José Ovejero - La ética de la crueldad
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- Libro:La ética de la crueldad
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2012
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La ética de la crueldad: resumen, descripción y anotación
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958). Licenciado en Geografía e Historia.
Tras una etapa inicial en Bonn, Alemania, se instaló en 1988 en Bruselas. De 1988 a 2001 trabajó como intérprete. Actualmente reside en Madrid.
Sus primeras publicaciones marcan lo que más tarde sería un rasgo de su trabajo: la exploración de los distintos géneros literarios. Ha publicado novela, cuentos, ensayo, teatro, poesía y libro de viajes.
Ha pronunciado conferencias e impartido cursos de escritura en universidades e instituciones culturales en España, Italia, Estados Unidos, Bélgica, Francia, Argentina, Ecuador, México y otros países.
Sus relatos han aparecido en antologías y libros colectivos y colabora regularmente en diferentes revistas y periódicos, tanto en España como en el extranjero.
Es miembro de la Asociación Internacional de Literatura y Cine Españoles Siglo XXI (ALCES XXI).
Ha editado el libro y audiolibro La España que te cuento y Libro del descenso a los infiernos.
Entre sus principales obras figuran: Biografía del explorador —Premio Ciudad de Irún 1993— (poesía), China para hipocondríacos —Premio Grandes Viajeros 1998— (viajes), Qué raros son los hombres y mujeres que viajan solas (relatos), Los políticos y la plaga (teatro), Un mal año para Miki (novela), Las vidas ajenas —Premio Primavera 2005—, Nunca pasa nada, La comedia salvaje —Premio Ramón Gómez de la Serna 2010— (novelas), Escritores delincuentes (ensayo), La ética de la crueldad —Premio Anagrama 2012, Premio Estado Crítico 2012, Premio Bento Spinoza 2013— (ensayo), La invención del amor —Premio Alfaguara 2013— (novela), Mujer lenta —Premio Juan Gil-Abert— (poesía) y Mundo Extraño —Premio Setenil— (relatos).
Algunas de sus obras han sido traducidas al alemán, francés, italiano, portugués y neerlandés, entre otros idiomas.
En 2017 realiza, junto con Edurne Portela, el documental Vida y ficción.
Cuando en 2010 recibí una invitación del Humanities Center de la Universidad de Lehigh a participar en un ciclo de conferencias sobre el exceso, mi respuesta fue entusiasta: siempre me han atraído los libros excesivos, los autores excesivos, el exceso en todas sus formas, literarias y biográficas. No tardé muchos días en decidir que el tema concreto de mi charla sería la crueldad, una de las formas de exceso más recurrentes en el arte, junto con el sexo desaforado al que además la crueldad va unida con frecuencia. Y no hube de reflexionar mucho para decidir que me concentraría sobre todo en la ética de la crueldad, un aparente oxímoron cuyos términos se revelan perfectamente compatibles en cuanto se ahonda en el tema, que es lo que pretendo hacer con este libro.
Quizá la atracción que siento hacia la crueldad y el exceso en el arte se deba parcialmente a que soy un escritor español y la representación cruel es una parte importante de mi repertorio visual y literario. Por supuesto, las representaciones crueles no son un privilegio de los españoles; algunas de ellas, como las creadas por Nagisa Oshima, son ya patrimonio cultural de la humanidad, y nuestros vecinos franceses pueden señalar con orgullo o espanto a Lautréamont, Sade y Bataille, que también han influido en más de un artista español y en otros de tradiciones culturales mucho más alejadas como Mishima, quien reconoció su deuda escribiendo una obra titulada Madame de Sade. A pesar de ello, hay países a los que no se identifica automáticamente con el exceso, quizá porque los representantes principales —o más difundidos— de su cultura no lo cultivan, quedando lo excesivo y lo cruel para corrientes marginales, heterodoxas, a veces incluso algo vergonzantes. A pesar de los autores citados más arriba, y otros quizá no tan crueles pero sí excesivos como Rabelais, Cioran escribió sobre Francia: «Lo sublime, lo horrible, lo blasfemo o el grito, el francés sólo los aborda para desnaturalizarlos mediante la retórica. Tampoco está más adaptado al delirio ni al humor crudo».
España sí tiene una merecida fama de ser territorio abonado para el gusto por lo bizarro, por los personajes ridículos, disparatados, por la crueldad extrema presentada con naturalidad, una crueldad no sólo centrada, como es frecuente en otros países, en el sexo.
Si pienso en los inicios de la novela española me vienen enseguida a la cabeza algunas escenas de la novela picaresca, género esencialmente cruel. En la picaresca, una forma temprana de Bildungsroman, el protagonista inicia en la novela un proceso de aprendizaje sobre el mundo y sobre sí mismo y siempre lo hace de una forma dolorosa; lo que aprende es que el mundo es brutal e implacable y que tienes que volverte tú también así para sobrevivir en él. Pocos españoles habrá que no recuerden la escena en la que un ciego revienta un jarro de vino en la cara del niño que está recostado en su regazo, mientras el crío bebe a través de un agujero que le había practicado en la base. Y también recuerdan sin duda la manera en que se venga el niño, Lázaro, quien ha comenzado a entender cómo funciona el mundo: un día lluvioso en que el ciego y su sirviente tienen que atravesar un riachuelo, Lázaro le indica a su amo un lugar por el que podrán cruzar sanos y salvos; tras decir al ciego que tiene que saltar con todas sus fuerzas para no caer al agua, lo coloca frente a un pilar de piedra, y todos asistimos divertidos al brutal testarazo.
La crueldad es una constante en la literatura, en la pintura, en el cine españoles, crueldad que no siempre es tan divertida como en El Lazarillo. Pienso en Los desastres de la guerra de Goya, en la famosa escena de Un perro andaluz en la que un hombre secciona el ojo de una mujer con una navaja de afeitar, en aquella del Buscón en la que otros estudiantes cubren de escupitajos a Don Pablos, en el niño al que se comen los cerdos en La familia de Pascual Duarte.
Sería una tarea difícil, y que desde luego excede mis fuerzas y mis conocimientos, intentar encontrar la razón de que lo apolíneo tenga tan poco éxito en España, donde los lectores parecen sentirse mucho más atraídos por lo dionisiaco, lo excesivo, lo tremendo, lo vulgar, lo esperpéntico. Si en el ensayo no es infrecuente la elegancia, la contención, el discurrir pausado y sin alharacas, como vemos en Gracián o en Jovellanos, en la ficción parece mucho más difícil de encontrar, al menos entre los escritores más destacados: un rápido repaso a los grandes nombres de la literatura nos lleva de inmediato a cultivadores de lo bizarro y absurdo, de lo exagerado, y, en los casos más amables, de lo melodramático: Quevedo, Cervantes, Valle-Inclán, Cela, el Bécquer narrador, Vila-Matas, cultivadores del exceso cada uno a su manera. Incluso Galdós, que pasa por realista, no puede escapar al gusto por los excesos sentimentales.
Los apolíneos, los que juegan con la contención y la sugerencia, los que rechazan la exaltación romántica o surreal, los que huyen de los signos de interjección, son una minoría que a menudo, cuando los leemos, nos hacen pensar en un escritor extranjero. Valera, Azorín, Benet, Marías, aunque valorados por la crítica, no se encuentran precisamente, con la salvedad del último, entre los más populares de su generación. La nuestra es antes una narrativa del asombro que de la disección, una narrativa de emociones fuertes, y cuando se vuelve reflexiva se acerca más a Kafka que a Musil. Nuestra literatura tiende al torbellino y evita las aguas demasiado calmas. Karl Friedrich Flögel escribía en su Historia de lo cómico-grotesco, de 1786, que los españoles aventajaban a todos los demás pueblos en la representación de lo grotesco. A pesar de que no se puede identificar lo grotesco y lo cruel, no suelen andar muy alejados esos dos mundos: el término grotesco se usó inicialmente para denotar un tipo de pintura ornamental de la antigüedad, descubierta en diversas excavaciones realizadas en Italia en el siglo XV, que se puso de moda en los siglos siguientes; los arabescos y florituras iniciales pronto empezaron a fusionarse con figuras humanas y zoomorfas; la deformación cada vez más exagerada de seres vivos podía llevar a lo ridículo o risible pero también a lo terrorífico.
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