Marcos Paricio Paricio - La historia que nunca quise contar (Spanish Edition)
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- Libro:La historia que nunca quise contar (Spanish Edition)
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La historia que nunca quise contar (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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LA HISTORIA QUE NUNCA QUISE CONTAR
Marcos Paricio Paricio
Quiero agradecer a todas esas personas, buenos amigos en su mayoría, que con su ánimo me han ayudado a continuar con mi loca afición por la escritura.
Gracias de corazón a todos los que libro tras libro, con vuestras lecturas y comentarios, me habéis motivado a seguir.
Gracias también a esas personas, a las que no conozco personalmente, pero que a través de los primeros, me han mostrado ese cariño de igual manera.
Gracias a los que me descubren por primera vez, por su atrevimiento.
Gracias a mi familia, por ser mi gran apoyo.
Y gracias a Laura, por estar siempre a mi lado en el difícil proceso de escribir un libro.
Al terremoto y a la sonrisa.
A mis hijos Marcos y Valeria.
Por serlo todo para mí.
Os quiero hasta la luna… y vuelta.
En eso a todas las artes se aventajan los poetas:
Si muere un enfermo, nunca con el médico lo entierran:
Si pierde el pleito el letrado, el dueño pierde la hacienda.
¿Qué labrador ha buscado al astrólogo que yerra, aunque por los almanaques sembrase dos mil hanegas?
¿Qúe cosmógrafo castigan porque diga, que la Persia cae doce leguas de Flandes y diez y nueve de Illescas?
Pero un poeta que escribe comedias, tanto desea agradar a quien las oye, que es lástima, y aun vergüenza no perdonalle, si al blanco tal vez no acierta la flecha.
DON PEDRO.
A la mayoría de la gente, en algún momento a lo largo de su vida, le sucede algo que le marca profundamente y que lo guarda, bajo llave, en lo más hondo de su alma.
Es algo tan personal que no puede o no quiere compartirlo con nadie.
Puede que ni siquiera sepa muy bien cómo hablar de ello, pero en el fondo es consciente que ese recuerdo le perseguirá para siempre.
Tengo la convicción de que la mayoría de las personas guardan una historia que jamás se atreverán a contar a nadie, a no ser que el peso de la carga sea tan fuerte que, llegado el día, necesiten despojarse de él con la persona adecuada.
Mi historia, aquello que acude inquietante a mi mente cada cierto tiempo, ocurrió hace ya tres años, pero no ha pasado ni un solo día desde entonces en que no piense en todo lo que sucedió aquel invierno en Madrid.
Rompiendo la solemne promesa que me hice en su momento de no contar nada de lo ocurrido, hoy me he decidido a empezar este relato puede que con la única intención de intentar desterrar de mis recuerdos a oscuros demonios del pasado.
Sirvan estas líneas como comienzo a una historia que nunca quise contar.
Nunca se puede asegurar nada en esta vida, e ignoro si esta será mi última novela, pero de lo que sí estoy convencido es que pasará mucho tiempo hasta que por mi cabeza vuelva a rondar la loca idea de embarcarme en una aventura similar.
Por todo ello, como siempre hago, y en esta ocasión más que nunca…
Permítanme contarles una historia. Hónrenme con su lectura.
CAPITULO I
Se trataba de una lucha feroz. Llevábamos casi un cuarto de hora sin que ninguno de los dos diera su brazo a torcer, y aunque desde mi posición podía percibir que el arresto y empuje inicial de mi contrincante iban menguando, lo mismo me ocurría a mí.
Una leve gota de sudor recorrió mi frente corroborando el titánico esfuerzo al que me estaba sometiendo aquel malnacido.
Era un envite encarnizado, pero sabía que el tiempo jugaba a mi favor. Tarde o temprano conseguiría doblegarle al igual que había hecho con sus semejantes tantas y tantas veces.
Un ruido en la lejanía consiguió abstraerme de mi férrea concentración, momento en el que mi rival aprovechó para recuperar parte del terreno perdido, sin embargo el final estaba cerca y ambos lo sabíamos.
Reuní todas las fuerzas que me quedaban y de un seco empujón conseguí vencerle, empujándole hasta el más oscuro de los agujeros.
Alguien quizá alertado por el estridente sonido de mis gemidos llamó a la puerta y yo de forma rauda conteste con el socialmente aceptado “está ocupado”.
Tras limpiar los restos de la batalla me levanté y miré desde lo alto, triunfal, a mi duro oponente. Un remolino acuático se lo llevó sin mayor gloria que pueda dejar lo aquí relatado.
Disculpen que empiece este relato con una monumental cagada, pero tantos otros escritores han empezado así sus libros que confío en que uno más no tenga mayor importancia.
Como les iba diciendo, lo malo de vivir en una pensión de mala muerte en una de las nauseabundas y claustrofóbicas calles adyacentes a la Gran Vía madrileña no era la comida de aspecto dudoso y sabor inexistente que doña Dorotea nos ofrecía cada día.
Ni siquiera los ronquidos del jodido moro con el que compartía tabique y una insana afición al alcohol. Sin lugar a dudas, si alguien me hubiese preguntado, cosa poco probable por otro lado, que qué era lo peor de vivir en aquel antro, hubiese respondido que la falta de privacidad en el baño.
En más de una ocasión estuve tentado a irme de aquel lugar y buscar una pensión como Dios manda; con baño propio dentro de la habitación, servilletas y sábanas limpias a diario y una dueña de buen ver que aceptase esporádicamente hacer la vista gorda en el retraso del pago mensual a cambio de mis favores sexuales.
Así al menos me había imaginado yo que sería una buena pensión, pero quizá por mi desidia congénita, por mi más que precaria situación económica o puede que por un latente síndrome de Estocolmo, nunca me había atrevido a dar el paso en busca de la tierra prometida.
De eso hacía ya un año y medio. Dieciocho largos meses en los que el pollo con patatas de doña Dorotea era recibido por los comensales como un plato estrella en el rancio menú semanal.
A decir verdad, aquel económico manjar no tenía demasiada competencia, ya que el potaje aguado, las lentejas sin chorizo o el sempiterno cocido zamorano, provincia de la que era nativa doña Dorotea, no le llegaban ni a la altura de los zapatos a tan delicioso plato.
Cierta vez, quizá porque estaba en oferta al llevar dos semanas caducado, o quizá porque a nuestra anfitriona le dio un ictus a la hora de elaborar la lista de la compra, puso un abundante plato de jamón al centro de la mesa para acompañar a una coliflor que palidecía por segundos.
Cual jauría, los residentes habituales de la pensión nos sobrepusimos al shock inicial y nos lanzamos a por nuestra presa cual galgo al divisar a la escurridiza liebre.
Nelson Osvaldo, el travesti que era el residente más antiguo, utilizó toda su corpulencia física y se hizo de un manotazo con más de la mitad del plato. Higinio en un hábil movimiento, sin duda heredado de sus tiempos de boxeador, esquivó el zarpazo del travelo y consiguió colarse por debajo de su oscuro sobaco haciéndose con otra buena parte.
Justo cuando ya sólo quedaba un trozo en el plato, de reojo pude comprobar que me las tendría que ver con el jodido moro.
En aquel instante una luz se encendió en mi interior al comprender que su religión no le permitía comer cerdo, motivo por el cual sin duda me relajé en exceso y no me lancé en plancha como tenía pensado para no parecer un ansioso. Momentos después y sólo cuando vi al árabe masticando el jamón cual mastín en la corte de Felipe II me percate de la falta de valores que asola nuestra sociedad.
Si la siempre ponderada dieta mediterránea era diariamente vilipendiada en los fogones de doña Dorotea, la higiene tampoco era un punto del que se pudiera enorgullecer aquel sitio.
En una ocasión decidí dejar un papel y un palillo debajo de mi cama para comprobar, como escritor y mente inquieta que soy, el tiempo que tardaban en desaparecer. Debo decir que durante los cuatro meses que duró mi experimento, el palillo y el papel lejos de desaparecer, fueron reclutando a diversos objetos que vagaban por mi habitación, como monedas de bajo calibre, chicles duros, colillas de tabaco y lo que más me alarmó de todos provocando el abrupto final del experimento, un envoltorio abierto de un preservativo.
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