¿Por qué comemos un 35% más cuando comemos con otra persona, y un 75% más cuando somos tres? ¿Por qué el 27% de bebidas a base de zumo de tomate se consumen en los aviones? ¿Qué planes tienen los grandes chefs y las empresas alimenticias para transformar nuestras experiencias gastronómicas? Y lo más importante, ¿qué podemos aprender de estas revoluciones para preparar platos memorables en casa?
Estos son sólo algunos de los ingredientes de Gastrofísica, un libro en el que el brillante profesor de Oxford, Charles Spence, nos muestra cómo nuestros sentidos se relacionan de formas extraordinarias, y la importancia de todos los elementos «más allá del plato» en la comida: el peso de los cubiertos, el color del plato, la música de ambiente, y mucho más. Bien sea comiendo solo o en una fiesta, en un avión o delante del televisor, el autor nos ayuda a entender qué estamos saboreando y a influenciar en la experiencia de los demás.
Prólogo
Hubo un tiempo en el que los científicos —aparte del gran Nicholas Kurti, hoy difunto— no consideraban que la ciencia de la alimentación fuera un objeto de estudio serio o digno de atención. Cuando hablaba con ellos ofreciéndoles teorías basadas en lo que había observado y comprobado en la cocina de The Fat Duck, respondían con una sonrisa indulgente que parecía decir: «Tú limítate a cocinar, que nosotros nos ocupamos del resto». Debo admitir que los chefs no eran mejores al insistir en que la cocina tenía poco que ver con la ciencia, como si los huevos que estaban revolviendo no estuvieran experimentando el proceso técnico de la coagulación.
Pero Charles no era así. Una de sus virtudes es que tiene una curiosidad que abarca varias disciplinas y que, a pesar de su rigor científico, no se limita a un punto de vista académico estrecho. Al conocerle descubrí que muchas de las ideas que estaba explorando en mi cocina también las estaba explorando él en su laboratorio. Y así, como el lector verá en este libro, los dos empezamos a investigar juntos nuestras reacciones a la comida que vemos, oímos, olemos, tocamos y nos ponemos en la boca. Comemos con los ojos, los oídos, la nariz, la memoria, la imaginación y el intestino. Cada ser humano tiene una relación con la comida que en parte es positiva y en parte es negativa, pero al final se trata de emoción y sentimiento.
Para mí, esto se halla en el núcleo mismo de nuestra manera de reaccionar a la comida: lo que nos dice si una comida nos gusta o no es mucho más que la lengua (que detecta al menos cinco gustos) e incluso más que la nariz (que detecta incontables aromas): es la conversación entre el cerebro y el intestino mediada por el corazón. El cerebro rige nuestra respuesta emocional.
Este es un tema muy gratificante (que para nosotros, como seres humanos, es esencial entender), pero es indudable que también es complejo. Charles es el guía perfecto para iniciarnos en este mundo y para investigar con nosotros —de una manera accesible, entretenida e informativa— cómo funciona. En cada página hay ideas que nos hacen reflexionar y amplían nuestros horizontes, desde la noción de que todos vivimos en mundos gustativos separados y totalmente diferentes, a cuestiones como si los cubiertos son la mejor manera de trasladar la comida del plato a la boca.
Lo que me quedo de Gastrofísica es que, como dice Charles, en la boca muy pocas cosas son lo que parecen. El placer que obtenemos de la comida depende, mucho más de lo que podríamos imaginar, de nuestra subjetividad, de nuestras remembranzas, asociaciones y emociones. Es un tema fascinante en el que podremos dar nuestros primeros pasos gracias a la lectura de Gastrofísica.
H ESTON B LUMENTHAL
Entrante
«¡Abra bien la boca!», me dijo la mujer con su acento francés más seductor, y así lo hice. Y «me la introdujo». En aquel instante, con aquel gesto y aquel bocado, volvieron los recuerdos más borrosos de ser alimentado con cuchara cuando era un bebé (o, al menos, de cómo imaginaba que habría sido). Aquel plato, o más bien la manera de servirlo, también anunciaba cómo podrán ser mis últimas comidas a medida que se acerque la oscuridad. Así pues, si el lector quiere un solo ejemplo que ilustre que la comida es mucho más que una simple cuestión de nutrición, aquello lo fue: aquel bocado de gelée de lima en el restaurante The Fat Duck de Bray, muchos, muchos años atrás. Fue una experiencia increíblemente impactante, chocante, incluso perturbadora. Pero allí estaba yo, en el que pronto sería el mejor restaurante del mundo, mientras me daban de comer con una cuchara el menú de un tres estrellas Michelin. Bueno, al menos uno de los platos. Lo justo para dejar claro, simplemente, que comer es mucho más que lo que comemos.
Los placeres de la mesa radican en la mente, no en la boca.
La conciencia cada vez mayor de que el gusto es una actividad esencialmente cerebral ha llevado a algunos de los mejores chefs del mundo a contemplar de una manera nueva las experiencias que ofrecen a sus comensales. Tomemos, por ejemplo, el restaurante vanguardista de Denis Martin en Suiza (véase la figura 0.1). El chef se dio cuenta de que algunos clientes no disfrutaban de la comida tanto como creía que deberían, dado el esfuerzo que dedicaba a preparar los platos. Además, demasiados de sus clientes eran estirados y reservados. ¿Cómo iba a disfrutar de la comida alguien que entrara por la puerta con cara de pocos amigos? La solución fue extraordinariamente sencilla y consistió en colocar una vaca en cada mesa.
Al principio del servicio no ocurre nada hasta que alguno de los comensales, curioso por saber si lo que ve sobre la mesa es una versión suiza de un salero o de un molinillo de pimienta, levanta la vaca, y cuando la inclina para mirar debajo suena un mugido lastimero. Los comensales suelen reír ante la sorpresa. Luego, al cabo de unos momentos, el comedor estalla en un coro de mugidos y el restaurante se llena de las risas de los comensales. El humor ha mejorado y entonces es cuando sale el primer plato de la cocina.