No parece difícil superar a los Simpson
(a modo de prólogo)
En esto de ser padres siempre se había sabido que no hay profesionales, sino aficionados con mayor o menor fortuna dispuestos a enfrentarse al reto de educar a una criatura con esperanza, optimismo, disposición a aprender de los errores y... suerte. Siempre se había sabido, pero ahora lo estamos olvidando. Comienza a haber muchos padres dispuestos a actuar como profesionales de la paternidad, y aquí nos encontramos con un fenómeno tan nuevo que incluso podríamos preguntarnos si no estamos pretendiendo reinventar la misma paternidad. O si el fenómeno de la hiper-responsabilidad paternal no es un invento del siglo XXI . Hay, a mi modo de ver, cuatro argumentos complementarios que animan a hacernos estas preguntas. Son los siguientes:
1. Los padres son cada vez más narcisistas.
2. La familia se está convirtiendo en un foco de normas legales y está siendo presentada como la raíz de los problemas sociales.
3. Para ser padres hoy, la cigüeña es lo de menos.
4. Comenzamos a no tener claro qué es un buen hijo.
Vamos a repasarlos uno por uno.
Analizando los anuncios que se publican en Estados Unidos para contratar niñeras o simples canguros incidentales, los sociólogos constatan que desde hace algún tiempo los padres hablan menos de las cualidades que ha de tener la persona que necesitan que de las virtudes que muestran sus hijos. Son anuncios de este tipo: «Buscamos una niñera para Linda, una preciosa niñita de cinco años, hermosa, sensible, creativa, inteligente y expresiva». Ningún padre con sentido del pudor hubiera hablado así hace 25 años de su hija. Así que, o bien los niños actuales son más despiertos, sensibles, cariñosos, creativos y no sé cuántas cosas más que los de cualquier otra generación anterior, o bien aquí está comenzando a pasar algo. Este comportamiento exhibicionista está poniendo de manifiesto que los padres —los de Estados Unidos y los de Europa— necesitan verse a sí mismos en la imagen que proyectan sobre sus hijos. Se suele decir que hoy en día hay una gran diversidad de estilos parentales. No estoy del todo seguro de ello. De lo que no tengo dudas es de que, de existir, esta pluralidad comparte tres importantes rasgos comunes: nadie quiere hacer lo que hace la mayoría, todos creen que ellos sí que lo hacen bien y todos están cada vez más intranquilos. Cada vez hay más nuevos padres convencidos de que no tienen nada que aprender de su propia infancia (cosa muy distinta es si pueden escapar o no de sus experiencias filiales) y no consideran sensato tomar a sus padres como modelos. Quieren ser mejores padres que los suyos y creen ingenuamente que sus hijos tienen mejores relaciones con ellos que las que ellos tuvieron con sus padres. Viven prisioneros de un espejismo muy de nuestros días: el que nos hace creer de manera inmediata que lo moderno tiene más valor por moderno que por bueno.
Es fácil constatar que las relaciones familiares están cada vez más reguladas jurídicamente. La razón es sencilla: hay que atender a los problemas derivados de las nuevas formas de uniones y desuniones familiares. Y como al mismo tiempo se quiere proteger a los más débiles, cada vez se les reconocen más derechos que después hay que gestionar con sensatez. Basta leer la prensa para constatar con qué facilidad se carga sobre las espaldas de la familia la responsabilidad última de cualquier problema social. Si un niño tiene problemas de aprendizaje o de conducta, si un joven ha delinquido, si aumentan los embarazos adolescentes, etc., la sospechosa es la familia. Nada de eso hubiera sucedido si el sujeto en cuestión hubiera crecido en otro clima familiar, se nos repite de manera insistente. En conclusión, todos pretendemos crear un clima familiar que no nos acabe haciendo culpables de ningún desaguisado de nuestro hijo. El problema es que la realidad es muy suya y no se deja torcer el cuello así como así. Quiero decir con esto que cada hijo bebe de mil fuentes distintas y, en consecuencia, siempre nos acaban sorprendiendo, en una dirección o en otra. Así que también los que creen ser los mejores padres del mundo tarde o temprano se llevan las manos a la cabeza para recurrir al consolador «¿Qué he hecho yo para merecer esto?».
Ya no es la cigüeña la que se presenta inesperadamente en casa con un bebé colgando del pico, sino que los hijos son algo minuciosamente programado. Pero al incrementarse el sentido de la libertad se incrementa también el sentido de la responsabilidad. Para ser padres hoy (es decir: para estar a la altura de lo que los nuevos padres «concienciados» se exigen a sí mismos) mucho más relevante que la cigüeña son los siguientes «atributos»:
— Dominar las técnicas de coaching.
— Estar al corriente de las guías de los «expertos» (que dicen basar sus consejos en saberes científicos sobre el desarrollo biológico, psicológico y emocional del niño).
— Sentirse predispuesto a cargar con la completa responsabilidad de la educación del hijo (ya no se fían, al menos no se fían del todo, de las tradicionales instancias educadoras, como los abuelos, la escuela, el barrio, los amigos, la iglesia, etc.).
— Estar siempre al tanto para prevenir cualquier peligro que pueda cernirse sobre el niño (con una actitud que con frecuencia se parece mucho a la paranoia).
— …
En definitiva, los padres han de hacerse cargo de las consecuencias del acto programado de tener un hijo y el precio a pagar por ello es la imposibilidad de liberarse del temor a que una decisión equivocada condicione fatalmente el desarrollo de su criatura y de su vida futura.
Los padres modernos se sienten sometidos a una especie de nuevo mandamiento científico-moral cuyo contenido exacto no conocen, que dictaría la manera correcta de educar a un hijo. Tienen la certeza de que existe porque si no existiera, ¿qué sentido tendría tanto debate, coloquio, mesa redonda, congreso, organización científica, especialista… tanta política de familia, tanta agenda nacional e internacional…? No obstante, esa misma regla parece establecer como primer mandamiento el deber de personalizar, de atender a la individualidad singular de cada criatura, de permitirle expresar lo que lleva en su corazón…
El resultado de todo esto es que hemos perdido claridad sobre una cuestión fundamental: a diferencia de sus abuelos, los padres modernos no saben responder a la pregunta «¿qué es un buen hijo?», cosa que dejaría perplejos a los abuelos, pero no parece inquietar especialmente a los padres modernos. Añado que tampoco algunas escuelas modernas parecen tener muy claro lo que es un niño. Un ejemplo patológico de lo que quiero decir nos lo ofrece un centro de primaria, la Coghlan Fundamental Elementary School, de la British Columbia, en Canadá. Los padres recibieron a principios de noviembre de 2013 una carta firmada por la dirección en la que se les comunicaba que a partir de ese momento los niños tenían prohibido jugar a pillar en el patio. Esta prohibición formaba parte de la política del centro de eliminar cualquier rastro de juego violento (