Ramón Menéndez Pidal - El Cid Campeador
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- Libro:El Cid Campeador
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1950
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El Cid Campeador: resumen, descripción y anotación
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Esta obra es el resultado de los largos estudios que realizó el autor sobre el Cid y su tiempo, que inició en 1893, cuando la Real Academia premió su trabajo sobre el Poema. En esta obra, después de señalar como confluyen en el épico río cidiano la Historia y la Poesía, sostiene que, por el contrario de lo que acaece en otras figuras míticas, el carácter real de Rodrigo Díaz de Vivar resulta de mayor interés poético que el de la leyenda e impugna afirmaciones de la cidofobia, que tuvo su origen en fuentes árabes, trazando la más completa y viviente biografía del Cid, al que sigue paso a paso, iluminando sus actos y revelando con nuevas luces el carácter de héroe representativo español que asume el Cid Campeador.
Ramón Menéndez Pidal
ePub r1.1
lgonzalezp 03.11.17
Título original: EL CID CAMPEADOR
Ramón Menéndez Pidal, 1950
Retoque de cubierta: lgonzalezp
Editor digital: lgonzalezp
ePub base r1.2
RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL (La Coruña, 13 de marzo de 1869 – Madrid, 14 de noviembre de 1968) fue un filólogo, historiador, folclorista y medievalista español. Estudió en la Universidad de Madrid, donde fue discípulo de Marcelino Menéndez Pelayo y, en 1899, obtuvo la cátedra de Filología Románica de la Universidad de Madrid, que habría de conservar hasta su jubilación, en 1939.
En 1925 fue elegido director de la Real Academia Española. Durante la Guerra Civil decidió salir de España y vivió en Burdeos, Cuba, Estados Unidos y París.
En 1939 cesó como director de la Real Academia Española en señal de protesta ante las decisiones que el poder político tomó sobre la situación de algunos de sus miembros; sin embargo, volvió a ser elegido director en 1947 y siguió en este cargo hasta su muerte, no sin conseguir, como pretendía anteriormente con su dimisión, que los sillones de académicos exiliados permanecieran sin cubrir hasta que fallecieran.
Menéndez Pidal incorporó a los estudios lingüísticos y literarios de su país los métodos comparatistas e historicistas europeos, con lo que sentó las bases de la moderna filología hispánica y se convirtió en uno de los más prestigiosos romanistas de la época. Con La leyenda de los infantes de Lara (1896) inició sus trabajos sobre épica española primitiva, labor continuada con una serie de ensayos sobre el Poema del Cid, cuidadosamente editado por él entre 1908 y 1911, y con obras como La epopeya castellana a través de la literatura española (1910) y La Chanson de Roland y el neotradicionalismo (1959). Su aprecio por la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, en consonancia con los autores de la Generación del 98, lo llevó a escribir La España del Cid (1929), en la que manifestó su dimensión de historiador.
Aportación fundamental a la ciencia filológica fue su Manual elemental de gramática histórica española (1904), reeditado numerosas veces, en el que despliega sus vastos conocimientos paleográficos con extraordinario rigor. Asimismo investigó los romances castellanos en Flor nueva de romances viejos (1928), Romancero hispánico (1953) y Cómo vive un romance (1954).
Otros textos notables son Poesía juglaresca y juglares (1924), Orígenes del español (1926), La lengua de Cristóbal Colón y otros ensayos (1942), España, eslabón entre la cristiandad y el Islam (1956) y El padre Las Casas y su doble personalidad (1963).
[1] Una reconciliación semejante se expone en la poesía épica cuando Alfonso III, oyendo a Bernardo del Carpio excusarse de haberle hecho larga guerra de desterrado, justifica al vasallo: «ca taciades en ello derecho y lealtad». Y lo mismo dicen del Cid, no Masdeu y Dozy, pero si todos los modernos que conocen las instituciones medievales, como E. Meyer: «fue la conducta del Cid desterrado señaladamente leal, ya que hubiera tenido derecho a guerrear al rey de Castilla, y solo combatió contra los infieles y los señorea cristianos enemigos suyos».
Tienen los españoles la fortuna de contar en sus creaciones poéticas más de un personaje que pueda por excelencia representar condiciones egregias del carácter colectivo, y por otra parte, poseen abundancia mayor de personajes de la vida real a quienes poder atribuir tal representación. Entre todos, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, merece con seguridad el primer puesto, pues aparece único en ser objeto preferente de una perdurable creación poética y en asumir a la vez una elevada significación histórica. Fue celebrado desde los primeros albores de la literatura hispánica en los cantos épicos tradicionales, y después en el romancero, en el teatro, en la novela y en la lírica de todos los siglos, siendo acogido por las literaturas extranjeras como tipo de alto valor humano; fue al mismo tiempo destacado en su fuerte valor real por la historiografía, siendo objeto de la primera biografía escrita en la literatura hispanolatina, siendo mencionado por crónicas coetáneas francesas y hebreas, y siendo sobre todo tratado extensamente por escritores árabes. Así el Cid vive en plena edad heroico-épica, como los más cantados héroes de la epopeya universal, pero a la vez recibe de lleno la luz de la historia, que no alumbra a ninguna de las grandes figuras épicas de otros pueblos.
El presente libro cree preciso atender al aspecto histórico, para salvar modernos descarríos. Fue un perfecto absurdo crítico el que algunos biógrafos han hecho al presentar al Cid iluminado solo por la luz rojiza y de intensas sombras que sobre él proyectaron los musulmanes enemigos. Es preciso ciertamente tener muy en cuenta la historiografía árabe, entonces mucho más desarrollada y experta que la latina, y no desatender ninguno de sus aspectos por desfavorables que sean; pero también es de urgencia, y de sentido común, que además de aquella luz siniestra de los textos musulmanes, recojamos los rayos de luz pálida y serena con que puedan alumbrarnos los más escasos documentos cristianos, y también los sobrios destellos veristas de la poesía primitiva, auténtica impresión que del héroe recibieron los coetáneos, los que convivían con él, «los que disfrutaban los beneficios de las hazañas de él», según dice el autor del Carmen Campidoctoris.
Y la figura del Cid de la realidad, a la doble luz con que la vieron los dos pueblos en guerra, permanece firme y segura como héroe que encarna las más altas cualidades humanas, aunque vivió envuelto en el turbión bélico de una de las épocas más calamitosas. Permanece como héroe representativo de uno de los momentos más críticos de la magna lucha entre los dos orbes históricos, cristiandad e islam; representativos, en particular, de España que, rechazando entonces una arrolladora invasión musulmana, corrió riesgo angustioso en un esfuerzo para afianzar el curso de la propia vida dentro de la vida del Occidente europeo. Héroe español en el sentido más pleno, porque para sus empresas se asocian los castellanos de Alvar Salvadórez y Alvar Háñez; los asturianos de Muño Gustioz y los hermanos de doña Jimena, condes de Oviedo; los gallego-portugueses del conde de Coimbra Martín Muñoz; los aragoneses de los reyes Sancho Ramírez y Pedro I; los catalanes de Ramón Berenguer el Grande, que hace condesa de Barcelona a la hija del Campeador. Así el Cid es el héroe epónimo
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