«En 1954 las autoridades eclesiásticas relegaron en Barbiana (pequeña aldea toscana trepada a la montaña) al cura florentino Lorenzo Milani. Él había comprendido que un apostolado no tenía sentido si el pueblo no entendía. Se había propuesto despertar la palabra comunicante y la conciencia crítica, sin esperar nada milagroso, sin contar siquiera con la gracia, pues esta no es administrada por el sacerdote. Allí Don Milani crea una escuela popular. “No tanto para colmar el abismo de ignorancia, sino el abismo de diferencia”, dice». (Del prólogo del libro)
Obra publicada en mayo de 1967 bajo el titulo Lettera a una profesora, sus autores fueron ocho niños, muchachos del pueblo, alumnos de la escuela de Barbiana, Italia, dirigidos por el párroco Lorenzo Milani.
Es una denuncia contra el fracaso escolar, es decir el fracaso de la escuela con la multitud de chicos que manda a la calle sin ni siquiera el diploma básico obligatorio; y lo que es peor, el fracaso de la escuela con los triunfadores, empollones que lo aprueban todo, pero salen mal educados. Individualistas, trepadores y distraídos con sus asignaturas, sin enterarse apenas de lo que dicen los periódicos ni para que lo dicen, ni de cómo son los contratos del paro y del trabajo.
Lorenzo Milani
Carta a una maestra
Alumnos de la escuela de Barbiana
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Título original: Lettera a una professoressa
Lorenzo Milani, 1967
Retoque de cubierta: Redna G.
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PRÓLOGO
EL PRIOR DE BARBIANA
En 1954 las autoridades eclesiásticas relegaron en Barbiana (pequeña aldea toscana trepada a la montaña) al cura florentino Lorenzo Milani. Él había comprendido que un apostolado no tenía sentido si el pueblo no entendía. Se había propuesto despertar la palabra comunicante y la conciencia crítica, sin esperar nada milagroso, sin contar siquiera con la gracia, pues esta no es administrada por el sacerdote.
Allí Don Milani crea una escuela popular. «No tanto para colmar el abismo de ignorancia, sino el abismo de diferencia», dice. Le apremia encontrar el instrumental expresivo de una cultura popular, que parta de una base de igualdad, abandonada por el Tercer Mundo, insertada en la liberación del hombre.
Lorenzo Milani muere el 26 de junio de 1967, a los cuarenta y cuatro años, veinte días después de la publicación de la Carta a una profesora. Que se vistieran de blanco, que hicieran fiesta, pues moría con alegría. La obra de sus chicos —su obra maestra— estaba concluida. Se cerraba así toda una vida de lucha contra los institutos del autoritarismo y del conformismo, derribando esos «muros; de papel, de incienso y de obsequiosidad» que impiden ver el fondo de las cosas, cumpliendo una sacrosanta misión agitadora de las conciencias. «Ya verás —le repetía a su madre en los últimos días— que repercusión tendrá la Carta…».
Muchos representantes de la cultura oficial que conocieron de cerca de este nuevo Savonarola le juzgaron con cierto rencor o con cierto sentimiento de culpa: Don Milani, para ellos es una pavorosa presencia, el ser terrible, incómodo, irritante, demasiado perentorio, tajante, escandalosa y heroicamente extremista y fanático como todos los verdaderos maestros y los auténticos profetas, anticuado, arcádico, populista, obediente hasta la obcecación o rebelde total, pedagogo de la libertad pero absolutista como maestro, glacial, la representación misma del antisacerdote por su predicación tan maniquea y violenta.
En los últimos tiempos Don Milani, no soportaba a la «gente culta». Descendiente él mismo de una noble familia de refinada cultura, había cometido ese suicidio como intelectual para renacer como clase, incorporándose a la de los desheredados contra la clase dominante.
Minado por la leucemia, le respondía a una profesora que no había podido resistirse a plantearle algunas observaciones acerca de la Carta: «cállese. Ya le hago un gran regalo gastando estas últimas sacudidas de vida que me quedan para hablar con usted, que es rica, mientras tendría que dedicarlas solo a los pobres. Por lo tanto, usted no puede permitirse contradecirme».
Hablaba son circunloquios, sin suavizar sus opiniones con esa cortesía propia de «las buenas costumbres». En una carta, a propósito de las torturas a los combatientes del FLN argelino y de una visita oficial de De Gaulle, dice algo que caracteriza su actitud: «Siento la gran tristeza de pertenecer a una iglesia cuyas publicaciones nunca llaman a las cosas por su propio nombre. La ley mundana de la buena educación fue erigida como ley moral de la Iglesia de Cristo. Quien dice cojones va al infierno. Quien en cambio no dice eso, pero les pone un electrodo, o no persigue a los policías que se manchan con tales atrocidades mientras persigue al libro (La Gangrene) que testimonia esas cosas, viene de visita a Italia y es acogido con la sonrisa que requiere la buena educación».
Fustigador incansable, Don Milani, opuso un decidido «me importa» a la consigna fascista de «me ne frego» y sin dejar nunca de ser ortodoxo, resolvió de una manera espontánea e inédita el conflicto entre la obediencia a las jerarquías y la obediencia interior, entre su papel de cura devoto y su papel de hombre comprometido y laico. En 1958 publica sus Experiencias Pastorales. Es un despiadado análisis sociológico sobre el comportamiento de los fieles de San Donato de Calenzano; contiene hasta diagramas sobre la frecuencia de la comunión o sobre como suelen disponerse en la iglesia los hombres, las mujeres, los creyentes y los conformistas. Don Milani comprendía que su apostolado no sirve para intervenir en la sociedad: se hallaba congelado en un rito exterior, carente de comunicación con el pueblo. Veía con amargura (y furia) como los pobres imitaban a los ricos (el aparato de los bautismos, comuniones, casamientos), mientras fuera de los portales de la iglesia las luchas sociales arreciaban. «Hay que meterles en el corazón el horror por todo aquello que es burgués».
El libro aludido que apareció con el imprimátur del arzobispo de Florencia y con el prefacio de un obispo, le valió a Don Milani una severa crítica del «Osservatore Romano» y la prohibición de otras ediciones por parte del Santo Oficio.
Pero la figura de este cura singular rebasaría los ámbitos del clero y se impondría a la opinión pública en 1965, en su audaz intervención a favor de la objeción de conciencia. Los capellanes militares toscanos habían suscrito una nota (que apareció publicada en uno de los diarios italianos más reaccionarios) en la que tributaban «su reverente y fraternal homenaje a todos los caídos por Italia, por el sagrado ideal de la Patria» y en la que juzgaban «un insulto a la patria y a sus caídos a la llamada objeción de conciencia que, extraña al mandamiento cristiano del amor, es expresión de vileza». Don Milani, en una polémica carta abierta, responde a los capellanes: «si ustedes tienen el derecho de dividir al mundo en italianos y extranjeros les diré entonces que, en ese sentido, yo no tengo patria y reclamo el derecho de dividir al mundo en desheredados y oprimidos por un lado, y privilegiados y opresores por el otro. Aquellos son mi patria; estos, mis extranjeros. Entonces yo reclamo el derecho de decir que los pobres pueden y deben combatir a los ricos (…) Si ustedes todavía están vivos y con grados, significa que nunca objetaron nada».