Devis Carlos - Un Inmueble Al Año No Hace Daño (Spanish Edition)
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- Libro:Un Inmueble Al Año No Hace Daño (Spanish Edition)
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- Año:2021
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Un Inmueble Al Año No Hace Daño (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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A Diana…
Mi amor, eres la musa que me inspira para expresar lo mejor de mí. Gracias, porque le tienes paciencia a mis demonios y a mis fantasmas, porque me empujas a la aventura y no dejas que me duerma en hábitos que me empequeñecen.
A ti, mi amor, que alegras mis días con tus risas y cuidas de mí, más de lo que yo lo hago.
COPYRIGHT / DERECHOS DE AUTOR
[UN INMUEBLE AL AÑO NO HACE DAÑO]
COPYRIGHT © 2021 POR CARLOS DEVIS
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Contenido
«El que no llora ¡no mama!».
Nunca pensé que iba a llegar a viejo tan rápido. Un día me miré al espejo y me vi con 20 años. Mi cabello era de color marrón oscuro, estaba vigoroso y brillante, y mi piel era tersa y suave. Cerré los ojos un instante, un instante, te lo juro, y cuando los abrí, tenía 60 años, mi pelo era blanco, escaso, mi piel estaba seca, tenía pliegues en la frente que recordaban a los caminos viejos, con sus subidas, bajadas y caídas. Todo ello fruto de los avatares de la vida, que seguro habían dejado más marca en mi alma y mi rostro que en mis recuerdos.
Fue como si me hubiera quedado dormido 40 años. Mi pasado era como un sueño del que apenas recordaba fragmentos. Me di cuenta de que había vivido una vida increíble. Una vida en la que había reído y llorado, amado y odiado. En la que fui un genio y un estúpido, generoso y mezquino, todo con la misma intensidad.
Recordé que a lo largo de mi vida trabajé muy duro, le di lo mejor a mi familia, escribí libros, creé empresas y también las quebré. Gané muchísimo dinero y lo perdí. Y volví a salir adelante de nuevo, renaciendo de mis cenizas, siempre con el objetivo de ayudar a mi familia y a mis seres queridos.
Me di cuenta, mientras reflexionaba sobre ello, que siempre había operado pensando en los demás, nunca en mí mismo. Mi pensamiento era siempre el mismo: «Dales lo que necesitan, luego tú te las arreglas con cualquier cosa». Fui responsable con todos, excepto conmigo.
Dado que toda la vida me las había arreglado para salir de las peores situaciones posibles asumí que siempre sería así. Que siempre me levantaría de nuevo. Pensaba que, aunque pasaran los años, siempre tendría energía para trabajar diez o doce horas al día, que mi mente estaría siempre operando a mil por hora y con la creatividad que siempre me había acompañado. Pensaba que yo seguiría siendo el joven dinámico y apuesto y que nunca me convertiría en una persona mayor, apagada y refunfuñona, alguien con quien ya no sería tan agradable trabajar. Qué importaba que yo me sintiera dinámico, lleno de vida y de proyectos.
La realidad me despertó de golpe esa mañana en mi casa de Tavares, en Florida, donde mi esposa Diana y yo vivíamos con nuestros dos hijos. Todavía estaba en la cama cuando me llegó un mensaje de texto a mi celular en el cual el banco me informaba: «Crédito denegado» sobre el asunto de la hipoteca que había pedido para comprar una casa. No podía creer que esto sucediera. Estaba tan seguro de que me la darían que ya había firmado el contrato de compra-venta hacía seis semanas.
Por aquél entonces yo vivía de la consultoría y ganaba como cualquier persona de clase media. En mi opinión, lo suficiente como para que el banco me diera la hipoteca que necesitaba. De hecho, en la primera entrevista con el banco, sus responsables me habían dicho que lo veían todo bien y que sin duda alguna calificaba como apto para la hipoteca que les pedía. Fue por ello que en casa lo celebramos con alegría, empacamos todos los muebles y nos preparamos para el trasteo, avisamos en el colegio de los hijos e incluso, enviamos una carta al dueño de la casa en la que vivíamos para decirle que nos íbamos y debíamos terminar el contrato.
Y ahí estaba yo, todavía en la cama, pensando en cómo le diría a mi esposa y a mis hijos que no me habían aprobado el crédito. Cómo les iba a matar, con una sola frase, el entusiasmo y la alegría que tenían. Diana le había contado feliz a su familia y a nuestros amigos las noticias de la nueva casa. Nuestros hijos se habían despedido con fiestas de sus compañeros y estaban listos para mudarse.
Cuando le conté la noticia a la familia, no obstante, se lo tomaron con muy buena actitud. Lo más difícil, en realidad, fueron mis propios pensamientos y emociones. Sentí rabia conmigo mismo, miedo, confusión, me pregunté cómo podía ser que, con el dineral que había pasado por mis manos, habiendo trabajado como un loco toda una vida, ahora no pudiera solucionar este problema a mi familia. ¿Cómo podía ser? Me encontraba a mis 60 años sin pensión, sin activos, con apenas 20.000 dólares ahorrados y sin crédito para comprar una casa.
En realidad, yo no quería abandonar ese lugar, era hermoso. Vivíamos a la orilla de un lago enorme, frente a un árbol de magnolia inmenso, con cedros centenarios al borde del lago, un paisaje repleto de garzas y de pájaros de todos los tamaños y colores que nos hacían sentir en el cielo cada mañana. Sin embargo, tenía que hacer algo y no sabía qué. Llamé a mi amigo Luis Eduardo Barón y le conté mi problema. Tras escucharme, me dijo lo siguiente:
—Carlos, tú sabes de bienes raíces, has tomado cursos, leído muchos libros, hecho buenos negocios, aplícalo para ti ahora.
Yo escuché su consejo con gratitud, sabía que tenía razón, pero dentro de mí reinaba la desesperanza, no sabía por dónde empezar. Por suerte, logré que el dueño de la casa en la que vivíamos nos extendiera el contrato mes a mes. Él sabía que éramos buenos inquilinos, por lo que no tenía interés en que nos fuéramos.
Pasaron así varios meses y no hice nada, absolutamente nada. Estaba paralizado en la negación, en el miedo, en la más absoluta desazón. Un día, sentado en jardín de mi casa, miré la casa vecina, que llevaba un par de años vacía.
Yo había oído que la dueña estaba en proceso de remate, que estaba perdiendo la casa, pero yo no la conocía. Vi a una mujer de unos 50 años entrando a la casa, me acerqué y le pregunté si era la dueña. Me respondió que sí. Entonces le pregunté si vendía la casa y me dijo que sí, siempre y cuando recibiera una buena oferta. Yo le pregunté qué entendía por una buena oferta y me contestó: «230.000 dólares».
Yo hice mis cálculos y pensé que la casa necesitaba unos 20.000 dólares en reformas y que, una vez arreglada, por su tamaño y ubicación podría venderse por 340.000 dólares. Tras ello le propuse lo siguiente: pagar de mi bolsillo los retrasos de la propiedad con el banco y darle 10.000 dólares en efectivo en aquel momento (que era justo la mitad de la cantidad que tenía ahorrada) y esperar un año hasta pagarle la cuota inicial.
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