La fuerza y motivación en mi vida, Ezequiel.
Mi oxígeno, Shaila y Antonio.
El gran ejemplo, Esther.
Los guías del camino, Ángela y Ernesto.
El protector, Javi.
El otro yo, Sara.
Su referencia, Aitana y Claudia.
Mis compañeros de escritura, Chigu y Negro.
El universo que mueve mi persona, mi familia.
A lo largo del año, al igual que les pasa a las estaciones, sufrimos cambios, y nuestro estado de ánimo se trastoca de enero a julio. Si te encanta el sol, disfrutar de la piscina, playa o montaña, las terrazas de madrugada o dormir con la ventana abierta serás feliz los meses de verano. Si es el invierno el que te seduce, estarás conforme de vestir seis prendas en vez de tres, de sustituir la playa por la calefacción y la ventana abierta por la cerrada, de añadir a la sábana la manta o el edredón y de tomar caldos calientes en vez de ensaladas. Todo dará un giro de ciento ochenta grados; todo, hasta los pensamientos y los propósitos. Pero si eres capaz de adaptarte porque sabes que tras un tiempo perturbador y desagradable llega uno agradable y placentero, el cambio no será tan funesto.
Un cambio no tiene por qué ser malo, no tiene por qué ser negativo. De hecho, los cambios son necesarios. Sin embargo, en ocasiones sufrimos un «bajón» —vamos a llamarlo así—. ¿Cuántas veces te has levantado motivada y según iban pasando las horas te has ido viniendo abajo? Estoy segura de que te ha sucedido en infinidad de ocasiones.
También estoy convencida de que has vivido el capítulo de estar en un pozo durante mucho tiempo, más del que te gustaría, y del que te ha costado salir. Cada vez el fondo iba a más y la capacidad de recuperación a menos. Lo más gracioso de todo es que empezaste sin saber el motivo y terminaste añadiendo cientos de ellos. ¿Desorientación, falta de ganas y de autoestima? No lo sabes, pero entre las dos vamos a dar con la clave o, al menos, a intentar buscarla.
CAPÍTULO 1
Podría decirse que estoy conforme con mi vida; el trabajo que tengo me gusta, mi gente goza de buena salud, no me faltan amigos, en el amor no ando nada mal —con mis idas y venidas, pero estable— y físicamente me siento cómoda conmigo misma. Sin embargo, hay días que no tengo ganas de hablar ni con mis compañeras, ni siquiera de bajar a tomar el café de media mañana con ellas. Me encuentro sin ganas.
En esos días, cuando termino mi jornada laboral, me voy a casa y preparo algo rápido de cenar, ni siquiera me quedo a ver la serie que tanto me gusta, prefiero acostarme porque me siento cansada. No estoy enfadada con nadie ni con nada, solo noto desgana.
Al despertarme, creo que continúo sin fuerzas, apago el despertador y presagio que la pereza me puede. Me salto el gimnasio —pienso que por un día que no vaya no pasa nada—, prefiero dormir. Cuando al final logro poner los pies en el suelo, me pongo cualquier cosa que pillo en el armario y vuelvo a mi trabajo. Varias veces me preguntan si estoy bien y respondo con absoluta sinceridad que sí. De nuevo, me encuentro en mi hogar, todo se repite y dejo pasar así la semana.
Entonces empiezo a preocuparme. Sé que estoy de mal humor y que todo me molesta. Obviamente la vida continúa y no puedo detenerla por muchas ganas tenga, así que he de seguir con mis obligaciones. Aunque uno de los mejores planes en esos momentos sería quedarme en casa, pegada al móvil y cotilleando lo que pasa por el mundo a través de las redes sociales y páginas de internet.
«Qué pelo tan bonito tiene esta chica. Me gusta la raíz castaña y cómo lo degrada a más claro hasta terminar con las puntas rubio platino. Se hace mil peinados distintos y todos le quedan de maravilla: trenzas de raíz, laterales, coletas tensas, con volumen, melena suelta con ondas, liso tabla… Todos fantásticos. Igualito que el mío, que es fino, corto, sin un color determinado, ni liso ni rizado, un horror», pienso.
Otra web anuncia unos bañadores y bikinis preciosos.
«Me interesa. Disfruto yendo al río, a la piscina y de diez días en la playa. Quizás encuentre alguno para este año. Me enamoran todos, los colores hacen que resalte el bronceado y, además, los diseños son muy originales. Me fijo en uno. Se ajusta a la cintura y la parte de arriba tiene la opción de ponerlo con tirantes», vuelvo a pensar.
Estoy a punto de pedirlo, pero cuando ya lo tengo en el carro de la compra virtual, me detengo y me fijo en la modelo. Boquiabierta me quedo. Qué cuerpo tan espectacular. Su minicintura es perfecta, las piernas no tienen ni un gramo de celulitis y la braga brasileña le queda de infarto. El culo es pequeño, redondo y no está caído. Su bronceado es brillante y le sienta genial al dorado del bikini.
«¿Dónde voy yo con uno así de chulo si no va a quedarme igual? Mi culo está blando y se me ve la celulitis hasta en las piernas. Mi cintura de estrecha tiene poco y mi pecho no está operado. Y no hablemos de mi color de piel, que es más blanco que la leche y lo más que consigo cuando tomo el sol los primeros días es ponerme roja como un tomate. Vamos, un cuadro y mal pintado. Para nada me va a quedar como a ella».
Cierro la página. Al día siguiente toca una quedada en grupo. Haremos una barbacoa en el río, beberemos vino y por la tarde, una rica sangría, y nos bañaremos hasta que caiga la noche. Cada uno se encargará de una cosa. Esta vez me toca a mí llevar el aperitivo.
Sigo sin ganas, pero no quiero quedarme en casa amargada. Normalmente el día anterior dejo todo bien preparado, pero esta vez no hay nada listo, me levanto corriendo y desayuno un café y un sándwich en el dormitorio mientras me visto. Creo que debo salir con tiempo porque no he comprado nada de lo que me habían encargado.
Me pruebo todos los bikinis y ninguno me queda bien. Me hacen un culo horrible y los colores me acentúan más mi horrible color de piel. La rabia me invade y me desespero. Elijo uno cualquiera y para evitar estar incómoda meto en la bolsa un pantalón corto. «Ojalá sea lo suficientemente largo para tapar la celulitis», me digo a mí misma.
Para parecer un poco original, intento hacerme uno de los peinados que llevaba la chica espectacular: una trenza de raíz. Agarro el pelo con una coleta, pelo para arriba, pelo para abajo, lo suelto y lo vuelvo a cepillar, y no hay manera. Lo único que consigo es enredarlo. Sale de todo menos la dichosa trenza de raíz.
Son las diez y diez, hemos quedado a menos cuarto, aún no he comprado y estoy sin arreglar. El enfado aumenta por segundos, no tengo más tiempo que perder. Me hago una coleta como la de todos los días, cojo la bolsa con una toalla, me pongo unas chanclas y me voy corriendo al súper. Tengo diez minutos para comprar unos paquetes de salchichón, otros de chorizo y mortadela, unas bolsas de patatas y tirando.
Una vez todos reunidos me recuerdan que se me olvidó llevar el pan, un fallo tremendo. No me queda más remedio que ir a la primera gasolinera que encuentre en busca de unas barras. Ya en la caja veo cremas protectoras. Me toca comprar una, se me había olvidado también con las prisas y, para colmo, tampoco he puesto en la bolsa el cambio de baño seco. Vaya día de mierda me espera.
Me planto el pantalón corto y no me lo quito en ningún momento. Dos de mis amigos hacen la gracia de siempre e intentan tirarme al agua. Lo consiguen, y el pantalón se empapa igual que yo. Jamás había reaccionado de esa manera, les hablo muy mal y chillando. Me ha sentado fatal. Siempre he sido de las que empujan a los demás, pero hoy no estoy de humor, todo me ha salido mal.