Jack London - En ruta seguido de Escritos pol?ticos
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En «Cómo me hice socialista», Jack London nos cuenta cómo los grandes espacios y las oportunidades aparentemente inagotables del oeste americano lo convirtieron durante años en un individualista impenitente, fiel a una ética del trabajo que no conocía más culpa que la debilidad. Pero en su posterior viaje a la costa este se dio cuenta de que los trabajos manuales y de baja cualificación —los mismos que había realizado él hasta entonces— constituían una trampa de la que no había salida y cuyo único horizonte era una vejez prematura y miserable. El regreso del autor a la costa oeste después de esta experiencia ocupa el conjunto de relatos autobiográficos titulado En ruta , el recorrido en tren por los Estados Unidos de un London reducido a la mendicidad, que recurre a toda clase de ardides para obtener la comida del día o de peripecias para colarse y viajar de polizón en el primer tren que le permita proseguir su viaje a ninguna parte. El clímax del relato llega con el encarcelamiento de London, bajo el cargo de vagabundeo. El encierro de tres meses le permite confirmar que lo que ocurre en el interior de los muros de la cárcel se parece muchísimo a lo que, de un modo velado, ocurre fuera de ellos: la explotación, el abuso, la ley del más fuerte. Y a medida que discurre el viaje y se suceden los avatares descubrimos a un joven London persuadido de la fatalidad de la miseria humana. Pero también encontramos a un London que, a pesar de su precoz desencanto, lucha a su modo por sustraerse de la mezquindad que lo rodea, aunque al precio de convertirse en un paria, en un perfecto miserable a los ojos de los ciudadanos decentes. En los Escritos políticos («Cómo me hice socialista»; «Revolución»; «El esquirol»; «La Jungla»). London explicita las razones de su ideología política, el socialismo, y de algunas otras de sus ideas sobre la condición humana que lo convirtieron en un autor tan apreciado por algunas de las figuras políticas y revolucionarias más destacadas del siglo pasado, como el Che.
Jack London
En ruta
S eguido de Escritos políticos
ePub r1.0Blok 26.10.14
Título original: The Road; How I become socialist; The Scab; Jack London on “The Jungle”; Revolution
Jack London, 1910
Traducción: Ramon Vilà & Socorro Giménez
Diseño de cubierta: Juan Poitevin Lynch
Editor digital: BlokePub base r1.2
A Josiah Flyntel auténtico, sin trampa ni cartón
En general, los he probado todos , los caminos felices de este mundo.En general, los he encontrado buenospara los que no pueden, como yo , usar la misma cama mucho tiempo y van de un lado a otro hasta que mueren . — Sextina del trotamundos [ 1]
I. En rutaConfesión Hay una mujer en el estado de Nevada a quien mentí una vez de forma continuada, consistente y descarada, durante un par de horas más o menos. No pretendo disculparme ante ella. Lejos de mí esa idea. Pero sí quisiera explicarme. Por desgracia, no conozco su nombre y menos aún su dirección actual. Si sus ojos van a parar casualmente sobre estas líneas, espero que me escriba.
Fue en Reno, Nevada, en el verano de 1892. Eran días de feria y la ciudad estaba llena de sinvergüenzas y de fulleros, por no hablar de la inmensa horda hambrienta de vagabundos. Fueron esos vagabundos hambrientos los que convirtieron la ciudad en un lugar poco hospitalario. Llamaron a las puertas traseras de los hogares de los ciudadanos hasta que dejaron de abrirse.
Una mala ciudad para llenar la tripa, eso es lo que decían de Reno los vagabundos por entonces. Recuerdo que me perdí más de una comida, a pesar de que estaba tan dispuesto a buscarme la vida como cualquier otro si se trataba de llamar a las puertas en busca de una limosna o de una colación, o de pedir alguna moneda en la calle. Un día me vi tan apurado que me escabullí del portero para invadir el vagón privado de un millonario itinerante. El tren se puso en marcha en cuanto llegué a la plataforma y me fui hacia el susodicho millonario con el portero pisándome los talones. La carrera terminó en empate porque alcancé al millonario al mismo tiempo que el portero me alcanzaba a mí. No tenía tiempo para formalidades.
—Deme un cuarto para comer —balbucí.
Y por mi vida que aquel millonario hundió la mano en su bolsillo y me dio… solamente… exactamente… un cuarto de dólar. Estoy convendido de que estaba tan estupefacto que obedeció de forma automática, y desde entonces siempre me he arrepentido de no haberle pedido un dólar: seguro que me lo habría dado. Salté de la plataforma de aquel vagón privado mientras el portero preparaba el pie para darme en la cara. Falló. Uno se encuentra en una terrible desventaja cuando trata de saltar del último escalón de un vagón sin partirse la crisma en la vía, al tiempo que un airado etíope trata de darle a uno en la cara desde arriba de la plataforma con un zapato del cuarenta y cinco.
Pero volviendo a esa mujer a quien mentí de forma tan descarada. Fue la noche de mi último día en Reno. Yo me había ido al hipódromo para ver correr a los ponis y me había saltado la comida (esto es, la comida del mediodía). Tenía hambre, y por si fuera poco se acababa de organizar un comité de seguridad pública para limpiar la ciudad de mortales hambrientos como un servidor. John Law había echado el guante ya a un buen número de mis hermanos vagabundos, y yo comenzaba a oír la llamada de los soleados valles de California por encima de las frías crestas de las Sierras. Sólo me quedaban dos cosas por hacer antes de sacudirme el polvo de Reno de los pies. Una era pillar un furgón de equipajes en el expreso de aquella noche con destino al oeste. La otra era conseguir algo que comer. Incluso alguien en la flor de su juventud duda antes de afrontar con el estómago vacío un viaje de toda la noche en el exterior de un tren que corta la atmósfera entre túneles, protecciones contra aludes y las nieves eternas de unas montañas que se elevan hacia el cielo.
Pero eso de conseguir algo para comer era un tema complicado. En una docena de casas me dieron calabazas. En algunas me soltaron comentarios insultantes y me informaron acerca de la residencia con barrotes que iba a ocupar si me daban lo que me merecía. Lo peor de todo era que esa clase de afirmaciones eran totalmente ciertas. Por eso me iba al Oeste aquella misma noche. John Law había salido a la calle en busca de los hambrientos y los sin techo, es decir, de los inquilinos habituales de la residencia con barrotes.
Figura 1. Me cerraron las puertas en las narices En otras casas me cerraron la puerta en las narices, cortando en seco mi educada y humilde demanda de algo para comer. En una casa no abrieron la puerta. Yo llamaba a la puerta desde el porche y ellos me miraban por la ventana. Incluso auparon a un fornido chiquillo para que pudiera ver desde los hombros de sus mayores al vagabundo que no iba a conseguir nada de comer de su casa.
Comencé a pensar que me vería obligado a buscar comida entre los muy pobres. Los muy pobres son el último recurso seguro del vagabundo hambriento. Siempre se puede contar con los muy pobres. Ellos nunca niegan la comida a los hambrientos. Una y otra vez, por todos los Estados Unidos, me han negado la comida en la casa grande de la colina; y siempre he recibido algo en la pequeña cabaña del barranco o del pantano, con sus ventanas rotas y tapadas con harapos y con su madre de rostro cansado y castigado por el trabajo. ¡Oh, vosotros que habláis tanto de caridad! Id a ver a los pobres y aprended de ellos, pues el pobre es el único que es caritativo: no da ni se guarda nada de lo que le sobra; no le sobra nada; da, sin guardarse nunca nada, de lo mismo que necesita para sí, a menudo de lo que necesita desesperadamente. Darle un hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando estás tan hambriento como él.
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