Í NDICE
Enrique Molina † y Eloísa Arceo,
Jaime Rosas e Ileana Robles,
porque fueron los culpables
de que estemos aquí,
y ni nos preguntaron.
É rase una vez un grupo de hombres que decidió cruzar el estrecho de Bering y avanzó hacia el sur durante miles de años hasta asentarse en un lugar llamado Mesoamérica. Civilizaciones fueron y vinieron hasta que a una le dio por peregrinar en busca de una señal divina: un águila posada en un nopal devorando una serpiente. Cuando la encontraron fundaron una ciudad que se convirtió en un gran imperio que sometió a los pueblos vecinos, y no tan vecinos, hasta que llegaron los españoles, los conquistaron y de la mezcla de ambos surgió una nueva cultura.
Después de casi trescientos años de virreinato con sesenta y tres gobiernos, expediciones, motines populares, piratería, ambulantaje, educación, templos por aquí y por allá, colegios, inundaciones, entretenimiento, más templos por aquí y por allá, y una sociedad cambiante, al iniciar el siglo xix los conflictos europeos, las nuevas ideologías mundiales y las contradicciones sociales no tardarían en repercutir en los ánimos de libertad de la Nueva España y las demás colonias americanas.
U n cura al que se le ocurrió tocar una campana la madrugada de un domingo; despertó a la gente, levantó en armas a todo un pueblo que estaba algo cansado de trescientos años de opresión; que quería libertad e igualdad y que gritó “¡Viva la Virgen de Guadalupe!” y “¡Muera el mal gobierno!”. Se fueron a la guerra, se sumaron otros sacerdotes, varios militares y algunos curiosos; a unos los fusilaron, a otros no, y durante once años se mantuvieron en pie de guerra.
Los que sobrevivieron lograron la independencia y decidieron jugar a la monarquía, pero fue un desastre; luego dijeron: “¿Y por qué no mejor una república?”. Y también fue un desastre, pero comoquiera lograron sostenerla. Muchos presidentes, unos malos y otros peores; dos proyectos de nación enfrentados; varias constituciones; un caudillo apostador que iba y venía; muchas rebeliones y golpes de Estado; guerras con el exterior; pérdida de territorio; más rebeliones; más pérdida de territorio.
Luego llegaron unos hombres para poner orden, a quienes les decían liberales, pastoreados por otro caudillo, un indio que llegó a ser presidente y que nunca tocó una flauta de carrizo. Se les ocurrió que era buena idea —y lo era— separar el Estado y la Iglesia; pero para otros, los conservadores, no era buena idea y de nuevo la guerra; otra intervención extranjera; un nuevo imperio con su emperador incluido, güerito y de ojos claros, pero que tenía la sangre tan roja como todos y al final ganó la república.
Llegó la hora de la paz, el orden y el progreso, que sonaban muy bien, y comenzó un largo periodo de estabilidad con otro caudillo en el poder. La gente al fin se tomó un respiro. Eso sí, mucho orden y progreso, pero también mucha dictadura. Ferrocarriles, obras públicas, inversiones, luz eléctrica, banca, casas comerciales, de todo como en botica. Pero el dictador que construyó un país, se encargó también de destruirlo porque no supo decir “basta”. Y como el perro que se persiguió la cola regresamos al principio: de nuevo una guerra con cara de revolución, un grito: “Sufragio efectivo, no reelección”, y un pueblo que quería libertad, igualdad y justicia, y que comenzó el siglo xx gritando también: “¡Muera el mal gobierno!”.
De todo esto trata la segunda entrega de Érase una vez México . Es un recorrido por el convulsionado siglo xix ; es la historia de una sociedad que luchó por su independencia y luego se las ingenió para tratar de construir un país independiente. Una historia que comenzó con un grito de guerra —el de la independencia— y terminó con otro grito de guerra —el de la revolución.
Julio de 2014
Sandra Molina Arceo
Alejandro Rosas
La independencia
1808-1821
No eres tú… es Napoleón
A finales del siglo xviii los habitantes de Nueva España estaban fritos; las reformas borbónicas impuestas por el rey de España, Carlos III, tenían en jaque a la sociedad colonial, pues iban encaminadas a mantener el control absoluto de las colonias y explotar al máximo todos sus recursos. El sentimiento general era de descontento; la gente padecía la opresión de la corona, pero los criollos en particular sentían que les habían cargado la mano: eran discriminados en su propia tierra y estaban imposibilitados para ocupar cargos y gozar de privilegios que estaban en manos exclusivas de los peninsulares.
Todo se precipitó a partir de mayo de 1808 cuando Francia invadió España. Carlos IV y su hijo Fernando VII abdicaron al trono, ambos fueron tomados prisioneros y enviados a Francia y Napoleón Bonaparte entregó la corona de España a su hermano José, Pepe Botella . Movimientos más, movimientos menos, el hecho es que de la noche a la mañana los súbditos españoles, así como los súbditos de las distintas colonias de España en América se quedaron sin su legítimo rey. Este fue el pretexto perfecto para legitimar los intentos de independencia en América y dar sentido a la lucha de los novohispanos. Todo al grito de “queremos que nos devuelvan a nuestro legítimo soberano”.
LA NUEVA ESPAÑA EN 1810
Al comenzar la guerra, Nueva España tenía una extensión de más de 4 400 000 kilómetros cuadrados. Abarcaba los actuales estados de la Unión Americana: California, Arizona, Nuevo México, Texas y Florida. El país estaba organizado en 12 intendencias: México, Puebla, Veracruz, Yucatán, Oaxaca, Michoacán, Guanajuato, San Luis Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Sonora. Para administrar el norte inhóspito, en 1787 se crearon las Provincias Internas de Oriente, que comprendían Coahuila, Texas, Nuevo León y Santander, y las Provincias Internas de Occidente, que aglutinaban Nueva Vizcaya, Nuevo México, Sonora, Sinaloa y las Californias. En 1819, España y el gobierno estadounidense firmaron el tratado Adams-Onís, también conocido como “transcontinental”, para fijar la línea divisoria entre ambos territorios. Estados Unidos reconoció a España su soberanía sobre Texas, California y Nuevo México —incluyendo Nevada, Utah, Arizona y parte de Wyoming y Colorado. Por su parte, España reconocía la soberanía de Estados Unidos sobre Florida y Luisiana. Además, la línea divisoria fue fijada en el paralelo 42, con lo cual se abstendría de hacerse de cualquier territorio más allá de este punto. Esto permitió a Estados Unidos tener dos salidas continentales: una por el Atlántico, donde se encontraban las famosas 13 colonias, y otra por el Océano Pacífico, a la altura de Oregon.
EL ACANTONAMIENTO DE XALAPA
A inicios del siglo xix, el virrey José de Iturrigaray quiso organizar al ejército novohispano por temor a una invasión de los ingleses y para ello se crearon cantones militares, uno de los cuales se estableció en Xalapa, con cerca de 15 mil hombres provenientes de distintos puntos de Nueva España. El acantonamiento de Xalapa durante dos años (1806-1808) fue crisol de las ideas libertarias. Ahí se hicieron evidentes para los criollos las diferencias de privilegios con los militares peninsulares y se crearon lazos de solidaridad entre quienes después serían importantes jefes de la insurgencia, como Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo y José María Obeso, entre otros.