Prefacio
L A VIDA ES como despertarse sobre el escenario de un teatro y descubrir, de repente, que se está ante el público, interpretando una obra que ya ha empezado. El resto de los actores interactúan contigo, mientras que el público en la sala observa con curiosidad qué papel vas a representar. En cuanto te percatas de que aquello no es un sueño, empiezan a asaltarte todo tipo de preguntas: ¿dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Quiénes son los otros? ¿Por qué me miran y qué piensan de mí? ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Por qué estoy aquí? ¿Y se puede saber cuándo acabará esto?
El filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) utilizó en una ocasión este símil teatral para ilustrar cómo las personas experimentan la existencia. Al nacer entramos de lleno en la única representación que habrá nunca de nuestra vida. No la hemos elegido ni estamos preparados para ella, puesto que no hay ningún ensayo general; se trata de un hecho singular e irrepetible para cada ser humano. La vida es, en efecto, única e incomparable.
A pesar de que las preguntas anteriores abordan los grandes temas de la vida, por lo general les prestamos poca atención. Apenas se tratan en la escuela y, de hecho, en nuestra sociedad hay cada vez menos lugares donde se puedan formular este tipo de interrogantes sobre la existencia. Es más, hoy en día no se valora a las personas que se hacen preguntas y que dudan, sino a las que se muestran seguras de sí mismas, las que no ven problemas, sino oportunidades, y asumen cada reto con proactividad, entusiasmo y valentía. Este ideal contemporáneo de persona independiente y orientada a los resultados se manifiesta de forma clara en las ofertas de trabajo. Las enormes expectativas que ello genera nos provocan estrés: ¿cómo vamos a poder satisfacerlas? No hacemos sino empeorarlo aún más cuando, en las redes sociales, mostramos a los demás lo supuestamente felices y perfectas que son nuestras vidas. Y, mientras tanto, apenas tenemos tiempo para preguntarnos qué estamos haciendo de verdad en este teatro.
Esta situación redunda en beneficio de todos aquellos que nos prometen sosiego y tranquilidad. Los centros de meditación, yoga y mindfulness proliferan como las setas; los amigos que practican la meditación nos explican que encuentran la armonía imaginando que sus pensamientos son como nubes que dejan pasar de largo. Entonces, nos aseguran que conseguiremos la tan ansiada paz en cuanto desconectemos y dejemos de pensar. Me imagino que eso debe de ser agradable en determinados momentos, pero en la filosofía, la cosa funciona justo al revés.
Filosofando se ejercita la amplitud de perspectiva. De forma voluntaria o inconsciente, a lo largo de la vida vamos incorporando ideas que determinan qué pensamos de nosotros mismos y de los demás, y qué vida queremos llevar. Estas influencias que se inician en la infancia, con la educación, también nos llegan a través de la publicidad, los libros, los amigos, las ofertas de empleo o la jerga de nuestro lugar de trabajo. Deberíamos prestar atención al lenguaje que determina nuestras vidas, pero ¿cómo hacerlo? ¿Y cómo podemos descubrir qué pensamientos nos ayudan y cuáles se interponen en nuestro camino?
La filosofía nos invita a examinar de forma crítica nuestras ideas y acciones, incluso las que nos parecen más evidentes. Al filosofar podrás crear un espacio saludable entre tú y tus esquemas mentales, y gracias a ello adquirirás flexibilidad mental y descubrirás que tu libertad de pensamiento es mayor de lo que creías. No encontrarás paz al dejar de pensar, sino al cuestionar tus pensamientos y enriquecerlos con viejas y nuevas ideas filosóficas. Así aprenderás a relativizar y descubrirás nuevas maneras de mirarte a ti mismo, al mundo y a todos los que te rodean.
Las crisis incitan a filosofar, pues con ellas desaparecen las certezas, las cosas que dábamos por sentado. Por ejemplo, después de una crisis matrimonial puede suceder que tu pareja y tú ya no volváis a celebrar juntos el cumpleaños de vuestros hijos; durante una crisis económica te preguntas de pronto si seguirás teniendo ingresos el mes siguiente; durante una pandemia, nos encontramos con que, de la noche a la mañana, ya no podemos abrazar a nuestros seres queridos. Cuando desaparecen las certidumbres se activan de forma automática las cuestiones existenciales. Y entonces hay que tomar decisiones.
El origen de la palabra «crisis» nos explica el porqué: proviene del verbo griego krinein , que significa juzgar, tomar una decisión. Una crisis no es tan solo un período de adversidad, sino que se trata de una época en la que todos hemos de separar el trigo de la paja. ¿Qué queremos y qué podemos conservar, y qué sacrificios estamos dispuestos a hacer para conseguirlo? Y también, ¿de qué podemos deshacernos gracias a una crisis?
En 2020, esta palabra ha sido una de las más utilizadas en los medios de comunicación: a la crisis del coronavirus le ha seguido una recesión económica, y al mismo tiempo estamos sumidos en una crisis climática. El confinamiento mundial parecía de vez en cuando un cruel experimento mental, en el que, de pronto, se hacían perceptibles dilemas abstractos. Durante ese período empezaron a salir a la luz temas que a menudo se mantenían latentes debajo de la superficie. En las tertulias televisivas y durante las conferencias de prensa se debatía sobre el equilibrio entre la economía y la salud, sobre los criterios que debían determinar a quién había que ayudar en tiempos de escasez de recursos, sobre cómo abordar el sufrimiento y la muerte, y sobre qué hace que nuestra vida valga la pena.
En esta edición ampliada del libro, que ya se publicó en 2018 y ahora llega por primera vez a los lectores en español, dedico especial atención a las ideas filosóficas que pueden ayudarnos en tiempos difíciles, así como a las comprensiones y perspectivas que nos han aportado las últimas crisis.
La historia de la filosofía es una conversación que se mantiene desde hace más de dos mil quinientos años en la que se buscan las palabras adecuadas. Resulta tranquilizador pensar que las preguntas que nos formulamos en la actualidad llevan siglos quitándole el sueño a los filósofos. La filosofía no da respuestas, pero filosofando se puede encontrar un lenguaje que resuene en el interior de cada uno de nosotros, un lenguaje con el que nos sintamos cómodos.
Mi familia era protestante y yo recibí una educación religiosa estricta. Durante siglos, las iglesias fueron los lugares donde se podían formular las grandes preguntas de la vida. Sin embargo, en la iglesia de mi infancia había sobre todo respuestas inamovibles. A medida que crecía, me sentía cada vez menos a gusto con el lenguaje que se utilizaba allí. Con palabras como «abnegación», «pecado original» y «juicio final», sentía que mi mundo se volvía más y más angosto y opresivo. Por ello, fue un verdadero alivio descubrir la filosofía y sumergirme en ella, pues me empujaba una y otra vez a observar mi vida y a verme a mí mismo de forma distinta. Poco a poco, gracias a la filosofía, la literatura y la poesía aprendí un nuevo lenguaje, lo que me aportó una enorme sensación de libertad y espacio. Tal como dijo en una ocasión el filósofo austrobritánico Wittgenstein (1889-1951): «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».
No importa si procedemos de un entorno sectario, ateo, de izquierdas, capitalista, hedonista o competitivo: todos saldremos beneficiados si adquirimos conciencia de las ideas que se han arraigado en nuestra mente. A través de la filosofía te darás cuenta de que siempre queda más por ver y por descubrir de lo que esperabas. Por mi parte, espero que este libro te permita ampliar los límites de tu mundo.