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Ana Tortajada - El grito silenciado

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Ana Tortajada El grito silenciado
  • Libro:
    El grito silenciado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2001
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El grito silenciado: resumen, descripción y anotación

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Capítulo 1 Viernes 25 de agosto de 2000 Vallirana Hay quien vende a dos reales - photo 1
Capítulo 1

Viernes, 25 de agosto de 2000

Vallirana

Hay quien vende a dos reales veinticinco gorriones que aún surcan el cielo.

Apenas hace cinco días que estoy de regreso en Europa. Ando como alma en pena por los sillones y rincones de mi casa. Atribuyo el dolor de garganta al aire acondicionado, tan agresivo, que me asalta en todas partes y al hartazgo de fumar sin ganas, sólo por el placer de encender un cigarrillo cada vez que se me ocurre hacerlo, sin tener que esperar a encontrarme en un lugar discreto. Me aferro a la excusa creíble que me ofrece el cansancio y el descalabro de mis tripas, después de este viaje al Afganistán físico y al Afganistán virtual de la numerosísima población afgana refugiada en la ciudad pakistaní de Peshawar, para no salir, para no ver a nadie, para no hacer nada.

Me proporciona un cierto alivio, aunque muy relativo, la certeza de que no sólo yo me siento extraña, fuera de lugar, ajena al mundo que me rodea. A Meme y a Sara les está pasando algo parecido. Desde que hemos vuelto, nos cuesta relacionarnos con nuestra gente y nuestro entorno: ellos no han estado allí. Por supuesto muestran interés por nuestro viaje, por las cosas que hemos visto, por las situaciones que hemos vivido, pero ¿por qué no nos abandona, a ninguna de las tres, la vaga y frustrante sensación de que el eco que encuentra el relato de nuestras vivencias está lleno de interferencias? Las palabras y el aire por donde viajan parecen convertirse en un magma denso y pierden su carácter conductor, que debería permitir la comunicación. Esto no sucede cuando hablamos entre nosotras. Así que nos refugiamos, estos primeros días, en nuestro triángulo particular, en el pequeño espacio sólido, que parcela nuestro trío, de la experiencia común, de la sintonía directa, donde nos sentimos seguras.

Antes no nos conocíamos.

No hacía ni tres días que Afganistán, la situación que padece su población bajo la opresión talibán y la lucha por la supervivencia de los refugiados afganos en Pakistán habían irrumpido en mi vida acaparándolo todo, cuando me llegó la noticia de que un grupo de personas de la UOC (Universitat Oberta de Catalunya) estaba organizando un viaje. No había tal grupo: sólo Mercè Guilera, estudiante de la UOC, que estaba decidida a viajar a Pakistán para conocer de cerca la situación de la mujer en aquel país y que le había propuesto el viaje a Sara Comas, periodista de El Punt de Rubí, con quien había coincidido en diversas ocasiones, siempre relzcionadas con temas de cooperación y solidaridad. Ambas habían conocido a la misma refugiada afgana que yo durante su estancia en Barcelona. Sara la había entrevistado para su periódico. Conseguí el teléfono de Mercè Guilera, Meme. La llamé y me uní de inmediato a los preparativos del viaje.

No había nada de precipitado en mi decisión. Aquello era lo que quería hacer. Sin embargo, mientras realizaba las gestiones que me correspondían en el reparto de tareas establecido por teléfono y vía e-mail, una parte de mí no podía creerse lo que estaba sucediendo. Tres semanas atrás, lo único que yo sabía de Afganistán se reducía a un borroso recuerdo de la invasión de las tropas soviéticas y a la campaña puntual de 1998, «Una flor para las mujeres de Kabul», que no había dejado huella en mí. Y de pronto todos mis pensamientos, esfuerzos y emociones se centraban en este país olvidado. Buscaba información, navegaba por Internet, saqueaba las bibliotecas y librerías con un deseo insaciable de conocimiento. Me volví monotemática. Mi primer pensamiento al despertar era para Afganistán. Me dormía repasando todo cuanto de nuevo había descubierto y aprendido. Hasta mis sueños giraban en torno a Afganistán.

Sara Comas, Mercè Guilera y yo nos conocimos personalmente casi quince días después de aquella primera llamada telefónica, cuando nos reunimos para nuestra primera sesión de trabajo. Cada una tenía sus motivaciones y objetívos personales cuando decidió realizar ese viaje, pero las tres coincidíamos en lo fundamental: conseguir sobre el terreno cuanta información fuéramos capaces de reunir, contactar con el máximo número posible de organizaciones, personas y estamentos, aquí y allí, para tener una visión lo más completa posible, para poder denunciar, a la vuelta, la situación de la población afgana con conocimiento de causa. No soy ninguna experta en política exterior, derecho internacional, economía mundial, ni nada que se le parezca. Soy una ciudadana cualquiera. Sé que tengo derechos y obligaciones. Me gusta la vida y la gente. Aborrezco la mentira y el engaño, y prefiero siempre la verdad.

El viaje para mí era la primera consecuencia de un compromiso que había adquirido recientemente con una mujer a quien no había visto nunca antes en mi vida: el 20 de marzo, a última hora de la tarde, asistí en Barcelona a una conferencia que daba en la sede de Ca la Dona una refugiada afgana que estaba en Cataluña invitada por la Lliga dels Drets dels Pobles. La joven hizo su exposición en inglés. Dos intérpretes se turnaban para traducir sus palabras al catalán. Por aquel entonces mis conocimientos de inglés eran muy pobres, pero me sorprendió darme cuenta de que entendía casi todo cuanto ella decía. A medida que avanzaba su discurso me sentía más y más fascinada. La exposición sobria y serena que hacía de una realidad espeluznante me cautivaba. No sentí entonces, ni he sentido en ningún momento, rabia, ni indignación, ni odio contra los opresores de la población afgana ni contra sus cómplices. No creo en la rabia y en el odio: son improductivos.

Tampoco me da ningún reparo reconocer que lo que experimenté aquel día, a medida que avanzaba la conferencia, fue un amor creciente e inexplicable por aquella mujer joven, por su gente y por su país. No había ni un ápice de sensiblería en aquel sentimiento, no era una simple reacción emotiva. Cuando terminó el acto me acerqué a saludarla, con una timidez impropia de mí. No permití que mi incapacidad para expresarme en inglés fuera un obstáculo y pedí que le tradujeran lo único que deseaba decirle:

—Gracias por estar trabajando como lo haces, por no haberte quedado llorando en un rincón.

Ella respondió con una gran vivacidad:

—Me niego a llorar por la situación de mi pueblo. Llorar no soluciona nada y consume las energías que hay que dedicar al esfuerzo de cambiar las cosas.

Nos despedimos con tres besos, como es costumbre en su país. Me contó entre risas que tres es el mínimo, que pueden llegar a ser siete, o nueve, o más.

Good luck! ¡Buena suerte! —le deseé escarbando en mi limitado vocabulario inglés al separarnos en un semáforo.

Mientras cruzaba la calle ya iba pensando qué podría hacer yo, y llegué a la conclusión de que lo único que sé hacer medianamente bien es escribir. Quizá podría escribir un libro sobre el tema, un libro que contara la realidad tal y como ellos la viven, un libro que no reflejara, una vez más, la versión y la visión de Occidente, sino la versión de los afganos, de aquellos que la conocen y padecen. Me documentaría a fondo para ser un buen instrumento a su servicio, pero escribiría procurando que fuera su voz la que se oyera.

Le planteé mi ofrecimiento al día siguiente, por e-mail. Añadí que si algún día el libro llegara a publicarse y a dar beneficios, todo el dinero sería para los proyectos humanitarios de HAWCA, la organización humanitaria para la asistencia de mujeres y niños de Afganistán a la que pertenece. Hay un proverbio afgano, un proverbio persa de la región de Kabul, que dice así: «Hay quien vende a dos reales veinticinco gorriones que aún surcan el cielo». Mi oferta era como el grito de ese vendedor que no tiene nada en sus manos. Pero ella aceptó. Me di cuenta de que todavía no sabía siquiera su nombre. Me brindó toda la ayuda que pudiera prestarme, lamentando que su estancia en Barcelona llegara ya a su fin y no hubiera tiempo material para reunirnos, para que me contara. Pero me aseguró que contestaría a todas mis preguntas y que me mandaría toda la información que necesitara. Iniciamos entonces una intensa correspondencia por

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