¿Qué está pasando en Rusia? ¿Qué se esconde bajo la aparente normalidad, refrendada por la comunidad internacional, del gobierno de Putin? Este libro es una valiente denuncia de la terrible situación que vive la antigua Unión Soviética sometida a la ambición del presidente Vladimir Putin.
Según Anna Politkovskaya, Vladimir Putin —un producto perfecto del KGB— es un eslabón más de la cadena de nefastos dirigentes que ha padecido Rusia durante el último siglo. Su reelección en 2003 significó el retorno a un Estado controlado por los Servicios de Seguridad y a una neosovietización del régimen actual. En este gran reportaje, la autora examina la represión en el ejército, los entresijos de la corrupción judicial, el poder de las nuevas mafias, la dureza de la vida cotidiana de la ciudadanía rusa, el auge de los nuevos capitalistas o la conversión de Chechenia en el nuevo enemigo necesario tras la guerra fría. Politkovskaya acaba analizando dos ejemplos claros de mala gestión y negligencia de Putin: la solución del secuestro masivo en el teatro Dubrovka (donde la autora fue mediadora) y la tragedia del colegio de Beslán.
Escrito con la habilidad narrativa y la contundencia en la investigación periodística que caracteriza el trabajo de Anna Politkovskaya, este libro es una descripción y una denuncia, ante la opinión pública mundial, del rostro más perverso del nuevo poder en Rusia.
Anna Politkovskaya
La Rusia de Putin
Título original: Putin’s Russia
Anna Politkovskaya, 2004
Traducción: Elvira de Juan, 2005
Revisión: 1.0
09/04/2022
Introducción
Este libro trata de Vladimir Putin, pero no como se lo suele ver en Occidente, a través de un cristal de color rosa.
¿Por qué resulta tan difícil verlo desde ese punto de vista cuando uno se enfrenta con la realidad de Rusia? Porque Putin, un producto del más tenebroso servicio de inteligencia del país, ha fracasado a la hora de trascender sus orígenes y dejar de comportarse como el teniente coronel que fue del KGB. Sigue clasificando a sus compatriotas que aman la libertad, y no ceja en aplastar la libertad, como hizo siempre en su anterior carrera.
Este libro trata también del hecho de que en Rusia no todo el mundo está dispuesto a resignarse ante la conducta de Putin. Ya no queremos seguir siendo esclavos, aunque eso sea lo que más convenga a Occidente. Exigimos nuestro derecho a ser libres.
Este libro no consiste en un análisis de la política de Putin. No soy analista política. Soy solamente un ser humano entre muchos, un rostro en las multitudes de Moscú, de Chechenia, de San Petersburgo o de cualquier otro lugar. Son mis reacciones emocionales garabateadas en los márgenes de la vida tal como se vive hoy en día en Rusia. Es demasiado pronto para distanciarse, que es lo que hay que hacer si se quiere analizar algo desapasionadamente. Yo vivo en el presente y tomo nota de lo que veo.
1
El ejército de mi país y sus madres
En Rusia, el ejército es un sistema cerrado escasamente distinto de una cárcel. Nadie ingresa en el ejército ni en la cárcel sin el beneplácito de las autoridades. Y una vez dentro, la vida es la de un esclavo.
Todos los ejércitos del mundo intentan mantener en silencio lo que hacen, y quizá sea esa la razón de que hablemos de los generales como si fueran una tribu internacional cuyo perfil de personalidad es el mismo en todo el planeta, independientemente del Estado o presidente al que sirvan.
Sin embargo, en Rusia el ejército —o mejor dicho, la relación de este con los estamentos civiles— tiene sus particularidades específicas. Las autoridades civiles no tienen ningún control sobre lo que el ejército puede llegar a hacer. Un soldado raso pertenece a la casta más baja dentro de la jerarquía. No es nadie. No es nada. Tras los muros de cemento de los cuarteles, un oficial puede hacer lo que le plazca con un soldado. Igualmente, un oficial superior puede realizar lo que se le antoje con otro de inferior rango.
Seguramente estarán pensando que la situación no puede ser tan mala.
Bueno, no siempre lo es. A veces es mejor, pero solo porque un individuo especialmente humano ha llamado al orden a sus subordinados. Ese es el único momento en que se atisba algún rayo de esperanza.
«Pero ¿qué hay de los líderes del país?», se preguntarán. «El presidente es, en función de su cargo, el comandante en jefe y, por lo tanto, personalmente responsable de lo que suceda, ¿no?».
Desgraciadamente, cuando se instalan en el Kremlin, nuestros líderes no hacen el menor intento por refrenar la anarquía del ejército; en lugar de ello suelen conceder aún más poder a los mandos superiores. Si un líder favorece al estamento militar, este lo apoya, si no, lo socava. Los únicos intentos por humanizar las fuerzas armadas se hicieron bajo el mandato de Yeltsin como parte de un programa destinado a promover las libertades democráticas. No duraron mucho. En Rusia, aferrarse al poder es más importante que salvar vidas de soldados; de modo que, ante las oleadas de indignación provocadas por los estados mayores, Yeltsin acabó ondeando bandera blanca y rindiéndose ante sus generales.
Putin ni siquiera lo ha intentado. Él mismo es oficial de alta graduación. Y ahí se acaba el asunto. Cuando apareció por primera vez en las pantallas de los radares políticos de Rusia como posible jefe del Estado, en lugar de como un impopular director del detestado Servicio Federal de Seguridad (FSB), empezó a hacer declaraciones en el sentido de que el ejército, que había conocido cierto declive con Yeltsin, iba a renacer, y que lo único que necesitaba para ello era una segunda guerra en Chechenia. Todo lo que ha sucedido desde entonces en el norte del Cáucaso encuentra su origen en dicha premisa. Cuando comenzó la segunda guerra de Chechenia, el ejército recibió carta blanca, y así, en las elecciones del año 2000, votó como un solo hombre a favor de Putin. Para el ejército, el conflicto ha resultado enormemente provechoso, una fuente de acelerados ascensos, de más y más condecoraciones y el despegue de numerosas carreras. Los generales en activo sientan las bases de sus futuras trayectorias políticas y son catapultados a la élite política. Para Putin, el renacimiento del ejército es un hecho tras las humillaciones sufridas con Yeltsin y la derrota en la primera guerra chechena.
Hasta qué punto ha ayudado Putin al ejército es algo que veremos en la serie de relatos que siguen. Cada uno podrá decidir por sí mismo si le gustaría vivir en un país donde sus impuestos sirven para sostener semejante institución. ¿Qué sentiría usted si sus hijos fueran reclutados al cumplir los dieciocho años como «recursos humanos»? ¿Cuán satisfecho se sentiría usted de un ejército del que los soldados desertan en tropel todas las semanas, a veces pelotones o compañías enteras? ¿Qué pensaría usted de un ejército donde, en un solo año, el 2002, murieron más de quinientos hombres —todo un batallón— no combatiendo, sino a causa de las palizas recibidas; donde los oficiales roban desde los vales de diez rublos que los soldados envían a sus casas hasta columnas enteras de carros de combate; donde los oficiales se encuentran unidos ante el odio de los padres de los soldados porque con frecuencia, cuando las circunstancias resultan demasiado desgraciadas, las enfurecidas madres protestan por el asesinato de sus hijos y exigen el correspondiente castigo?
N.º U-729.343. OLVIDADO EN EL CAMPO DE BATALLA
Es el 18 de noviembre de 2002. Nina Levurda, jubilada tras veinticinco años trabajando como maestra de escuela, es una mujer grandota que se mueve despacio, una mujer vieja y cansada que arrastra toda una serie de graves dolencias. Tal como ha hecho en numerosas ocasiones a lo largo del pasado año, lleva horas aguardando en la poco acogedora sala de espera del Tribunal Intermunicipal Krasnaya-Presnia de Moscú.
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