Jack London - La gente del abismo
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- Libro:La gente del abismo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1903
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La gente del abismo: resumen, descripción y anotación
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JACK LONDON (San Francisco, 12 de enero de 1876-Glen Ellen, 22 de noviembre de 1916). Escritor estadounidense, conocido sobre todo por sus novelas de aventuras o de ciencia ficción —La llamada de la selva (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo Blanco (1906), El vagabundo de las estrellas (1915)—, es autor también de novelas de contenido social —El talón de hierro (1908)—, así como de numerosos cuentos, memorias —The Road (1907), Martin Eden (1909) y John Barleycorn (1913)—, obras de teatro y textos de denuncia política.
London desempeñó diversos oficios, desde marinero, pescador, estibador en los muelles, hasta buscador de oro y periodista, además de novelista. Alcanzada la fama como escritor se recluyó en su rancho californiano, donde murió a los cuarenta años de edad.
Devonshire Place, Londres, 1900.
Título original: The People of the Abyss
Jack London, 1903
Traducción: Javier Calvo
Imagen de la cubierta: «Only were to be seen the policemen, flashing their dark lanterns into doorways and alleys», Jack London (1902)
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
[1]Upright, en inglés, significa «honesto». (N. del T.)
[2] Mezcla de dos tipos de cerveza, muy popular en la época. (N. del T.)
[3] London se refiere a aquellos vagabundos que no lo son por necesidad sino por inclinación o tendencia. (N. del T.)
[4] London se refiere a aquellos vagabundos que no lo son por necesidad sino por inclinación o tendencia. (N. del T.)
[5] Los peones de albañil de San Francisco reciben veinte chelines al día y, en la actualidad, están en huelga para conseguir veinticuatro.
[6] Personaje del poema «Childe Roland to the Dark Tower Came» («Childe Rolando a la Torre Oscura llegó»), de Robert Browning. (N. de T.)
Las experiencias narradas en este volumen las viví en el verano de 1902. Descendí entonces al submundo londinense con una mentalidad semejante a la de un explorador. Estaba dispuesto a dejarme convencer por mis sentidos, y no por las enseñanzas de quienes no habían visto aquello con sus propios ojos, ni tampoco por las palabras de quienes habían ido allí y lo habían visto antes que yo. Adopté también un criterio sencillo para evaluar la vida de los bajos fondos. Todo lo que supusiera más vida, salud física y espiritual era bueno; todo lo que supusiera menos vida, dañara, mermara y deformara la vida, era malo.
El lector no tardará en descubrir que presencié muchas cosas malas. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que el verano sobre el que escribo era considerado en Inglaterra «una buena época». El hambre y la falta de techo que descubrí constituían manifestaciones crónicas de miseria a las que jamás se había puesto remedio, ni siquiera en los periodos de mayor prosperidad. Al verano en cuestión le siguió un duro invierno. El sufrimiento y la hambruna aumentaron de tal manera que la sociedad ya no pudo hacerles frente. Grandes contingentes de desempleados protagonizaron manifestaciones, hasta una docena al mismo tiempo, y desfilaban a diario por las calles de Londres pidiendo pan a gritos. En un artículo publicado en el New York Independent en el mes de enero de 1903, el señor Justin McCarthy resume la situación con las siguientes palabras:
Los asilos para pobres ya no disponen de espacio en donde colocar a las multitudes hambrientas que suplican comida, y piden cobijo día y noche ante sus puertas. Todas las instituciones caritativas han agotado sus suministros y no saben ya cómo obtener alimentos para los necesitados que viven en las buhardillas y sótanos de las calles y callejuelas de Londres. Los locales de que dispone el Ejército de Salvación en diversas partes de la ciudad son asediados cada noche por hordas de desocupados hambrientos a quienes no se les puede proporcionar ni cobijo ni sustento.
Se ha dicho que mis críticas acerca de la situación en Inglaterra son demasiado pesimistas. Debo decir en mi defensa que no hay nadie más optimista que yo. Sin embargo, no juzgo la condición humana de los agregados políticos, sino de los individuos. Las sociedades crecen, mientras que las maquinarias políticas acaban hechas trizas y convertidas en «chatarra». Para los ingleses, por lo que respecta a los hombres y a las mujeres, a su salud y felicidad, preveo un futuro amplio y amable. Sin embargo, para una gran parte de la maquinaria política, que gobierna el presente incorrectamente, no le vaticino más que el montón de chatarra.
JACK LONDON
Piedmont, California
En 1902, animado por sus triunfales incursiones en la naturaleza salvaje del Yukón, el escritor-aventurero Jack London partió, convertido en un tipo singular de turista (cortesía de Thomas Cook), a compilar una apasionada crónica de los bajos fondos londinenses. No hay nada en La gente del Abismo —reeditado ahora que la metrópolis vuelve a estar brutalmente dividida entre partículas cuánticas de riqueza e indigencia— que no sea dinámico, trepidante, estimulante. En sus páginas hay polémica social enmascarada de epopeya de jóvenes delincuentes. Hay un texto vigoroso que saca a la luz las fallas geológicas de lo que estamos experimentando en la actualidad: vacías torres babilónicas de espectacular arrogancia que proyectan sus sombras sobre la gente que duerme al raso, sobre aquellos que deben mantenerse invisibles y no molestar a los transeúntes si no quieren que los envíen a campamentos para vagabundos, situados bajo las estribaciones de las autopistas, o que los inviten, con billetes sólo de ida, a centros turísticos costeros moribundos.
El escritor convertido en detective presenta su descenso a la pobreza voluntaria a modo de fuga preorwelliana, el viaje de pesadilla de un sonámbulo por una serie de escenarios pestilentes de marginalidad inspirados en Henry Mayhew, Arthur Morrison y Blanchard Jerrold (con grabados apocalípticos de Doré): el reportaje entendido como forma de ciencia ficción. El aguerrido Jack es un viajero del tiempo, un visitante procedente de una civilización más reciente, más limpia, emprendedora y alimentada con carne. Presencia la pompa y la ceremonia de la coronación de Eduardo VII y se queda horrorizado. En todos los sentidos, es un inmigrante temporal de la peor especie. De los que miran, escuchan y hacen preguntas. De los que llevan cuaderno. Es asombroso cómo La gente del Abismo se anticipa a figuras posteriores con mochilas; a escritores que labraron sus reputaciones con expansiones líricas sobre sus estancias entre los fellahin. London invoca a Jack Kerouac, cincuenta años antes de que se publique el libro más famoso de su compatriota, al centrarse en la expresión que se usa en Estados Unidos para referirse al vagabundeo: «en la carretera». En sus andanzas por el este de esta ciudad, tal como relata en El viajero solitario, Kerouac no pasa de la catedral de Saint Paul.
El Londres sometido a investigación es inestable. Es un laberinto, un maelstrom. Un abismo. También es una ciudad doblemente dividida: primero por la columna líquida del Támesis y luego por la terrible línea de sombra que separa el oeste del este, la respetabilidad de la mera supervivencia: quienes viven de sus rentas en casas amplias y luminosas, y quienes hurgan en busca de monedas para mantenerse un día más con vida.
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