JOHN ROSEMOND
CÓMO TENER HIJOS FELICES Y ADAPTADOS
Cómo Tener Hijos Felices Y Adaptados copyright © 2014 John Rosemond. All rights reserved. No part of this book may be used or reproduced in any manner whatsoever without written permission except in the case of reprints in the context of reviews.
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ISBN: 9781449460297
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Para Eric y Amy
Índice de materias
Agradecimientos
Deseo expresar mi agradecimiento a
Todas las buenas personas del Charlotte Observer y de la revista Better Homes and Gardens por prestarme tanto respaldo y aliento durante todos estos años.
Mis clientes, por depositar su confianza en mí y permitirme entrar en sus vidas para aprender de ellas.
El Knight-Ridder Wire y todos los periódicos de Estados Unidos y Canadá que publican mi columna, por proporcionarme un público.
Todos los que han venido a oírme hablar alguna vez, por reírse en los momentos indicados.
Willie, la verdadera experta, por su amor y paciente respaldo.
Prólogo
En Estados Unidos hubo un tiempo en que las personas se casaban, tenían hijos y los educaban. Aquello no les robaba mucho tiempo ni les quitaba el sueño. Formaba parte de su quehacer cotidiano, como plantar semillas en primavera y recoger la cosecha en otoño. Si les surgía un problema en la educación de sus hijos, acudían en busca de consejo a sus abuelos, tíos abuelos y hermanos mayores, quienes ya habían fundado una familia.
Luego vino una guerra y un boom demográfico. Los jóvenes padres se fueron con sus hijos en busca de la tierra prometida. De las cenizas de la familia numerosa surgió una clase de expertos en educación totalmente distinta, los titulados con placas en la puerta de su despacho y enormes escritorios de caoba.
La retórica no tardó en sustituir a la realidad como moduladora de nuestras prácticas educativas. El absurdo desplazó al sentido común. Las familias norteamericanas convirtieron a sus hijos en el centro de la unidad familiar y los padres se volvieron permisivos y democráticos. Como cabía esperar, los niños se convirtieron en seres egocéntricos, comodones, consentidos, descarados y rebeldes.
En esos últimos cuarenta años la práctica y lógica tarea de educar a nuestros hijos la hemos revestido de un lenguaje farragoso y la hemos convertido en una materia abstracta y consecuentemente complicada. Lo que no ha sido pasto del romanticismo, el sentimentalismo y el idealismo, ha sido analizado y diseccionado por los expertos hasta tal punto que nuestra obsesión por los árboles ya no nos deja ver con nitidez el bosque.
Como consecuencia de ello, la educación de los hijos se ha transformado en una ciencia «pseudointelectual» en la que hay que exprimirse el cerebro para ser competente en ella. No obstante, educar nada tiene de intelectual. De hecho, cuanto más se exprime uno el cerebro, más probabilidades tiene de perderse en la espesura.
Ser buen padre no emana de la cabeza, sino del corazón y las entrañas. No es cuestión de pensar largo y en profundidad, sino de ser intuitivamente sensibles a nuestras propias necesidades y a las de nuestros hijos y estar anclados con firmeza en el terreno del sentido común. Los padres que piensan demasiado son propensos a decir, por ejemplo: «Educar a mi hijo es lo más difícil que he hecho jamás». Es comprensible. A mí solía pasarme lo mismo. Luego dejé de pensar tanto en ello, de obsesionarme con todos los pequeños detalles, de angustiarme por cometer algún error que pudiera arruinar la vida a mis hijos y empecé a prestar al menos tanta atención a mis propias necesidades y las de mi matrimonio como la que dedicaba a los chicos. Fue a partir de ese momento cuando la educación se hizo relativamente sencilla y amena.
Como escribo una columna de prensa además de libros y artículos sobre el tema, la gente cree que soy un experto en educación. Pues bien, ¡en realidad no se equivocan! Soy un experto en la educación de dos niños. Se llaman Eric y Amy. Cuando escribo estas líneas, Eric está a punto de cumplir veinte años y lleva dos en la universidad de Carolina del Norte. Estudia ingeniería, pero quiere ser piloto. Amy tiene dieciséis años y está a punto de terminar la enseñanza secundaria. No tiene proyectos claros sobre su futuro, y no la culpo. El tiempo no es nada esencial a su tierna edad. No podrían haberme tocado unos hijos mejores. Son inteligentes, divertidos, creativos y decididos.
Me he hecho experto en su educación aprendiendo de mis errores, la única forma que tienen los padres de hacerlo. No soy experto por haber obtenido un título universitario en psicología infantil. De hecho, mi formación académica contribuyó más a minar mi capacidad de educar a mis hijos que a mejorarla. La escuela universitaria me llenó la cabeza de un montón de abstracciones y de teoría sobre los niños y su educación, pero no hizo nada por cultivar mi sentido común. Consiguió que pensara largo y tendido sobre la forma «correcta» de educar a un niño; pero, cuantas más vueltas le daba, más me alejaba de mis intuiciones.
Por definición, la educación de los hijos no es difícil pero los expertos hicieron que lo pareciera y nosotros cometimos la equivocación de creerlos. Al fin y al cabo, ellos eran los titulados, ¿no? En realidad, a menudo su retórica era más confusa que esclarecedora. No obstante, si la despojamos de todo ese enrevesado lenguaje intelectual, descubriremos una serie de verdades fundamentales e intemporales que simplifican bastante la educación de los hijos. El inconveniente de estas verdades es que no son ni románticas ni sentimentales. Son realistas, pragmáticas y prácticas. Por ejemplo: la última finalidad de educar a nuestros hijos es ayudarlos a que salgan de nuestras vidas.
El propósito de este libro es exponer mi concepto de ésta y otras verdades igual de pragmáticas. Escribo desde el punto de vista de alguien que ha sido esposo durante casi veintiún años y padre durante casi veinte. De ahí parte el grueso de mi sabiduría. Ser psicólogo me ha facilitado el acceso a los medios, pero ha contribuido relativamente poco a dilucidar la verdad sobre la educación de los hijos.
En mi opinión, ya va siendo hora de que retomemos una visión más tradicional y lógica en este campo. De eso trata básicamente este libro. De poner al matrimonio en primer lugar, partiendo de que los hijos deben obedecer y contribuir significativamente a la familia y de que nosotros debemos proporcionarles todo lo que necesitan, pero también dosis moderadas de aquello que simplemente quieren. De separar el grano de la paja. Ninguno de los conceptos que expongo en este libro es nuevo. Todos han resistido la prueba del tiempo a través de incontables generaciones. Pero los perdimos de vista cuando intentamos convertir la educación de nuestros hijos en «cíencia y tecnología» para no perder el tren del «progreso».
Durante los primeros años que ejercimos de padres, mi esposa y yo leímos todos los libros que había que leer e hicimos cuanto aconsejaban esos presuntos expertos pero, a pesar de eso, nos fue fatal. Decían que debíamos respetar a Eric como a un igual, pero cuanto más lo respetábamos, menos lo hacía él. Decían que las familias debían ser democráticas; pero cuanto más lo éramos nosotros, más déspota se volvía Eric. Decían que no había que controlar a los niños, pero cuanto menos lo hacíamos, más se descontrolaba él. A medida que las cosas empeoraban, más culpables nos sentíamos nosotros, más inseguro se sentía Eric y más locos nos volvíamos todos.
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