Introducción:
Una receta para los cambios
La vida tiene un poder transformante muy notable: a lo largo de miles de millones de años de evolución, las formas elementales se han transformado en las criaturas complejas de hoy en día. Durante nueve meses, un cigoto indefinido se convierte en un ser humano. Durante unos pocos años, un bebé de movimientos imprecisos se convierte en un adulto que camina, habla y razona. Y durante diez mil años, las sociedades humanas han pasado de las pequeñas comunidades tribales a las ciudades y civilizaciones complejas de hoy en día.
Resulta tentador pensar que tras esta propiedad transformadora de la vida existe un solo mecanismo, pero cuando la estudiamos vemos en funcionamiento cuatro mecanismos muy diferentes. Se cree que todas las criaturas de nuestro planeta tuvieron su origen en la competencia entre individuos por la supervivencia y la reproducción durante muchas generaciones, mediante la selección darwiniana. En el desarrollo de un cigoto interviene un mecanismo realmente diferente ya que, una vez fecundado, pasa por varios ciclos de división en los que se van formando patrones en el embrión mediante señales celulares y las diferentes maneras de responderlos. El desarrollo tiene que ver más con la formación de patrones dentro de un embrión en crecimiento que con la competencia por el éxito reproductor. El aprendizaje depende de otro mecanismo: a medida que un animal interacciona con su entorno, las conexiones neuronales se modifican en el cerebro. Algunas conexiones se pierden o se debilitan, mientras que otras se forman o se refuerzan, lo que permite la captura de nuevas relaciones con el entorno, de manera que el aprendizaje no es más que la modificación de las interacciones y conexiones neurales. Finalmente llegamos al cambio cultural: los humanos interaccionan dentro de los grupos sociales, lo que conduce a avances relacionados con herramientas, utensilios y conocimiento. La cultura es un fenómeno social que depende de la forma en la que nos comportamos y en la que interaccionamos con los demás.
No existe ningún punto en común obvio entre el funcionamiento de estos diferentes procesos, pues todos parecen transcurrir por caminos completamente diferentes: la evolución mediante diferencias en el éxito reproductor; el desarrollo mediante la proliferación, el crecimiento y formación de patrones celulares; el aprendizaje mediante cambios en las conexiones neuronales; y el cambio cultural a través de las interacciones humanas.
Parece extraño que en la naturaleza hayan adquirido importancia cuatro mecanismos de transformación totalmente diferentes. Así como los físicos se afanan por elaborar una «teoría de todo» que reúna sus teorías fundamentales, se espera que los biólogos busquen una teoría unificada para las transformaciones que afectan a los seres vivos, una teoría que englobe evolución, desarrollo, aprendizaje y cambio cultural. En el pasado ya se había intentado dicha unificación: Ernest Haeckel, un seguidor entusiasta de Darwin en el siglo XIX , propuso una relación directa entre la evolución y el desarrollo. Pensaba que a medida que se desarrolla un embrión, se recrea su historia evolutiva. Así pues, los embriones humanos pasarían por una etapa pisciforme, otra reptiliana, y así sucesivamente, a medida que crecen en el vientre. Sin embargo, más tarde se demostró que esta idea estaba desencaminada. En la década de los ochenta del siglo XX , Edelman propuso que las estructuras neuronales del cerebro se seleccionan durante el aprendizaje, en claro paralelismo con la selección natural, aunque recibió críticas demoledoras. Parece que la explicación unificada de diferentes transformaciones que afectan a los seres vivos está plagada de dificultades.
Quizá la naturaleza tenga realmente cuatro maneras completamente diferentes de transformarse a sí misma, sin que debamos preocuparnos más, pero creo que se trata de una perspectiva errónea. En este libro quiero mostrar que los últimos avances de nuestro conocimiento científico nos han dado acceso a una imagen unificada de cómo los sistemas vivientes se transforman a sí mismos, desde el origen de las bacterias hasta la creación de una obra maestra artística. Por primera vez comenzamos a ver el conjunto común de ingredientes y mecanismos que son responsables de las transformaciones que afectan a los seres vivos.
¿Por qué debe importarnos el hallazgo de los ingredientes comunes? Después de todo, los estudios sobre la evolución, el desarrollo, el aprendizaje y la cultura hasta la fecha parecen haber progresado muy alegremente sin preocuparse por las similitudes que comparten. ¿Qué ganamos con verlos de forma colectiva? Supongamos que comparamos el modo en que el hielo se funde con la manera en que el agua hierve. Ambos procesos difieren en muchos aspectos: el primero se refiere a un sólido que se vuelve líquido en torno a los 0 °C, mientras que el segundo afecta a un líquido que se convierte en gas a 100 °C. Se puede ver que ambas transiciones tienen muchas características en común, puesto que en ambas interviene un cambio de la fuerza y de la energía de las interacciones entre las moléculas de agua. Se trata de manifestaciones diferentes del mismo proceso subyacente. Esta perspectiva unificadora nos ayuda a comprender mejor lo que está ocurriendo que si nos limitáramos a estudiar simplemente cada transición por separado. Del mismo modo, el contemplar los elementos comunes que subyacen en las diferentes transformaciones de lo viviente nos ayuda a conocer la esencia de cada proceso, a la vez que nos amplía la visión de conjunto de los sucesos.
Esta estrategia quizá sea razonable para la evolución, para el desarrollo y para el aprendizaje al ser todos ellos objeto de continuas investigaciones científicas, pero no parece probable que deba extenderse al cambio cultural. Tendemos a pensar que la creatividad y la cultura humanas nos resultan tan complicadas y especiales que la ciencia tiene poco que decir sobre ellas. Pero cuando nos ponemos a ver las transformaciones de lo viviente en conjunto, comprobamos que la ciencia desempeña dos funciones. Por una parte, la ciencia proporciona una fuente de conocimiento sobre el mundo y nuestro lugar en él, y así enmarca nuestra cultura. Por otra parte, la ciencia es un producto de la cultura, el resultado de la colaboración entre los humanos durante muchos años para dar sentido al mundo que nos rodea. Solo cuando estudiemos a la vez todos los tipos de transformaciones de lo viviente seremos capaces de obtener una perspectiva clara de este doble aspecto de nuestro punto de vista, de cómo la ciencia enmarca a nuestra cultura y es enmarcada por ella. Entonces no solo comprenderemos mejor cómo se produjo el cambio cultural, sino también cómo se relaciona con nuestro pasado biológico.
¿Por qué ha costado tanto llegar a este punto de vista colectivo?
Historia y forma
A primera vista, la guerra y el ajedrez son muy diferentes: en la guerra hay personas que luchan y se matan entre sí, mientras que en el ajedrez hay dos personas sentadas pacíficamente frente a un tablero y que empujan algunas piezas de madera por él. Aun así, a pesar de tan obvias diferencias, las dos están muy relacionadas. Primero, están conectadas en la historia: el origen del ajedrez se puede rastrear hasta el juego del shatranj jugado en Persia entre los siglos V y VI , que a su vez podría proceder del juego indio chaturanga. Al igual que el ajedrez moderno, el shatranj era un juego para dos jugadores con 32 piezas en un tablero de 64 escaques (casillas). Cada jugador tenía un ejército compuesto por dos elefantes, dos caballos, dos carros de combate y ocho soldados a pie. Se basaban en las principales unidades de lucha de la época y eran los predecesores de los alfiles, caballos, torres y peones del ajedrez moderno. También había un rey y un ministro (equivalente a la reina moderna). El objetivo era capturar o atrapar al rey del oponente. El juego ilustraba cómo un ejército podría vencer y flanquear a otro a base de estrategia y sagacidad. En su época, el