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Guide
Para Kurt Fischer, mentor y amigo
En todas las actividades es saludable de vez en cuando
poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas
que por mucho tiempo se han dado como seguras.
BERTRAND RUSSELL, FILÓSOFO BRITÁNICO
A finales de la década de 1940, la fuerza aérea de los Estados Unidos tenía un serio problema: sus pilotos no podían mantener el control de sus aviones. Aunque estaban en los albores de la aviación a reacción y los aviones eran más rápidos y complicados de hacer volar, los problemas resultaban tan frecuentes e implicaban tantas cuestiones de aeronáutica diferentes que las fuerzas aéreas se encontraron con un misterio crucial y alarmante en sus manos. «Fue una época difícil para la aviación», me contó un aviador jubilado. «Nunca sabías si ibas a terminar en tierra». En el peor momento, diecisiete pilotos se estrellaron en un solo día.
Los dos nombres gubernamentales que les dieron a esos contratiempos no relativos al combate fueron incidentes y accidentes, y se extendían desde zambullidas involuntarias y aterrizajes torpes hasta defunciones por aviones destruidos. Al principio, la cúpula militar culpaba a los hombres que estaban en la cabina, designando el «error del piloto» como la razón más común en los informes de accidentes. Es cierto que este juicio parecía razonable, puesto que los aviones rara vez funcionaban mal por sí mismos. Los ingenieros lo confirmaban una y otra vez, y comprobaban la mecánica y la electrónica de los aviones sin encontrar defectos. Los pilotos también estaban desconcertados. Lo único de lo que estaban seguros era de que sus habilidades de pilotaje no constituían la causa del problema. Si no se trataba de un error humano ni un error mecánico, ¿entonces qué era?
Después de múltiples investigaciones finalizadas sin respuestas, los oficiales centraron su atención en el diseño de la propia cabina. Allá por 1926, cuando el ejército estaba diseñando su primera cabina, los ingenieros tomaron las dimensiones físicas de cientos de pilotos masculinos (la posibilidad de que existieran pilotos femeninos nunca fue tomada en seria consideración), y utilizaron esos datos para estandarizar las dimensiones de la cabina. Durante las tres décadas siguientes el tamaño y la forma del asiento, la distancia de los pedales y la palanca, el peso del parabrisas, e incluso la forma de los cascos de vuelo, todo se construyó conforme a las dimensiones promedio de un piloto de 1926.
Ahora los ingenieros militares comenzaban a preguntarse si los pilotos se habían hecho más grandes desde 1926. Para obtener una valoración actualizada de las dimensiones de los pilotos, las fuerzas aéreas autorizaron el mayor estudio de pilotos jamás emprendido. En 1950, los investigadores de la base área de Wright, en Ohio, midieron a más de 4.000 pilotos con respecto a una escala de 140 dimensiones de tamaño, incluyendo la longitud de los pulgares, la altura de la entrepierna y la distancia desde el ojo hasta la oreja, y entonces calcularon la media para cada una de esas dimensiones. Todo el mundo creía que esta mejora en el cálculo del piloto promedio conduciría a una cabina que encajase mejor, y reduciría el número de accidentes… o casi todo el mundo. Un científico de veintitrés años recién contratado tenía dudas.
El teniente Gilbert S. Daniels no era la clase de persona a la que asociarías normalmente con la cultura saturada de testosterona del combate aéreo. Él era delgado y llevaba gafas. Le gustaban las flores y el paisajismo, y en la secundaria fue el presidente del Club del Jardín Botánico. Cuando se unió al laboratorio clínico de la base aérea de Wright, directamente desde la universidad, nunca antes había estado en un avión. Pero no le importó. Como joven investigador su trabajo era tomar medidas de las extremidades de los pilotos con una cinta métrica.
No era la primera vez que Daniels tomaba medidas del cuerpo humano. El laboratorio contrató a Daniels porque se había especializado como estudiante universitario de Harvard en antropología física, un campo que se dedicaba a la anatomía de los humanos. Durante la primera mitad del siglo xx este campo se centró en gran medida en intentar clasificar las personalidades de los grupos de personas de acuerdo con las formas medias de su cuerpo: una práctica conocida como «tipificación».
Sin embargo, Daniels no estaba interesado en la tipificación. Más bien, su tesina consistió en una comparación bastante cargante de la forma de las manos de 250 estudiantes masculinos de Harvard.
Así que, aunque las fuerzas aéreas le pusieron a trabajar midiendo pilotos, Daniels albergaba una convicción privada acerca de los promedios que rechazaba casi un siglo de filosofía del diseño militar. Mientras estaba sentado en el laboratorio aeromédico midiendo manos, piernas, torsos y frentes, se seguía haciendo la misma pregunta en su cabeza: ¿cuántos pilotos se ajustaban realmente a la media?
Decidió averiguarlo. Usando los datos de tamaños que había reunido de 4.063 pilotos, Daniels calculó la media de diez dimensiones físicas que creía que eran las más relevantes para el diseño, incluyendo la estatura, la circunferencia del pecho y la longitud de las mangas. Estas conformaron las dimensiones del «piloto promedio», que Daniel definió generosamente como alguien cuyas medidas estaban dentro de la media del 30% del rango de valores para cada dimensión. Así, por ejemplo, aunque la estatura media precisa que derivaba de los datos era 1,79 metros, definió la estatura del «piloto promedio» entre 1,73 y 1,85. Después Daniels comparó a cada piloto individualmente, uno por uno, con el piloto promedio.
Antes de calcular sus números, el consenso entre sus compañeros investigadores de las fuerzas aéreas era que una amplia mayoría de pilotos entrarían en la media en la mayoría de las dimensiones. Después de todo, ya se había preseleccionado a estos pilotos porque parecían ser del tamaño medio. (Si, por ejemplo, medías dos metros de altura, en principio nunca te habrían reclutado.) Los científicos también esperaban que un considerable número de pilotos estuvieran dentro del rango medio en las diez dimensiones. Pero incluso Daniels se quedó impresionado cuando tabuló el número real.
Cero.
De 4.063 pilotos, ni un solo aviador encajaba dentro del rango medio de las diez dimensiones. Un piloto podía tener una longitud de brazo superior a la media, pero una longitud de pierna menor. Otro podía tener un torso grande, pero caderas pequeñas. Más impactante aún fue descubrir que si escogías solamente tres de las diez dimensiones de tamaño —por ejemplo, la circunferencia del cuelo, la del muslo y la del pecho— menos de un 3,5 de los pilotos encajarían en la media de esas tres dimensiones. Los descubrimientos de Daniels fueron claros e incontrovertibles. No existía tal cosa como un piloto promedio. Si diseñabas una cabina para que encajase con el piloto medio, en realidad la habías diseñado para que no encajase con ninguno.
La revelación de Daniels era la clase de gran idea que podía haber terminado con una era de suposiciones básicas acerca de la individualidad, y haber fundado una nueva. Pero incluso las mayores ideas requieren una interpretación correcta. Nos gusta creer que los hechos hablan por sí solos, pero definitivamente no lo hacen. Después de todo, Gilbert Daniels no fue la primera persona en descubrir que no existía tal cosa como la persona promedio.
UN IDEAL DESENCAMINADO
Siete años antes, el Cleveland Plain Dealer anunció en su primera página un concurso patrocinado por el Health Museum de Cleveland, en asociación con la Escuela de Medicina de Cleveland y la Junta Educativa de la facultad de Medicina. Los ganadores del concurso obtendrían 100, 50 y 25 dólares en bonos de guerra, y diez afortunadas mujeres más obtendrían diez dólares en cupones de guerra. ¿El concurso? Presentar unas dimensiones corporales que coincidiesen lo más exactamente posible con la típica mujer, «Norma», representada en forma de estatua en la exposición del Health Museum de Cleveland.