Introducción
Admitir los errores
Dios no busca vasijas de oro, y no pide que sean de plata, pero debe tener vasijas limpias.
—Dwight L. Moody
Cuando yo era pequeño, parecía que todos los adultos fumaban, todas las mamás giraban continuamente Virginia Slims entre sus dedos mientras los papás charlaban con un Marlboro o un Camel colgando de un extremo de sus bocas. Todos disfrutaban de sus cigarrillos, que yo deduje que probablemente eran mejores que lo que la mayoría de ellos fumaban en la década de 1960. Mi propia mamá y papá, aunque eran padres maravillosos en muchos aspectos para poder contarlos, encajaban con los demás y fumaban al menos dos paquetes al día.
Al haberme criado en una casa llena de humo, nunca me molestó el olor. Un invitado no fumador lo habría identificado al instante y probablemente se habría quejado, pero mi familia no lo consideraba gran cosa. La mayoría de nosotros probablemente tengamos un olor que relacionamos con nuestra niñez: el limpiador con olor a pino de nuestra mamá o el Old Spice de nuestro papá. Para mí, el olor era el humo de los cigarrillos. Me resultaba extrañamente consolador porque era lo que hacía que el hogar oliese a hogar.
Ya que todos los amigos de mis padres también fumaban, sus hogares tenían el mismo olor; todos excepto la casa de Mike. Aunque yo no lo sabía en ese momento, recuerdo que me encantaba cómo olía la casa de Mike. Cada vez que yo atravesaba la puerta principal, sentía que acababa de entrar en un anuncio de ambientadores Sea Breeze. Es difícil describir a qué huele lo «limpio», pero yo creía que la mamá de Mike conocía la fórmula secreta. Cada habitación no solo relucía, sino que también olía tan fresco, a limón, y estaba tan brillante como si su mamá hubiese terminado de limpiar con Pledge antes de que nosotros entrásemos. Al mirar atrás, sé que ese olor fresco no era solo la presencia de un ambientador, sino la ausencia de humo de cigarrillos. Nadie encendía un cigarrillo en la casa de Mike.
Aunque los riesgos para la salud de fumar eran bien conocidos en la época, faltaban aún algunos años para que la Asociación Americana de Medicina (American Medical Association) publicase sus descubrimientos sobre los peligros de respirar humo de cigarrillos, especialmente para los niños. Sus conclusiones condujeron a una serie de anuncios públicos que mostraban a niños encendiendo un cigarrillo y echando humo, y otras escenas similarmente chocantes. Ningún padre estaba intentando envenenar a su familia y causar problemas de salud. Sin embargo, ponían inconscientemente en riesgo a todas las personas a las que querían, incluyendo a ellos mismos.
Donde hay humo
Me parece divertido ahora y en cierta manera triste e irónico. Padres de todo tipo advertían amorosamente a sus hijos: «Mira a los dos lados antes de cruzar la calle». «Ponte el abrigo para que no agarres un resfriado». «Lávate las manos para que no te enfermes». «No te metas en el agua hasta treinta minutos después de la comida» (yo aún no entiendo ese). Aunque hacían todo lo que estaba en sus manos para mantenernos seguros y protegernos del daño, muchos padres estaban de modo inconsciente envenenando a sus hijos con el humo de cigarrillos.
Yo no entendía lo poco sano que era mi hogar hasta que salía fuera el tiempo suficiente para respirar aire limpio y experimentar la diferencia. De hecho, después de vivir en un ambiente sin humo por primera vez en mi vida en mi residencia universitaria, cuando regresé a casa quedé sorprendido.
Las paredes, que yo recordaba de color definidamente blanco, tenían un matiz apagado y amarillento. Un fino velo gris impregnaba el aire. Incluso cuando nadie tenía un cigarrillo encendido, una inconfundible neblina llenaba la habitación y nos rodeaba a todos. Y en cuanto yo entraba por la puerta, el olor me golpeaba en la cara. En lugar de tener el confortable y familiar olor de mi hogar, mi antigua morada olía a viejo cenicero.
Al regresar a mi facultad, mi compañero de cuarto, «Spiff» hacía un gesto cuando yo entraba en nuestro dormitorio. Claramente, mi ropa y mi bolsa de lana llevaban el rancio olor a humo de cigarrillo. «¡Es repugnante!», gritaba él antes de lanzar mi bolsa al pasillo y decirme que me diese un baño.
Mi estómago me dio un vuelco cuando lo entendí. Durante los primeros dieciocho años de mi vida, viví en una nube de humo de cigarrillos, inconsciente del modo en que impregnaba mi piel, mis pulmones, mi garganta. Yo no solo olía a chimenea, sino que sin saberlo también inhalaba veneno diariamente. Yo no culpaba a mis padres; ellos no sabían que el humo de cigarrillo es prácticamente tan peligroso como inhalarlo de primera mano. Pero su ignorancia no cambiaba la realidad de la situación.
Contaminación espiritual
Me enorgullece decir que mi padre y mi madre vencieron su adicción al tabaco e hicieron lo que muchos parecen incapaces de hacer: dejar de fumar. Ellos reconocieron que algo que les gustaba y aceptaban tenía el potencial de dañarles a sí mismos y a quienes más amaban.
Estoy convencido de que muchos de nosotros estamos viviendo en ese mismo tipo de trampa peligrosa con nuestra salud espiritual. Sabemos que sentimos que algo no va del todo bien, que no nos estamos acercando más a Dios y siguiendo a Cristo del modo en que nos gustaría, pero no podemos concretar por qué. Aunque creemos en Dios y queremos agradarle, nos resulta difícil servirle con pasión y coherencia. Queremos avanzar espiritualmente, pero sentimos que corremos contra el viento. Queremos más, sabemos que hay más, pero simplemente parece que no podemos encontrarlo.
¿Por qué tantos cristianos con buenas intenciones dan un paso espiritual hacia delante y después dan dos para atrás? ¿Por qué anhelamos más de Dios en nuestras vidas y a la vez nos sentimos cada vez más lejos de Él? ¿Qué evita que crezcamos en esta relación que decimos que es nuestra principal prioridad?
Aunque muchos factores intervienen a la hora de responder a esas preguntas, finalmente creo que nuestro enemigo espiritual nos ciega con una cortina de humo de distracciones venenosas. Al igual que yo vivía inconsciente del humo que había en mi hogar, muchas personas no son plenamente conscientes de las fuerzas que entorpecen su crecimiento espiritual. Sin darse cuenta del impacto que tienen sobre su fe, aceptan relaciones dañinas, consumen medios de comunicación tóxicos, viven con hábitos adictivos, y se mantienen inconscientes de los efectos a largo plazo. Creemos que el modo en que vivimos es perfectamente bueno, normal, inofensivo e incluso positivo. Algunas personas no quieren echar una mirada sincera a su modo de vivir, afirmando: «Lo que uno no ve no le hará daño».
Desgraciadamente, eso no es cierto. Muchos individuos que inhalaron humo de cigarrillos en el aire, sin mencionar a todos los millones de fumadores, han sufrido efectos físicos permanentes y dolorosos. La verdad es esta: lo que muchas personas no saben no solo les hace daño a ellas, sino que también las mata espiritualmente.