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Margarete Buber-Neumann - Prisionera de Stalin y Hitler

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Margarete Buber-Neumann Prisionera de Stalin y Hitler

Prisionera de Stalin y Hitler: resumen, descripción y anotación

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PRÓLOGO DE LA TRAGEDIA
LA VIDA ES MÁS ALEGRE

Era el 30 de abril de 1937. Moscú se preparaba para la fiesta del Primero de Mayo. El sol radiante de la primavera rusa inundaba la Ulitsa Gorkovo. Con un paquete bajo el brazo, intentaba abrirme paso a través de la riada humana que avanzaba lentamente. Se estaban probando altavoces colocados en las fachadas de las casas. La «Marcha triunfal» de Aida resonaba con brío en la calle. Quise desembocar en una calleja lateral para no seguir oyendo el estruendo, pero una multitud de hombres y mujeres, vestidos todavía con sus prendas grises de invierno forradas de algodón, se agolpaba en la esquina y ocupaba toda la anchura de la calle para contemplar cómo era izado un gigantesco retrato de Stalin en la fachada de una casa. «¡Si por lo menos no tuviera que verlo!». En cualquier lugar hacia donde se dirigiera la mirada había retratos de Stalin. En los escaparates, en las paredes de las casas, en la entrada de los cinematógrafos, siempre la misma cara con el bigote lacio; en la estrecha calleja lateral que conducía a Petrovka, resonaba un vals vienés.

Avancé presurosa con el corazón palpitante. Había perdido dos días, dos días enteros abandonada a mi dolor mientras que él estaba en alguna celda de la Lubianka. ¿Cómo podía olvidarlo?

Cuando llegué a la plaza de la Gran Opera, habían terminado de erigir una estatua de Stalin de madera, con una altura de más de diez metros, vestido con largo capote de soldado y en actitud de marchar. Alrededor de ella ondeaban innumerables banderas rojas.

¿Me admitirían al menos el paquete con alimentos y ropa? ¿Y la carta? Me iba repitiendo las frases en ruso para no equivocarme después ante la ventanilla de la prisión: «Mi marido, Heinz Neumann, fue detenido el 28 de abril por la NKVD. ¿Dónde está? ¿Puedo visitarle? ¿Puedo entregarle un paquete y una carta?».

Frente a la Lubianka se encontraba la oficina de información para las familias de los detenidos por la NKVD. El local estaba repleto de gente. Delante de una de las ventanillas se había formado una larga cola que daba varias vueltas. Los que en ella esperaban no se atrevían a hablar en voz alta. Se respiraba ya un aire de prisión. En la puerta de entrada había un hombre con uniforme de la NKVD.

La cola iba avanzando con una lentitud abrumadora. En todas las caras vi la misma angustia, el mismo sufrimiento. Hablaban entre sí en voz baja: «¿Ha encontrado usted ya al suyo?», «¿Le dejarán darle dinero?», «¿Desde cuándo está ahí dentro?». Y luego, siempre el mismo relato: «Vinieron alrededor de la una de la madrugada, le preguntaron si tenía armas, lo registraron todo y no le permitieron llevarse nada. Sin embargo, me consta que es inocente».

Me saltaba el corazón y tenía la boca completamente seca. Ya sólo tengo a tres personas delante. Intento comprender las preguntas y las respuestas del empleado, pero he olvidado totalmente lo que sabía de ruso. Ya estoy ante la ventanilla. Está tan alta que solamente con esfuerzo puede percibirse el interior; inmediatamente detrás hay una cara inmóvil, con lentes. Balbuceo mis frases aprendidas de memoria, pero no logro terminarlas; pretendo hacer pasar la carta por la abertura —el paquete es demasiado grande—, pero un enérgico «no» corta de raíz toda nueva pregunta y ya la avalancha humana me empuja hasta la puerta. Con los ojos llenos de lágrimas y parpadeando a causa del sol, me encuentro en la calle con el paquete bajo el brazo y la carta en la mano.

—Debiera ir usted a la Butirka; quizá pueda encontrarle allí. —La viejecita con mantón se ha acercado y me consuela—. Tampoco el mío está ahí. Venga, le indicaré el camino y lo que debe hacer.

Mientras atravesábamos las engalanadas calles de Moscú bajo las banderolas con inscripciones de: «Se vive mejor; la vida es más alegre (Stalin)», la anciana me contó que dos días antes habían detenido a su hijo menor Kolia.

—Les dicen siempre que deben expresar sus opiniones, y Kolia lo hace sólo cuando ha bebido un poco de más. Y ahora está preso… Era albañil. Y tan bueno…

Quise corresponderle con alguna frase de consuelo:

—Ya verá qué pronto le dejarán salir…

—No, ni lo piense. El que entra en esta máquina de picar carne jamás sale sano.

En un muro alto y largo hay una pequeña puerta. En el interior un patio estrecho desde el que una escalera conduce al local con las ventanillas de información de la prisión política de Butirka. El patio y la escalera estaban llenos de gente de pie y sentados en cuclillas. Los niños jugaban alrededor de sus madres. Me informé de que dentro, detrás de la puerta, era necesario presentarse ante un centinela, exhibir en primer lugar el pasaporte y recibir entonces un número. Yo expliqué al centinela que no tenía pasaporte.

—Soy extranjera y mi permiso de estancia está retenido en el Komintern.

—Traiga usted su documentación. De otro modo no obtendrá salvoconducto —me respondió breve y correctamente el soldado.

Volví con la anciana. No supo qué aconsejarme.

—Desde luego, el reglamento lo dice así —me explicó.

Después nos despedimos afectuosamente y nos separamos.

Mi habitación en el hotel Lux, sede del Komintern, muestra todavía las huellas del desorden ocasionado por el registro y detención de mi marido, tres días antes. El suelo está alfombrado de libros y trozos de papel.

Llegan ahora los tres días de la fiesta de mayo en que están cerradas las oficinas de la prisión y no podré hacer nada por verle. ¡Qué espantosa noche la del 27 al 28 de abril! Era aproximadamente la una de la madrugada cuando golpearon violentamente la puerta de nuestra habitación. Salté de la cama y encendí la luz. Los golpes se repetían en la puerta:

—Heinz, por el amor de Dios, ¡despiértate!

Sonrió y se volvió del otro lado.

Temblaba al abrir la puerta. En el umbral había tres agentes de la policía soviética, con el director del Lux. Sus órdenes no llegaban a mi cerebro; sólo retumbaban en mi oído y me dolían como martillazos. Me falló la voz.

Nuestra habitación fue poseída por el crujido de las botas. Rodearon el lecho del delincuente, apaciblemente dormido. Pero la voz de: «¡Neumann, levántese!» le hizo despertar sobresaltado.

—¿Tiene usted armas?

Su cara conservó durante unos pocos segundos aquella expresión de horror casi infantil, para adquirir enseguida una palidez mortal, una vez decidido a luchar por la vida:

—¡Protesto contra esta detención!

—Le queda mucho tiempo para protestar.

La irónica respuesta provenía del natschalnik del grupo. Las gafas sin montura que llevaba le hacían parecer un intelectual.

«¡Vístase!», ordenó a continuación. Se acercó después a la ventana y corrió cuidadosamente las cortinas. El director del hotel, Gurewitsch, se sentó en una butaca con las piernas extendidas mientras los otros tres comenzaban el registro de la habitación.

—No tengas miedo.

Sin que le temblara la voz, sin el menor signo de desesperanza o temor, comenzó Heinz a consolarme.

El natschalnik nos interrumpió.

—Les está prohibido hablar en alemán.

Uno de los tres miembros de la policía soviética, un tipo pequeño y grueso que rebuscaba entre los miles de volúmenes de nuestra biblioteca y hojeaba cada uno de los libros, llevaba a su jefe lo que hallaba interesante, como un perro de caza. Sobre el suelo se apilaban libros de contenido trotskista, de Zinoviev, de Radek y de Bujarin. Muy excitado, trajo una carta de Stalin a Neumann, fechada en 1926, que encontró metida en algún libro. En esta carta pedía Stalin a Neumann que iniciara un ataque político contra Zinoviev en Roten Fahne («Bandera roja»), órgano central entonces del Partido Comunista alemán. El hombre de las gafas la leyó con atención y sentenció fríamente:

—Tanto peor.

Al poco la habitación estaba llena de polvo. El natschalnik se sentó en el escritorio y sacó hasta el último trozo de papel. Las fotografías y las cartas de mis hijas también fueron incautadas.

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