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Jackson - La guarida (The Haunting)

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Jackson La guarida (The Haunting)

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Shirley Jackson La guarida Para Leonard Brow n I Ningún organismo vivo - photo 1
Shirley Jackson
La guarida
Para Leonard Brown

I

Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio; hasta las alondras y las chicharras sueñan, según suponen algunos. Hill House, que no era nada cuerda, se levantaba aislada contra el fondo de sus colinas, almacenando oscuridad en su interior; así se había alzado durante ochenta años y podría aguantar otros ochenta. En su interior las paredes permanecían derechas, los ladrillos encajaban perfectamente y las puertas estaban sensatamente cerradas; el silencio reinaba monótonamente en Hill House, y cualquier cosa que anduviese por ella, caminaba sola.

John Montague era doctor en filosofía; se había especializado en antropología, sintiendo, o más bien intuyendo, que en este campo podía aproximarse al máximo a su verdadera vocación: el análisis de las manifestaciones sobrenaturales. Usaba su título escrupulosamente porque, al ser sus investigaciones tan completamente acientíficas, tenía la esperanza de que su educación le otorgara un aire de respetabilidad o incluso de autoridad académica.

Le había costado mucho dinero y no menos orgullo, pues no era hombre acostumbrado a rogar, alquilar Hill House durante tres meses, pero tenía la esperanza de que sus esfuerzos serían compensados por el éxito que seguiría a la publicación de su obra definitiva sobre las causas y los efectos de las alteraciones psíquicas en una casa comúnmente conocida como «hechizada». Había buscado una casa decentemente hechizada durante toda su vida. Cuando oyó hablar de Hill House, se mostró dudoso al principio, luego esperanzado y por último imparable. No era el tipo de hombre que deja escapar Hill House una vez encontrada.

Las intenciones del doctor Montague respecto a Hill House derivaban de los métodos de los intrépidos cazafantasmas decimonónicos; se iría a vivir allí y vería lo que sucediera. De entrada, era su propósito seguir el ejemplo de la anónima dama que se alojó en Bellechin House y durante el verano convirtió su casa en una continua fiesta de escépticos y creyentes, cuyas principales atracciones eran el croquet y la observación de fantasmas, pero los escépticos, los creyentes y los buenos jugadores de croquet son más difíciles de encontrar hoy en día; el doctor Montague se vio obligado a contratar ayudantes.

Quizá las despreocupadas formas de la vida victoriana se prestaran mejor a las argucias de la investigación psíquica, o quizá la minuciosa documentación de los fenómenos hubiera sido abandonada como medio de determinación de sucesos reales; sea como fuere, el doctor Montague no sólo tuvo que contratar ayudantes, sino que antes tuvo que buscarlos.

Como se consideraba una persona seria y meticulosa, empleó un tiempo considerable en la busca de sus ayudantes. Rastreó en los archivos de las sociedades psíquicas, examinó expedientes reservados de periódicos sensacionalistas, informes de parapsicólogos y recopiló una lista de personas que, de una u otra forma, en esta o aquella ocasión, aunque fuera breve o dudosamente, habían participado en sucesos paranormales. Los primeros eliminados de la lista fueron los fallecidos. Una vez hubo tachado los nombres de quienes le parecían buscadores de publicidad, los dotados de una inteligencia inferior a la normal,

o los que no le parecían idóneos por su clara tendencia a ser el centro de todas las miradas, quedó una lista de unos doce nombres. A continuación, cada una de estas personas recibió una carta del doctor Montague en que les invitaba a pasar todo el verano o parte de él en una confortable casa de campo, vieja pero perfectamente dotada de electricidad, calefacción central, fontanería y colchones limpios. El propósito de la estancia, según indicaban claramente las cartas, era la observación y el examen de las varias y desagradables historias que habían circulado acerca de la casa a lo largo de la mayoría de sus ochenta años de existencia. Las cartas de Montague no decían abiertamente que Hill House estuviera encantada, porque el doctor era hombre de ciencia y mientras no experimentase una manifestación psíquica en Hill House no confiaba demasiado en el azar. En consecuencia, sus cartas poseían cierta ambigua dignidad calculada para despertar el interés de un tipo muy especial de lector.

La docena de invitaciones de Montague merecieron cuatro respuestas; los otros ocho candidatos presumiblemente se habían mudado sin dejar dirección de reenvío, o posiblemente hubieran perdido todo interés en lo sobrenatural, o incluso era posible que jamás hubieran existido. A los cuatro que respondieron, el doctor les escribió a vuelta de correo, señalando una fecha determinada en la que la casa se consideraría oficialmente dispuesta para ser ocupada, y adjuntando detalladas instrucciones para llegar a ella, ya que, según se vio en la obligación de explicar, resultaba muy difícil obtener información sobre cómo encontrar la casa, en particular entre la población rural de los alrededores. La víspera de su partida hacia Hill House, Montague fue persuadido de que admitiese entre su selecta compañía a un representante de la familia propietaria de la casa, y recibió un telegrama de uno de sus candidatos, que se retiraba de la partida aduciendo una excusa claramente inventada. Otro de los invitados ni escribió ni se presentó, quizá por. haberse interpuesto un apremiante problema personal.

Los otros dos sí llegaron.

Eleanor Vanee tenía treinta y dos años cuando llegó a Hill House. La única persona del mundo a la que verdaderamente odiaba, ahora que su madre había muerto, era su hermana. Tampoco le caían en gracia su cuñado ni su sobrina de cinco años, y no tenía amigos. Esto era debido en gran medida a los once años que había pasado al cuidado de su madre inválida, lo que le había dejado cierta pericia como enfermera y la incapacidad de mirar al sol de frente sin pestañear. Nunca había sido verdaderamente feliz en su vida adulta; los años pasados con su madre habían sido devotamente organizados alrededor de pequeñas culpas y pequeños reproches, constante fatiga e inacabable desesperanza. Sin haberse propuesto volverse reservada y tímida, había pasado tanto tiempo sola, sin nadie a quien amar, que le resultaba difícil hablar con cualquier persona sin caer en el retraimiento y en una embarazosa incapacidad de encontrar palabras.

Su nombre había aparecido en la lista del doctor Montague porque cierto día, cuando ella tenía doce años y su hermana dieciocho, antes de cumplirse un mes de la muerte de su padre, lluvias de guijarros habían caído sobre su casa sin previo aviso, rompiendo ventanas y golpeteando enloquecedoramente en el tejado. Los guijarros siguieron cayendo intermitentemente durante tres días, a lo largo de los cuales Eleanor y su hermana acabaron menos desquiciadas por la insólita lluvia que por los vecinos y curiosos que diariamente se congregaban ante la puerta principal, y por la ciega e histérica insistencia de su madre en que todo eso se debía a la maliciosa y calumniadora gente del barrio, que le habían tomado ojeriza desde el mismo momento en que llegó. Después de los tres días, Eleanor y su hermana se mudaron a la casa de una amiga y los guijarros nunca más volvieron a caer, a pesar de que Eleanor, su hermana y su madre volvieran a vivir en la casa y la hostilidad del vecindario no acabase jamás. El episodio fue olvidado por todos excepto las personas consultadas por el doctor Montague; en especial lo olvidaron Eleanor y su hermana, cada una de las cuales había supuesto en su momento que la otra era la responsable.

Durante toda su vida oculta, hasta donde alcanzaba su memoria, Eleanor había esperado algo como Hill House. Mientras cuidaba a su madre, levantando de su butaca a una anciana amargada para llevarla a la cama, preparando innumerables bandejas de sopa y gachas, armándose de valor para hacer la nauseabunda colada, Eleanor se había aferrado como un clavo ardiendo al convencimiento de que algún día ocurriría algo. Había aceptado la invitación a Hill House a vuelta de correo, por más que su cuñado hubiera insistido en llamar a un par de personas para asegurarse que el tal doctor no pretendía iniciar a Eleanor en ritos salvajes relacionados con asuntos irreconciliables con lo que una joven soltera debería saber.

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