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Sinopsis
En No seas tú mismo, el joven filósofo Eudald Espluga disecciona a la generación millennial. En clave autobiográfica y a través de iconos populares, descubriremos que la fatiga y el malestar también pueden ser subversivos: todo empieza con un «no».
Cansados, fracasados, ansiosos, empresarios de sí mismos, narcisistas, precarios… ¿Cómo se define una generación gestada a la sombra de un capitalismo voraz?
El filósofo Eudald Espluga crea en No seas tú mismo un mapa de retales de una generación hastiada y sobreexpuesta a los discursos de autosuperación personal, que ha vivido cómo el capitalismo digital se le metía bajo la piel. A través de referencias populares y cotidianas, descubriremos que esa fatiga puede subvertirse y transformarse en una forma de resistencia al neoliberalismo.
Escritos en primera persona, estos apuntes son una invitación a cuestionar el individualismo hiperproductivo y emprendedor.
No seas tú mismo
Apuntes sobre una generación fatigada
Eudald Espluga
A la Berta, pels malestars compartits,
i a en Teo, per ser-hi sempre
No seas tú mismo,
por favor, no seas tú mismo al bailar.
M ANOS DE T OPO
Es mi miseria la que hace que yo sea yo.
S IMONE W EIL
Es difícil para cualquiera ser uno mismo (y más aún si estamos forzados a vendernos). La cultura, y el análisis de la cultura, son valiosos en tanto nos permiten escapar de nosotros mismos.
M ARK F ISHER
No tengo treinta años y ya estoy casi roto
Una introducción
Un año entero durmiendo, hibernando. Un año entero en blanco, narcotizada, sin aprender ni experimentar nada. La protagonista de Mi año de descanso y relajación, la aclamada novela de Ottessa Moshfegh, se pasa un año entero encerrada en un letargo psicofarmacológico gracias a una mezcla de ansiolíticos, somníferos, vodka y blockbusters. Su abulia no resulta de una decisión racional, de un acto de voluntad asumido en un momento de extrema lucidez. Por el contrario, su comportamiento ha de interpretarse más bien como la conclusión lógica e inevitable de un proceso que la excede, del peso muerto de la rutina cayendo contra su cuerpo, del sinsentido manifestándose en forma de agotamiento profundo.
¿Depresión? ¿Ansiedad? ¿Burnout? Igual que Bartleby, el personaje del cuento de Melville, que un buen día desiste de toda iniciativa, la narradora de Moshfegh prefiere simplemente no hacer nada. Renuncia a la vida activa y a las relaciones interpersonales sin que los lectores tengamos muy claro el porqué. Su decisión —¿podemos llamar «decisión» al abandono radical de la propia voluntad?— permanece en esencia inmotivada: solo sabemos que espera ser mejor persona.
Dejé de depilarme las cejas, dejé de decolorarme, de hacerme la cera, de cepillarme el pelo. Nada de hidratarme ni de exfoliante. Nada de afeitarme las piernas. Rara vez salía del apartamento. Tenía las facturas domiciliadas. Había dejado pagado el impuesto anual de la propiedad del piso y de la antigua casa al norte del estado de mis padres muertos. El alquiler que los inquilinos de esa casa pagaban por transferencia aparecía una vez al mes en mi cuenta. Me llegaría el seguro de desempleo mientras siguiera llamando una vez por semana y pulsando «1» para «sí» cuando el robot me preguntase si me había esforzado de verdad en encontrar trabajo.
En su encierro radical, la narradora de Moshfegh no renuncia al mundo —o no solo al mundo—, sino que rechaza seguir siendo ella misma. Más que dormir o descansar, lo que quiere es desaparecer, perder la conciencia de su propia subjetividad. El suyo no es un retiro espiritual ni un recogimiento ascético a lo Thoreau: no quiere ser más auténtica, más libre ni más independiente. Tampoco pretende atrincherarse en la seguridad del espacio privado, en la calidez de lo personal. En este sentido, su historia no puede ser homologada al relato sociológico sobre la tiranía de la intimidad y la autoabsorción narcisista del yo. Bien al contrario, la narradora rechaza cualquier tipo de trabajo, especialmente el trabajo minucioso y constante que le supone «ser ella misma»:
[...] al final de mi hibernación, me despertaría —eso me imaginaba— y vería mi vida pasada como una herencia.
Mal clasificada como novela existencialista, Mi año de descanso y relajación debería ser vista como uno de los mejores retratos del paisaje emocional de la generación millennial. En la novela no aparecen selfies ni hípsters comiendo aguacate en barrios gentrificados (ah, qué mal envejecen los tópicos generacionales); no se insinúan futuridades distópicas en las que la extracción de datos y la hipervigilancia biométrica funcionen como una nueva forma de totalitarismo; tampoco abunda en los clichés que los grandes medios se han obstinado en asociar con la etiqueta «millennial»: nihilismo, frivolidad, hedonismo, narcisismo, deslealtad, debilidad, egoísmo, tecnodependencia. Y sin embargo resulta imposible no leerla como una radiografía precisa de lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han ha llamado, con enorme instinto comercial, «la sociedad del cansancio»: un sistema basado en la autoexplotación de la propia identidad que nos ha conducido a un estado depresivo de agotamiento estructural.
Es precisamente porque la novela funciona como manifiesto en favor de la docilidad radical, de la apatía militante, de la dejadez sistemática, que he querido empezar este libro hablando de Mi año de descanso y relajación: porque en lo que sigue defenderé, primero, que la fatiga debe ser vista como la figura fundamental de lo millennial y, segundo, que una suspensión total de la subjetividad como la que propone la novela de Moshfegh es la mejor respuesta ética, política y estética al imperativo productivista del capitalismo tardío.
Además, me interesa en particular que Mi año de descanso y relajación no sea una novela generacional —está ambientada en junio del año 2000, pero la protagonista nació en 1974—, porque permite jugar en los límites de la interpretación posible: por un lado, deslindar la representación de lo millennial de los principales tópicos mediáticos —en concreto de aquellos que tienen que ver con la tecnología digital y, sobre todo, con las redes sociales— y, por otro, no tomarme en serio la perspectiva generacional como principal parámetro de análisis de las condiciones de vida de un grupo de personas.