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Paul Feyerabend - Adiós a la razón

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Paul Feyerabend Adiós a la razón

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Adiós a la razón Ciencia grupo de presión política o instrumento de - photo 1

«Adiós a la razón», «Ciencia: ¿grupo de presión política o instrumento de investigación?» y «Ciencia como arte» son los tres trabajos de Paul Feyerabend que integran el presente volumen, encabezado por un prólogo a la edición castellana titulado «Conocimiento para la supervivencia», donde queda resumido el ideal final de la filosofía del autor con las siguientes palabras: «… desarrollemos una nueva clase de conocimiento que sea humano, no porque incorpore una idea abstracta de humanidad, sino porque todo el mundo pueda participar en su construcción y cambio, y empleemos este conocimiento para resolver los dos problemas pendientes en la actualidad, el problema de la supervivencia y el problema de la paz; por un lado, la paz entre los humanos y, por otro, la paz entre los humanos y todo el conjunto de la Naturaleza».

Paul Feyerabend Adiós a la razón ePub r10 Titivillus 270315 Título - photo 2

Paul Feyerabend

Adiós a la razón

ePub r1.0

Titivillus 27.03.15

Título original: Farewell to Reason

Paul Feyerabend, 1984

Traducción: José R. de Rivera

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

PRÓLOGO A LA EDICIÓN CASTELLANA CONOCIMIENTO PARA LA SUPERVIVENCIA La ascensión - photo 3

PRÓLOGO A LA EDICIÓN CASTELLANA

CONOCIMIENTO PARA LA SUPERVIVENCIA

La ascensión del racionalismo en Occidente es el resultado de dos desarrollos, uno gradual e involuntario, y otro más bien repentino y basado en la obra de un pequeño grupo de intelectuales.

El primer desarrollo reemplazó los conceptos ricos y dependientes de la situación, propios de la primitiva épica, por unas pocas ideas abstractas e independientes de la situación. El segundo desarrollo dio comienzo con el descubrimiento, efectuado algo antes por Parménides, de que las ideas abstractas e independientes de la situación generan historias especiales, pronto llamadas «pruebas» o «argumentos», cuya trama no es impuesta a los caracteres principales, sino que «se sigue de» la naturaleza de ellos. No los relatos accidentales de una tradición que son a menudo contradichos por relatos procedentes de la misma tradición o de otras tradiciones, sino que son las propias cosas las que producen la historia y la dicen «objetivamente», esto es, independientemente de las opiniones y de las compulsiones históricas. Los dos desarrollos pronto se fundieron, y su presión conjunta afianzó el criterio de que el conocimiento es único —existe una sola historia aceptable: la «verdad»—, abstracto, independiente de la situación («objetivo») y basado en argumento. Se pueden hallar detalles y bibliografía en la sección 4 del ensayo «Ciencia como arte», incluido en el presente volumen, así como en mis escritos siguientes: Tratado contra el método (Tecnos, Madrid, 1981), capítulo 17; Philosophical Papers, vol. II (Cambridge, 1981), capítulo I; «Xenophanes: a forerunner of critical rationalism?», en Gunnar Andersson (ed.), Rationality in Science and Politics, Dordrecht, 1983.

La idea abstracta del conocimiento desempeñó un importante papel en la historia de la ciencia y filosofía occidentales, y ha subsistido hasta hoy. Es a menudo incompleta en un importante aspecto: no revela si, y cómo, los humanos van a sacar provecho de ella. Es, en parte, una supervivencia de las más primitivas formas de vida: el conocimiento abstracto, tal como lo han presentado algunos de sus más relevantes campeones, tiene mucho en común con los decretos divinos, y el propósito de los decretos divinos sólo en muy escasas ocasiones es explicado. La incompletud es también una consecuencia natural del enfoque abstracto: los conceptos «objetivos», es decir, independientes de la situación, no pueden captar a los sujetos humanos y el mundo tal como es visto y configurado por ellos. Con todo, los intelectuales han intentado frecuentemente extender el enfoque abstracto a todos los aspectos de la vida humana.

La tentativa es claramente paradójica: conceptos que son definidos de acuerdo con argumentos o historias-prueba explícitos, claramente formulados y drásticamente no-históricos, no pueden expresar en absoluto el contenido de conceptos que están adaptados a las características —en parte conocidas, en parte desconocidas, pero siempre cambiantes— de las vidas de los seres humanos, y por ello constituyen partes inseparables de su historia. Algunos de los primeros físicos fueron conscientes del problema. Ridiculizaron a los filósofos que pretendían reducir todas las enfermedades a unas pocas nociones simples, y contrastaron la pobreza de esas nociones con la riqueza de su propia experiencia práctica. Platón, pese a su inclinación fuertemente teórica, nunca dejó de preocuparse por la materia, y a menudo retornaba a las formas tradicionales de pensamiento. Pero la mayoría de los científicos y de los filósofos científicos no son conscientes de los problemas implicados; para ellos, el enfoque abstracto es el único punto de vista aceptable. (Esto también se aplica a pensadores modernos, como Bohm, Prigogine o Thom, que rechazan el armazón de la física clásica, demandan una filosofía más adecuada a los asuntos humanos, pero siguen creyendo que una teoría abstracta que incluya modelos de conducta humana al lado de átomos y galaxias será la que dé en el clavo. Sólo Bohr y, hasta cierto punto, Primas parecen haber dado cabida a la subjetividad de los seres humanos individuales).

Es interesante observar que elementos importantes del enfoque abstracto hacen su aparición incluso en campos que han sido cultivados en abierta oposición a él. Las humanidades son un ejemplo. Retóricos, poetas, humanistas, psicólogos humanistas, historiadores, frecuentemente han subrayado las deficiencias de los conceptos abstractos y «objetivos», y han desarrollado modos alternativos de investigación y descripción. Por ejemplo, subrayaron la importancia de «comprender» más allá y por encima de los experimentos, observaciones y argumentos basados en ellos. Pero ese «comprender» que emplearon era el suyo propio, o bien un proceso conformado por la profesión a la que pertenecían; la comprensión de personas ajenas entró a formar parte de sus clases docentes y de sus libros sólo después de haber sido tamizada por ese filtro particular. Por otra parte, las ideas de un individuo ingenioso o de un grupo privilegiado se convierten en modelo para la vida de los demás.

Pero, como se preguntará el lector impaciente, ¿de qué otra manera podemos proceder?, ¿de qué otra manera podemos adquirir conocimiento sobre el mundo y la posición de los humanos en él? Conseguir saber cosas es una empresa difícil, y sólo unos pocos tienen tiempo y disposición para ello. Esta es la razón por la cual necesitamos grupos especiales de gente especialmente preparada; esta es la razón por la cual necesitamos expertos. Estoy de acuerdo en que necesitamos expertos. Pero la cuestión es: 1) ¿cómo procederían esos expertos?; 2) ¿cómo han de ser juzgados sus resultados?, y 3) ¿quién tiene que decidir al respecto?

La tercera cuestión ya fue discutida en la antigüedad. Había esencialmente dos respuestas, a saber: 3A) los expertos deben ser juzgados por superexpertos, y 3B) los expertos pueden ser juzgados por todos.

La respuesta 3A era la de Platón. Los expertos, decía Platón, son muy buenos dentro de sus propios campos, pero carecen de un sentido de perspectiva y desconocen cómo se hacen consistentes los resultados especiales. Los filósofos (de la línea correcta) sí tienen este conocimiento. Por tanto, debiera dárseles el poder de acomodar la sociedad de acuerdo con sus ideas. Aún hoy perdura parte de la respuesta de Platón. Se halla en la creencia de que hay ciencias básicas y ciencias más periféricas, y que la empresa de avanzar y comentar el conocimiento correspondería exclusivamente a las ciencias básicas.

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