C.S. Lewis Clive Staples Lewis nació en Irlanda en 1898. Durante un año estudió en el Malvern College, continuando luego su educación privadamente. Obtuvo tres primeras calificaciones en Oxford y fue Fellow y Tutor en el Magdalen College entre 1925 y 1954. En este año obtuvo la cátedra de Literatura Medieval y Renacentista en Cambridge. Fue un profesor notable, muy popular entre sus alumnos; ejerció influencia perdurable en ellos.
Lewis fue ateo por muchos años. En Surprised by jov describe así su conversión: “Cedí en 1929, mientras estaba en Trinity, y acepté que Dios era dios…Quizás fui el más afligido y reticente converso de toda Inglaterra”. Esta experiencia lo ayudó a comprender no sólo la apatía, sino también la activa falta de voluntad para aceptar la religión y, en tanto escritor cristiano —dotado de una inteligencia excepcionalmente brillante y lógica y de un estilo lúcido y vivo—, resultó sin par. The Problem of Pain, The Screwtape Letters, Mere Christianity, The Four Loves y el postumo Prayer: Letters to Malcolm son sólo algunos de sus best-sellers. Escribió también deliciosos libros infantiles y algo de ciencia ficción; además, numerosas obras de crítica literaria. Millones de personas conocen sus libros en todo el mundo. Murió el 22 de noviembre de 1963, en su casa de Oxford.
A Barbara Wall, la mejor y más tolerante de las escribas.
Blake escribió Matrimonio del Cielo y del Infierno. Si escribo sobre su divorcio no es porque me considere digno antagonista de un genio tan grande ni tampoco porque esté muy seguro de saber lo que quiso decir. Pero, en algún sentido, resulta perenne el intento de efectuar ese matrimonio. El intento se funda en la creencia de que la realidad nunca nos encara con un “o esto o lo otro” absolutamente inevitable; de que si contamos con bastante habilidad y paciencia y (especialmente) con el tiempo suficiente, siempre podremos hallar un modo de abrazar ambas alternativas; de que el mero desarrollo o ajuste o refinamiento se las arreglará para tornar el mal en bien sin que se nos obligue a un rechazo total y definitivo de nada que nos guste retener o conservar. Me parece una creencia desastrosamente errónea. No se puede llevar todo el equipaje en cada viaje; hay un viaje en el cual puede ser imprescindible dejar atrás hasta la mano derecha y el ojo derecho. No estamos viviendo en un mundo en que todos los caminos sean los radios de un círculo y donde, si los seguimos bastante, llegaremos gradualmente entonces a estar más cerca y al final a reunimos en el centro.
Vivimos, más bien, en un mundo donde todo camino, a los pocos kilómetros, se bifurca y donde estos dos al poco tiempo vuelven a bifurcarse; en cada encrucijada debemos optar. La vida, incluso a nivel biológico, no se parece a un río sino a un árbol. No avanza hacia la unidad, se aparta de ella; las creaturas se distancian más y más mientras más se perfeccionan. El bien, en tanto madura, continuamente se diferencia no sólo del mal sino de otros bienes.
No creo que perezca todo el que escoge los caminos equivocados; pero su rescate consiste en hacerlo retornar al camino correcto. Una suma equivocada se puede corregir; pero solamente si se retrocede hasta encontrar el error y luego se vuelve a empezar desde allí; nunca se la corrige con un mero seguir adelante. El mal se puede deshacer; pero no puede “desarrollarse y convertirse” en bien. El tiempo no lo cura. La urdimbre debe destejerse, paso a paso, nudo a nudo; o no se deshará. Todavía estamos en “esto o lo otro”. Si insistimos en conservar el infierno (e incluso la tierra), no veremos el cielo; si aceptamos el cielo, no podremos conservar ni el menor ni el más íntimo recuerdo del infierno. Creo, por cierto, que quienquiera que alcance el cielo descubrirá que no ha perdido lo que abandonó (aunque se haya arrancado el ojo derecho); que allí estará el meollo de lo que verdaderamente buscó incluso en sus deseos más depravados, más allá de todo lo esperado, aguardándolo en las “altas regiones”. En ese sentido, será cierto para quienes completaron la jornada (y para ningún otro) la afirmación de que el bien es todo y el cielo está en todas partes. Pero nosotros, que estamos a este extremo del camino, no debemos intentar un anticipo de esa visión retrospectiva. Si lo hacemos, es muy probable que abracemos la fantasía desastrosa de que todo es bueno y hay cielo en todas partes.
¿Y qué decir, entonces, de la tierra? La tierra, creo, nadie la va a hallar, en última instancia, en sitio muy preciso. Creo que la tierra, si se la escoge en lugar del cielo, resultará, todo el tiempo, sólo una región del infierno; y creo que la tierra, si se la sitúa después que el cielo, resultará desde un principio una parte del mismo cielo.