del portabidones antes de cada ascensión y se la metía en el bolsillo trasero del maillot. El holandés Ab Geldermans, su gregario de lujo, le vio hacer aquel gesto durante años hasta que finalmente no pudo resistir más la curiosidad y le preguntó el motivo. Y Anquetil se lo explicó.

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