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Moreno - Crónica insignificante (Spanish Edition)

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Moreno Crónica insignificante (Spanish Edition)

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Crónica

insignificante

Emilio Casado Moreno

Crónica insignificante

© Emilio Casado Moreno

ecasadomo1@gmail.com

Todos los derechos reservados, 2011

2ª edición

Impreso en España / Printed in Spain

La única diferencia entre realidad y ficción, es que la ficción tiene sentido.

Algo que leí en algún sitio.

Si me pidieran que eligiera yo, los soltaría a todos.

O mejor aún... los dejaría aquí, eternamente. A todos.

O qué sé yo.

Llevo ya cinco años metido en esta cárcel y todavía no tengo una opinión clara sobre lo que encuentro cada día en mi trabajo.

A menudo pienso que el que está aquí encerrado soy yo, en lugar de los presos, que los barrotes están puestos ahí para mí, para que no piense en el mundo exterior, para que no tenga malas intenciones, para que no se me pase por la cabeza la idea de intentar escapar de lo que sea que me esté encerrando. Pienso que tal vez soy afortunado por estar en un lugar con tanta seguridad y a la vez estar tan cerca del peligro, del hedor. Es una sensación similar a la que sientes cuando te montas en una montaña rusa. Sabes que cada curva es peligrosa, cada subida, cada rasante, cada acelerón... pero si eres listo, no temes relajarte, dejarte ir, porque asumes que estás atado al asiento, que aunque te sueltes, no vas a salir despedido, que aunque no seas capaz de agarrarte, la gravedad no terminará de hacerse contigo, porque el cacharro te tiene sujeto. Creo que todas estas rejas también me encierran a mí, y no temo relajarme, porque sé que los barrotes van a seguir ahí, sujetándome.

Aunque cada día, después de mi jornada, salga por la puerta y me marche.

Soy Psicólogo, a pesar de que aquí, en realidad, no tengo muy claro lo que hago, ni siquiera yo. No sé si aplico mis conocimientos o soy una máquina que rellena instancias y formularios. A mí me hubiera gustado ser escritor, como a tantos otros, pero por ahora la vida me ha traído por este camino. Básicamente trato de ayudar a los reclusos del ala de seguridad media con reuniones de grupo o tratamientos personalizados. A veces me toca comer mierda en primera persona, a veces nos repartimos los trocitos entre unos cuantos. Lo más normal es seguir el plan de trabajo que trazan entre Mario, que es mi jefe, y el director de la prisión; terapias, informes, charlas, actividades… Cien mil chorradas que dejan poco sitio para el estudio, la improvisación o la ciencia. Hace bastante que oriné sobre la llamita con las promesas de integridad y honestidad que me hice a mí mismo durante los años de universidad. Tardé un tiempo, pero al final me di cuenta de que era lo mejor… lo único que podía hacer, olvidarme de gilipolleces y tratar de seguir adelante sin que el agua me llegara al cuello. A tomar por el culo las buenas intenciones en lo que a hacer carrera dignamente se refiriese.

Amanda, mi ex, con sus consejos y su «apoyo» me ayudó decisivamente a tomar este aciago, aunque práctico atajo. Había que pagar el piso y eso eran palabras mayores, después, a un trecho prudencial, mirándome medio ocultos en la distancia, estaban mis principios. Me temo que, con el tiempo, han ido quedando cada vez más ocultos y más alejados.

Hoy toca terapia de grupo. No me equivocaría si dijera que es la parte del trabajo que menos me gusta. De hecho recuerdo ruborizado que, cuando empecé en la cárcel, enfrentarme a este tipo de sesiones me causaba cierto estrés y probablemente un punto de ansiedad mal controlada. Siempre trataba de evitarlas, intentando que mi jefe se las programase a algún compañero. He de confesar que dos o tres veces, al principio, llegué incluso a quedarme en casa el día en que tenía terapia con algún grupo conflictivo. Trabajar para la administración, aunque en mi caso sea en sustitución de un funcionario, siempre ha permitido ciertas licencias. Hay que admitir y asumir que también se es novato en esto de tratar con personas. Al principio el bloqueo era mayor, con el tiempo y la experiencia que da la reiteración he conseguido superar la ansiedad y quedarme solo con un punto de nerviosismo bien entendido. Una mota de miedo escénico. Las he tenido de todos los colores, algunas intensas, algunas divertidas, incluso alguna peligrosa. En algunas otras, muchas, he llegado a aburrirme soberanamente, hasta el punto de perder el hilo. Resulta bastante triste que el conductor de una sesión de este tipo se quede en blanco y tenga que pedir ayuda para que le refresquen la memoria y poder así retomar las riendas.

Hoy hay un ingrediente que hace que la sesión que se avecina sea un tanto… peculiar: Ayer se suicidó un interno. Se colgó con las sábanas.

La cultura popular asocia las sábanas de las cárceles a una romántica forma de escapar del cautiverio. Varias de ellas bien anudadas entre sí proporcionan una cuerda que, si es lo suficientemente larga y, previo aserrado de barrotes, proporciona la ansiada libertad. Alguna mala película debe tener la culpa de esta sesgada percepción. En el ambiente carcelario la libertad que proporcionan las sábanas no se interpreta de la misma manera.

El hecho de que alguien se quite la vida en una cárcel suele ser bastante negativo, y lo es para toda la gente que está en ella. Para el personal que trabaja en el centro es una especie de borrón en el expediente, el sistema que falla y se resquebraja dejando que por una de sus grietas se deslice la vida de un preso. Los funcionarios estamos aquí para proporcionarle a esta gente una oportunidad real para reinsertarse en la sociedad. Cuando alguno de ellos tira por la calle de en medio supone un corte de mangas para sistema en su conjunto, una sonora pedorreta para los que nos empeñamos en hacer que nuestro trabajo sirva de algo.

Para los reclusos la cosa tampoco es divertida porque remueve la mierda, porque pone el dedo en la llaga, porque les hacer plantearse o, en muchos casos, replantearse muchas cosas. Cualquiera al que le hayan caído más de ocho o diez años ha sopesado la idea de escapar por la vía rápida de su condena. Cualquiera con una carga lo suficientemente pesada sobre su conciencia, por la gravedad de su crimen, y aquí hay bastantes de estos, ha pensado en resarcirse de su error cortándose las venas o colgándose por el cuello de algún sitio. Y ver que alguien consigue hacerlo no ayuda.

Luego está el lado práctico de la cuestión. Cuando un acontecimiento de este tipo sacude la convivencia se revisan todas las normas y se ajustan todos los corsés. Se intensifica la vigilancia, se endurecen los registros, se suceden los recuentos… todos los procesos diarios se alteran cuando un suicida nos abandona.

En esta ocasión, cosa rara, el preso muerto no estaba siendo tratado por nosotros. Por ahí no nos podrán coger. Pero sí que es cierto que después de esto tendremos que redoblar esfuerzos, primero para ayudar a los que ya atendemos y segundo para tratar a alguno más al que el triste acontecimiento deje tocado. La mezquindad humana me lleva a pensar principalmente en las implicaciones que este suceso pueda tener sobre mi persona y sobre las personas de mis compañeros de departamento.

Aun así, en el lugar del cerebro en el que se almacenan las convicciones tengo hueco para una en la que pone que cada uno es dueño de su propio cuello.

La verdad es que al departamento de psicología estos acontecimientos le sientan como un tiro. Todo el mundo se vuelve para mirarnos. A mi jefe le llueven las collejas y él, como cualquier jefe que se precie, procura no acapararlas todas. Así que ya me ha dicho que esté atento a lo que se cuece, que no baje la guardia y que si veo algo digno de mención, no deje de comentárselo.

Los reclusos entran en fila india, son cinco y van acompañados por tres guardias. A medida que van pasando a la estancia se van acomodando en las sillas que hay junto a la mesa rectangular que presido yo.

Por los amplios ventanales enrejados que hay a mi derecha se cuelan tenues, en oleadas, los escasos rayos de sol que las abundantes nubes que presiden el cielo van dejando pasar, menos a menudo de lo que yo quisiera. Los dos radiadores de hierro, tan grandes como antiguos e insuficientes, que hay en la enorme sala, apenas templan un poco el ambiente. Casi puedo ver vaho saliendo de mi boca mientras doy la bienvenida a los asistentes. Los presos y yo nos reunimos alrededor de la mesa, los guardias se sientan en sillas plegables en tres de los cuatro rincones que tiene la estancia.

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