¿Vives o sobrevives?
Introducción
No sabría decir la de veces que he oído que «vivimos en una sociedad enferma», que «dónde iremos a parar», que «esto antes no pasaba», que «qué estamos haciendo» y otras tantas frases por el estilo. No te esfuerces, la mayoría de estas preguntas se las viene haciendo el ser humano desde que empezó a caminar sobre este planeta y, si bien es cierto que es apasionante buscar el porqué de las cosas, lo maravilloso y paradójico a la vez es que probablemente no lo encuentre nunca. Es casi imposible saberlo todo, cosa que, por otra parte, está muy bien porque sería muy aburrido. El tener cosas por hacer o por saber siempre nos mantendrá en acción; en definitiva, vivos.
De todas formas, lo verdaderamente importante en la vida quizás no sea tanto tener el Santo Grial en nuestras manos como el proceso de querer encontrarlo. Mi intención al escribir estas líneas es reflexionar, cuestionar y, en la medida de lo posible, gracias a mi experiencia clínica y personal, poner sobre la mesa lo que resulta molesto, lo incorrecto si me apuras; pero, al fin y al cabo, es lo que hace que te cueste dormir por las noches, que llores a escondidas cuando no hay nadie, que todo a tu alrededor parezca maravilloso y tú en cambio estés deseando que te trague la tierra.
He querido escribir aquello que me gustaría leer. Estoy absolutamente convencida de que en mi profesión, como en tantas otras, el profesional debe creer en aquello que hace; de lo contrario, te conviertes en un vendedor de humo y, lo peor de todo, te generas una de las peores sensaciones con las que tiene que lidiar el ser humano: la maldita incongruencia interior, fruto de no hacer lo que realmente creemos o, peor aún, de hacer ver que creemos en aquello que estamos haciendo, ¡qué horror!
Parto de la base de que la Educación recibida (sí, en mayúsculas), tanto en el seno de nuestra familia, en la escuela y en la sociedad en la que vivimos, explica en muchas ocasiones quiénes somos y la actitud que tenemos ante la vida. Pero no resulta del todo determinante, de manera que gracias a nuestro cerebro, ampliamente plástico, la reeducación casi siempre es posible. Eso sólo se consigue analizando sobre qué bases nos sustentamos, si estamos o no de acuerdo y hasta qué punto lo que creemos merece una revisión puesto que nos está amargando la vida.
Veremos lo que somos, lo que eres y cómo, a través de la reeducación personal, puedes llegar a reconducir tu malestar si aceptas tu realidad y te comprometes contigo mismo a cambiarla cuando no te guste. Es importante conocerse primero, después aceptarse y, finalmente, comprometerse a cambiar o mejorar aquello que no nos gusta. Quejarse está bien, pero ese bienestar que sólo dura unos segundos es la peor de las estrategias. Y quiero dejarte claro que tienes todo el derecho del mundo a hacerlo, recuérdaselo a quien te lo eche en cara, pero tienes la obligación personal de mejorarte y seguir creciendo.
No creo que vivamos en un mundo enfermo, sino que me inclino a pensar que lo hacemos no tanto en una sociedad maleducada como sí MAL EDUCADA. Somos como edificios, unos más altos, otros más bajos, unos mejor decorados, otros más espartanos. Esto da igual, al fin y al cabo es fachada y, como nos recuerdan ciertos suecos, uno puede redecorar su vida en cualquier momento y encima montarse una república independiente en su propia casa. No me importa tanto que te cuestiones si debes cambiar de persiana, pintar la ventana o poner una puerta blindada. Lo que me encantaría que conocieras es sobre qué cimientos sustentas tu propia casa, lo que hace que se mantenga en pie o que esté a punto de derrumbarse. Esas bases están en lo más profundo de tu ser, en tus creencias y en tu manera de ver la vida, y eso, en su mayor parte, lo has aprendido. Es lo que has ido escribiendo sobre esa pizarra en blanco que traías al nacer. Te han educado y te has educado, y de eso depende la apariencia final de tu «casa».
Reeducarse implica dejar de quejarse continuamente y empezar a cuestionarse y actuar. Te repito que la queja no es mala, y muchos cambios se inician con ella, pero acostumbrarse a hacer sólo eso es como si pudieras ir a cualquier restaurante a probar platos nuevos pero prefirieras el que está más cerca, a pesar de que su menú es bastante limitado y que en más de una ocasión no te ha sentado nada bien. No te acomodes, que no estés mal no significa que estés bien. Ser crítico y proactivo te proyecta hacia delante, mientras que ser quejica y pasivo te apoltrona en el sofá. Tú decides.
Te invito a que cojas la pala y que excaves, cual Indiana Jones, hasta llegar a los cimientos que te mantienen firme o que te sacuden como un terremoto de 9.2 grados en la escala Richter. No es tarea fácil, pero te aseguro que es altamente gratificante.
Prometo no ser muy quejica, aunque déjame que sea crítica, hasta conmigo misma, para conseguir mi único objetivo: sacudir la base para fortalecer la estructura.
Empecemos...
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Alicia en el País de Ysilandia
Había una vez... un cuento. Eso es lo que había. Y me encantan, que conste; pero para leer en el sofá una tarde de domingo y abstraerme de la realidad, que es cruel e injusta a veces, pero maravillosa en la mayoría de las ocasiones. El «déjate de cuentos» que más de uno de nosotros hemos escuchado a lo largo de nuestra vida y que tanto nos ha podido molestar, nos sirve de mucho cuando quien nos lo dice intenta bajarnos de la nube a la que nos hemos subido. No quiero empezar el libro cortando el rollo y preconizando un exceso de realismo, en el que abstraerse o incluso soñar pueda llegar a ser pernicioso, nada más lejos de mi intención. De hecho, creo que el día que deje de tener sueños o fantasías pediré que paren el mundo y me bajaré de él. En este sentido me aproximo más al «sueña sin límites y vive sin miedo», sin titubeo alguno. Me refiero al bofetón de realidad que de vez en cuando nos merecemos para que nuestra mente no nos juegue una mala pasada por estar en mundos que desconocemos, que anticipamos o que ni siquiera existen y que, además, nos hacen sufrir sin que sean reales. A eso me refiero. Bienvenido a Ysilandia...
Leí en una ocasión que la mayoría de las cosas por las que nos preocupamos nunca ocurren, pero, a pesar de esta afirmación tan cierta, insistimos en generarnos inquietud y nerviosismo, sufriendo inútilmente, porque creemos que así, cuando llegue esa no realidad (porque ni ha ocurrido ni tenemos la certeza de que vaya a ocurrir), estaremos preparados. No es una buena preparación, más bien es una auténtica pérdida de tiempo. Y si hay algo valioso en la vida es precisamente el tiempo, porque sí que existe la certeza total y absoluta en cuanto a que éste no es infinito e ilimitado. No vas a vivir mil años, ni yo tampoco. Eso seguro que no le ocurrirá a nadie.