© Mario Hernández Zambrano, 2021
© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2021
Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co
Primera edición (Colombia): diciembre de 2021
ISBN 13: 978-958-42-9862-1
ISBN 10: 958-42-9862-3
Desarrollo E-pub
Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
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A mis padres, Solón Hernández y Ana Victoria Zambrano;
mis hermanos, Marvin, Ladys y Álvaro; mis hijos, María
Fernanda, Mario y Lorenzo; a sus madres, Yolanda y Olga Lucía;
a mis amigos y a todos mis colaboradores, que son mi gran familia.
CAPÍTULO 1
MIPALABRAESMI FIRMA
H ace sesenta años caminaba por las calles sin un peso en los bolsillos. He tenido que empezar de nuevo muchas veces, pero siempre con una idea fija: insistir. Tengo ochenta años y siento que todavía tengo mucho por aprender y por hacer. Me siento todavía en primaria, aprendiendo cada día. En mi vida todo ha sido una enseñanza: todo lo que me ha pasado, toda la gente que he conocido, todo lo que he visto y escuchado me ha preparado para llegar donde he llegado, tal vez sin saber al comienzo hacia dónde iba o sin darme cuenta del camino que iba construyendo al andar. Mis principales guías han sido el sentido común, querer hacer las cosas bien, ayudar a los demás y creer que no hay ninguna dificultad que sea imposible de superar. El éxito, al final, es el resultado de hacer bien las cosas.
Desde muy niño me he sentido atraído por las cosas bien hechas y de buen gusto; tengo en la mente la idea de ser siempre mejor de lo que ya soy, superarme cada vez. A medida que crecía, vi que era posible progresar para que la gente a mi alrededor también lo hiciera. Siempre me ha gustado cuestionar, indagar y opinar porque sé que todo puede ser mejor. No tengo doble faz y digo lo que siento; si me hubiera puesto a ponerle atención al qué dirán, no habría hecho nada. Hoy creo que uno puede ser ignorante, pero no ignorado.
Gracias a Dios —porque soy una persona creyente—, la vida me ha dado todo lo que he necesitado para hoy decir con tranquilidad que soy feliz. No tuve muchas cosas materiales cuando era joven y creo que cada cosa que he conseguido ha sido porque la vida misma me ha puesto enfrente las situaciones para encontrar las oportunidades, superar la adversidad, ayudar a otras personas a ser mejores y así salir todos adelante. Incluso en los momentos más complicados, he visto lo positivo. La vida es eso: una gran oportunidad, despertarnos cada día nos da la oportunidad para ser agradecidos y para hacer más y por más personas. Siempre lo repito: a mí me ha gustado en la vida hacer que las cosas sucedan, encontrar cómo resolverlas, proponer soluciones y salir adelante, pero no como individuo, sino como sociedad. No he querido ser el más grande, pero sí el mejor y ser reconocido como una persona transparente, honesta y clara, no tener rabo de paja. Si me preguntan, yo no sé hacer nada, pero he sabido conseguir que las cosas se concreten; me gusta hacer seguimiento de cada detalle y esa ha sido una de las claves para alcanzar metas en los negocios y en la vida. Eso y ser claro: decir “sí” o “no”, no perder tiempo ni hacérselo perder a nadie.
Mi familia, mis amigos, mis colaboradores y la gente que me conoce saben que cuando algo se me mete en la cabeza, nadie me lo saca y no desisto hasta conseguirlo. Puede ser el diseño de un nuevo producto, la búsqueda de nuevos materiales, incursionar en nuevos mercados o apoyar alguna obra que considere necesaria para el país o que beneficie a la gente. Creo firmemente que uno, como persona, siempre debe estar mejorando, ver qué más puede hacer por los otros, qué más puede aprender y crear, porque crear es crecer. También estoy convencido de que lo material es pasajero; tan solo quedan las experiencias, el cariño de las personas, las enseñanzas y la satisfacción de haber ayudado a la gente, por eso siempre lo he dicho y lo repito: al mundo vinimos empelotos y nos iremos empelotos. El amor es eso, ayudar para que otros también surjan. Para mí no existe un “no se puede” o “eso es imposible”; la vida no trae problemas, sino oportunidades y soluciones. Nunca me he varado, si no hay taxis, habrá buses, siempre hay solución. No me canso de repetirlo y de decirlo: la vida es eso, una gran oportunidad de aprender, crecer y hacer el bien, y la vida misma se encarga de proveer lo que cada quien necesita y en el momento exacto. Cada persona verá qué decide y mirará qué cambia de su vida, cómo surge, cómo sale adelante y progresa. Para mí no existe el fracaso, porque absolutamente todo en la vida son enseñanzas y lecciones; depende de cada uno entender cómo las aprovecha.
Los grandes premios que la vida me ha dado son mantener mi mente joven, ser bien recibido en todas partes, contar con una familia maravillosa y los empleados que trabajan conmigo: ellos no trabajan para mí, sino por ellos mismos, por surgir, crecer y trabajar con pasión todos los días. Yo hoy no trabajo para mí, sino para ellos. Definitivamente, uno recoge lo que siembra.
Tuve mi primer trabajo a los catorce años. La cuestión era simple: si no trabajaba, no había qué comer en la casa. Sé lo que es comenzar de abajo, ser desplazado por la violencia, llegar a una tierra que no es la de uno, abrirse camino, sin patrocinios, apellidos ni ayudas; y sé que cada persona lo puede lograr también si se lo propone, porque todos somos iguales, solo que a este mundo no todos vinimos a hacer lo mismo, ni a hacerlo de la misma manera que otros lo han hecho. Todos llegamos con el pan debajo del brazo, pero es responsabilidad de cada uno ver si se lo come con mantequilla, con jamón o con lo que quiera: cada quien es responsable de su destino y de la mentalidad con la que asume su situación particular.
Mi familia y yo llegamos desde Capitanejo, Santander, a Bogotá. Mi padre, Solón Hernández; mi madre, Ana Victoria Zambrano; mis hermanos, Marvin y Ladys, y yo, salimos huyendo de la Violencia entre liberales y conservadores. Mamá nació en Onzaga, y papá, en Capitanejo. Él siempre estuvo muy metido en política y llegó a ser el primer alcalde del Partido Liberal en su pueblo. Ella era bachiller, en una época en la que muy poca gente terminaba el bachillerato, mucho menos las mujeres, y había conseguido trabajo como telegrafista en Capitanejo, donde se conocieron.
Papá era un viejo muy templado, dedicado a la ganadería y la agricultura, tenía negocios y siempre andaba en política. Lo recuerdo como un hombre grande, elegante, con trajes de paño de tres piezas, sin importarle el calor intenso de un pueblo tabacalero como Capitanejo, en la cuenca del río Chicamocha, provincia de García Rovira. Papá tuvo casi dos docenas de hijos antes de conocer a mamá, con quien se casó cuando él ya bordeaba los sesenta años, mientras que ella apenas tenía veintitrés. Tuvieron un estanco, como se conocían las tiendas de la época, al cual llegaban las distintas señoras con quien él había tenido hijos, y mamá se aseguraba de que a todas se les diera comida, demostrando la enorme generosidad que marcó toda su vida.