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SINOPSIS
Este libro es uno de los pocos que merecen la categoría de «legendario». Durante más de venticinco años, Alice B. Toklas recogió y adaptó recetas con las que agasajó a artistas como Picasso, Matisse, Picabia, Hemingway o Francis Scott-Fitzgerald, por citar a algunas de las celebridades que desfilaron por su salón. El fruto de cientos de horas en la cocina, mercados y huertos abarca desde las más inventivas propuestas para sus invitados en París hasta las recetas más creativas para sobrellevarla austeridad de los tiempos de guerra. Las recetas van de simples aperitivos hasta los platos más complejos. Esta recopilación incluye recetas aportadas por amigos como Cecil Beaton, Pierre Balmain, Josephine Baker, Dora Maar o el chef del hotel Algonquin; las múltiples variantes del gazpacho registradas en su viaje a España; su experiencia con sirvientes de orígenes, aptitudesy biografías insospechadas y recetas insólitas como la de la gallina de los huevos de oro o el dulce de hachís, que hiciera tan popular a Toklas en los setenta dando lugar a la película Te quiero Alice B.Toklas (1968), protagonizada por Peter Sellers.
Después de la muerte de Gertrude Stein, su editorial pidió a Alice que escribiera un libro en respuesta a la Autobiografía de Alice B. Toklas. El resultado fue éste: uno de los libros de cocina más originales del siglo XX .
Alice B. Toklas
El
libro
de
cocina
de
Alice
B. Toklas
Traducción de Xosé Antonio López Silva
Ilustraciones originales de Francis Rose
Prólogo
Pocos manuales de conocimiento práctico consiguen el estatus de clásicos. Se me ocurren unos cuantos libros de cabecera que lo han logrado, un divertidísimo libro para mujeres sobre caza y pesca, el A quién la Diosa, de Lady Diana Sedden y Lady Aspley, ningún manual sobre coches, Isaak Walton, y transmiten demasiado aroma a desesperación, privaciones y verduras hervidas.
El libro de Toklas se escribió en Europa diez años después de la segunda guerra mundial, y seis años después de la muerte de Gertrude Stein, mientras Alice B. Toklas estaba aquejada de una ictericia, en los días en que su curación consistía en una dieta estricta y monótona que yo también recuerdo de la misma manera de convalecencia, con toda la pasión de las privaciones, fue, con bastante intención, una «comida extranjera desordenada», en un tiempo anterior a que las cafeterías y los viajes organizados nos animasen a mojar los labios en capuchino y salsa de ajo. No tengas miedo, está diciéndole a sus timoratos lectores anglosajones, en realidad es muy fácil y además está delicioso.
Para el lector vegetariano el mandato casi judicial de coger cien ancas de rana (¿cien ranas o cien patas?) y marinarlas durante una hora pone en primer plano, de forma irresistible y remilgada, esa enorme cantidad de mutilados aún vivos con los que hay que enfrentarse, pero Toklas, a diferencia de muchas cocineras carnívoras, es consciente de ello, y lo encara con determinación en el capítulo «Asesinato en la cocina». «Antes de que comience cualquier historia de cocina, el crimen es inevitable», escribe. Es tentador, y no es imposible si se está preparado para soportar ulteriores censuras, componer «El libro de cocina vegetariana de Alice B. Toklas», porque sus platos vegetarianos son por igual numerosos y hacen la boca agua. Intente hacer, por ejemplo, del capítulo «Platos para artistas», los huevos Francis Picabia o el soufflé de espinacas para Picasso.
El último capítulo es para todos: «Los huertos de Bilignin» fueron el orgullo y la pasión de Alice desde 1929 a 1943, y es aquí donde la imagen y el aroma de la pareja Stein-Toklas se tornan más poderosos. Eso, por supuesto, explica la razón y la causa de que su libro haya pervivido, como un placer cosechado. Hay un estudio de Alice en torno a 1930 en el que está recolectando fresas del bosque o fresas alpinas para el desayuno de Gertrude. Podría haber sido pintado por Bonnard, o quizá se realizó con vistas a un álbum, como muchas de las miniaturas que entre receta y receta iluminan estas páginas: dos de ellas en su Modelo T, la Tía Pauline, con el que proporcionó ayuda en la Gran Guerra, aunque Stein, la conductora, no supiese dar marcha atrás, o con el siguiente Ford, lady Godiva, en su búsqueda en tiempo de paz en pos de la aventura gastronómica; o lidiando graciosamente en los días de París con un cocinero indochino algo achispado; Stein haciendo equilibrios encaramada en el borde de unas cajas mientras recorta los parterres de Bilignin y se niega a admitir el avance de otra guerra; o Alice inventando una nueva y multicolor manera de cocinar para divertir a Picasso.
La supervivencia durante la guerra y la determinación de permanecer en Francia incluso pese al hecho de ser judías, colocándose en un potencial y constante peligro, es el tema del capítulo «La comida en el Bugey durante la ocupación». En 1943 finalizó el contrato de arrendamiento de su casa en su amado Bilignin y se mudaron durante el resto de la contienda a Culoz. Pronto no hubo mantequilla, leche o huevos. El pescado, siempre crucial en su menú, pasó de ser una delicatessen a convertirse en algo básico, en lo que Alice describe como una «perpetua Cuaresma». Los perros eran alimentados con sus raciones de pan, y el coche se ponía en marcha con alcohol de madera. Sin embargo, Stein consiguió arreglárselas milagrosamente para hacerse con el gran libro de cocina, escamoteado de contrabando desde París como regalo de Navidad para Alice, gracias, sin duda, a uno de los amigos de la Resistencia que de cuando en cuando las visitaba y les traía achicoria para sustituir a las semillas para pájaros que se daba a modo de café en los cupones de racionamiento. Si bien no podían cocinar esos platos, al menos sí que podrían leer sobre ellos.
Al fin llegó la liberación, y Toklas finaliza su capítulo con un gran pastel de frutas que hornea para enviárselo al general Patch, suntuoso como un pastel de Navidad Beeton aunque hecho únicamente de mazapán y sin cobertura. Los pasteles no son muy numerosos en su menú, pero diversos postres y tartas maquillan su escasez. Durante la ocupación, Toklas fue capaz de preparar el deliciosamente llamado budín de frambuesas con la gelatina que atesoraba. La misma Stein mostró un gran talento para enfrentarse al mercado negro: «No es con dinero como uno compra en el mercado negro, sino con personalidad… Gertrude Stein, cuando nadie era capaz de algo así, podía volver de su paseo con un huevo, medio kilo de harina blanca, o un poco de mantequilla. Tanto la cocinera como yo solíamos celebrar su regreso.»
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