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Marqués de Sade - Correspondencia

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Marqués de Sade Correspondencia
  • Libro:
    Correspondencia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1953
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Carta I
A la Presidenta de Montreuil

E NTRE todos los medios posibles que la venganza y la crueldad pueden elegir, convenga en que ha optado usted, señora, por el más horrible de todos. Fui a París para recoger los últimos suspiros de mi madre; no llevaba otro propósito que verla y besarla por última vez, si aún existía, o llorarla, si ya había dejado de existir. ¡Y ese momento fue el que usted eligió para hacer de mí, una vez más, su víctima! ¡Ay, en mi primera carta la preguntaba si encontraría en usted una segunda madre o un tirano: no me ha dejado mucho tiempo en la incertidumbre! ¿Acaso así enjugué sus lágrimas cuando usted perdió a su padre, al que tanto quería? ¿No halló entonces mi corazón tan sensible a sus dolores como a los míos propios? ¡Ni aun cuando yo hubiera ido a París para desafiarla o con algunos proyectos que pudieran haberla hecho desear mi alejamiento…! Pero mi segundo propósito, después de los cuidados que mi madre requería, no consistía más que en aplacarla y calmarla, en entenderme con usted, para tomar con respecto a mi asunto todos los partidos que le hubiesen convenido y que usted me habría aconsejado. Además de mis cartas, Amblet, si es franco (cosa que no creo) debe de habérselo dicho. Pero el pérfido amigo se ha puesto de acuerdo con usted para engañarme, para perderme, y bien que lo han conseguido. Al llevarme se me dijo que era para concluir mi asunto y que mi detención era, debido a ello, fundamental. ¿Puedo, de buena fe, ser el pavo de la boda? Cuando en Saboya empleó usted los mismos medios, ¿se emprendió lo mínimo por mí? ¿Han producido mis dos ausencias, cada una de las cuales ha durado un año, las más leves diligencias? ¿No está bien claro que lo que usted desea es mi pérdida total y no mi rehabilitación?

Por un instante quiero creer, con usted, que a fin de evitar un espectáculo siempre enojoso era necesaria una orden de prisión; ¿pero tenía que ser tan dura, tan cruel? ¿No satisfacía el mismo objeto una orden que me desterrara del reino? ¿Y no me habría yo sometido sin la menor vacilación, puesto que por mi propia iniciativa acababa de ponerme en sus manos, dispuesto a acatar todo lo que usted exigiese? Cuando le escribí a Burdeos, pidiéndole dinero para pasar a España y usted me lo negó, tuve una prueba más de que no era mi alejamiento lo que usted deseaba, sino mi detención; cuanto más recuerdo las circunstancias, más me convenzo de que su intención nunca ha sido otra.

Pero me equivoco, señora. Amblet me ha hecho conocer otra intención suya, y ésta es la que voy a satisfacer. Me ha dicho, indudablemente de parte de usted, que la pieza más adecuada y necesaria para acelerar el fin de este desdichado asunto es un certificado de defunción. Es necesario proporcionárselo, señora, y le aseguro que dentro de muy poco lo tendrá. Como no multiplicaré mis cartas, debido tanto a la dificultad de escribirlas como a la inutilidad que ellas padecen ante usted, la presente contendrá mis últimos sentimientos; tenga la seguridad de ello. Mi situación es horrible. Jamás —usted lo sabe— ni mi sangre ni mi mente han podido soportar un encierro cabal. Por un encierro mucho menos severo —también lo sabe— he arriesgado mi vida para liberarme. Aquí estoy privado de tales medios, pero me queda uno del que nadie, seguramente, me privará, y voy a aprovecharlo. Desde el fondo de su tumba, mi desventurada madre me llama: me parece verla abriéndome por última vez su seno y conminándome a volver a él como el único asilo que me queda. Para mi es una satisfacción seguirla tan de cerca, y como última gracia pido a usted, señora, que me pongan junto a ella. Una sola cosa me retiene; es una debilidad, lo reconozco, pero debo confesársela. Habría querido ver a mis hijos. Pensaba que iba a ser un placer tan dulce ir a besarlos después de ver a usted. Mis nuevas desgracias no me han arrebatado este deseo, y todo hace presumir que me lo llevaré a la tumba. A usted encomiendo mis hijos, señora. Quiéralos, por más que haya odiado a su padre. Déles una educación que los preserve, de ser posible, de las desdichas a que la negligencia de la mía me ha arrastrado. Si ellos conocieran mi triste suerte, su alma, formada por la de su tierna madre, los precipitaría a las plantas de usted, y sus manos inocentes se elevarían, sin duda, para apaciguarla. Esta imagen consoladora nace de mi amor hacia ellos; pero nada conseguiría, y me apresuro a destruirla ante el temor de que origine demasiado enternecimiento en instantes en que todo cuanto necesito es firmeza. Señora, adiós.

Vincennes, fines de febrero de 1777.

Carta II
A la Señora de Sade

¡ O H, querida, mía!, ¿cuándo terminará mi horrible situación? ¿Cuándo me sacarán, Dios santo, de la tumba en que me han enterrado vivo? ¡No hay nada igual al horror de mi suerte, nada que pueda pintar todo lo que sufro, que pueda traducir la inquietud que me atormenta y las penas que me devoran! Sólo tengo conmigo mis lágrimas y mis gritos, pero no hay quien los oiga… ¿Qué fue del tiempo en que mi amiga querida los compartía? Hoy ya no tengo a nadie. ¡Parece que toda la naturaleza hubiera muerto para mí! No sé siquiera si al menos recibes mis cartas. Ninguna respuesta a la última que te escribí me prueba que no te las dan y que me permiten escribírtelas sólo para entretener mi pena o saber qué pienso. ¡Un nuevo refinamiento, inventado, sin duda, por la rabia de la que me persigue! ¿Qué aguardar de tanta crueldad? Juzga en qué estado se encuentra mi pobre cabeza. Una débil esperanza me ha sostenido hasta ahora, calmando los primeros momentos de mi terrible desazón; pero todo contribuye a destruirla, y bien veo, en el silencio en que se me deja y en el estado en que estoy, que todo cuanto quieren es mi pérdida. Si fuera por mi bien, ¿procederían así? Deben de creer que la severidad que emplean para conmigo no puede dejar de trastornarme y que por consiguiente (suponiendo que quieran conservarme vivo) sólo un gran daño puede resultar de ello. Sí, estoy del todo seguro de que no puedo pasar un mes aquí sin volverme loco. Esto es sin duda lo que quieren, y concuerda a la perfección con los medios que se proponían este invierno.

¡Ah, querida mía., demasiado bien veo mi suerte! Acuérdate de lo que yo solía decirte: quieren dejarme terminar en paz mis cinco años, y luego… Esa es la idea que me atormenta y que me hace desfallecer. Si está en tus manos calmarme a este respecto, hazlo, te lo ruego, pues el estado en que estoy es espantoso; te apiadarías, estoy seguro, si pudieras comprenderlo tal cual es.

Tampoco dudo de que se trabaja con el propósito de separarnos. Ese sería el último golpe que podrían darme; ten la certeza de que no sobreviviría a él. Te imploro que te opongas con todas tus fuerzas, convencida de que las primeras víctimas serían nuestros hijos; no hay ejemplos de niños felices cuando sus padres se desentienden. Querida mía, eres todo lu que me queda en este mundo. Padre, madre, hermana, esposa, amiga: lo eres todo para mí. A nadie más que a ti tengo. No me abandones, te lo suplico. Que no sea de ti de quien reciba el último golpe del infortunio.

Es posible, si algún buen designio les queda, que no sepan que con este castigo deterioran todo. ¿Se imaginan que el público habrá de profundizar? El público sólo dirá: Tenía que ser culpable, puesto que lo han castigado. Cuando se prueba un delito, se echa mano a esos medios para calmar al parlamento o para impedir que se pronuncie; pero cuando existe la certeza de que no hay delito y de que la sentencia ha sido el colmo del delirio y la maldad, entonces no se debe castigar, porque en tal caso se echa a perder todo el bien que se podría hacer con el anonadamiento de la detención y se prueba con claridad que sólo ha actuado el favor, que el delito ha existido y que se ha rogado al rey castigar a éste para evitar que lo haga el parlamento. Yo, sin embargo, desafío que se pueda hacer nada peor contra mí. Significa perderme para toda la vida, y tu madre tuvo un buen ejemplo de esto hace algunos años, un ejemplo que nunca logró burlar ni a la milicia ni al público, porque ambos siempre han visto con malos ojos a todo aquel que se expone a ser castigado, ya sea por el rey, ya sea por el parlamento. Pero así son las cosas. Cuando se trata de actuar, tu madre corre a hacerlo, y la engañan, y termina por hacerme más daño que el que a menudo me ha deseado. Es la historia de San Vicente. Dile que le ruego que la recuerde; hay otra que en este caso desempeña el mismo papel y que no es siquiera difícil de adivinar.

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