Orhan Pamuk
El libro negro
Traducción de Rafael Carpintero
“Cuenta Ibn Arabi como algo realmente sucedido que un compañero suyo, que se convirtió en gran maestro y fue llevado a los cielos por los espíritus, llegó a la montaña de Kaf, que rodeaba el mundo sin interrupción, y vio que una serpiente rodeaba la montaña. Hoy día se sabe que no existe una montaña que rodee el mundo ni una tal serpiente a su alrededor.”
“Muhyddin Arabi”, Enciclopedia del Islam, AHMET ATES
1. La primera vez que Galip vio a Rüya
Adli: «¡No uses epígrafes porque matarían el misterio de la escritura!».
Bahti: «Si tiene que morir así, mata entonces tú también el misterio, ¡mata al falso profeta vendedor de misterios!».
Cartas a un joven periodista, M. BALAMIR
Rüya dormía boca abajo en la dulce y templada oscuridad cubierta por los altozanos, los valles sombríos y las suaves colinas azules del edredón de cuadros azules que se extendía desde la cabecera hasta los pies de la cama. Desde el exterior llegaban los primeros sonidos de la mañana invernal: coches y viejos autobuses que pasaban de vez en cuando, el ruido de las vasijas de cobre del vendedor de salep, que colaboraba con el vendedor de bollos, cuando las dejaba en la acera, y el silbato del jefe de la parada de taxis colectivos. En la habitación había una plomiza luz invernal filtrada por las cortinas azul marino. Galip, entontecido por el sueño, miró la cabeza de su mujer, que se extendía fuera del edredón azul: la barbilla de Rüya estaba hundida en la almohada de plumas. En la curva de su frente había algo sobrenatural que provocaba que uno se preguntara con temor por las cosas maravillosas que en ese momento pudieran estar ocurriendo en su mente. «La memoria -había escrito Celâl en una de sus columnas del periódico- es un jardín». «Los jardines de Rüya, los jardines de Rüya… -pensó Galip-, no pienses, no pienses, o sentirás celos». Pero Galip pensó mirando la frente de su esposa.
En ese momento le habría gustado pasear entre los sauces, las acacias, los rosales trepadores y bajo el sol de aquel jardín de puertas cerradas de Rüya, sumergida en la tranquilidad del sueño. Temía avergonzado los rostros que pudiera encontrarse allí: ¡Hola! ¿Tú también estás aquí? Viendo con curiosidad y dolor inesperadas sombras de hombres tal y como vería los desagradables recuerdos, conocidos y esperados: Disculpe, hermano, ¿usted dónde ha coincidido con mi mujer, dónde la ha conocido? Hace tres años en su casa, en una revista extranjera de modas que se había llevado de la tienda de Aladino, en el edificio, de la escuela secundaria a la que ustedes iban juntos, a la entrada de un cine en el que ustedes entraban cogidos de la mano… No, quizá la memoria de Rüya no estuviera tan poblada ni fuera tan despiadada; quizá ahora, en el único rincón soleado del oscuro jardín de su memoria, Rüya y Galip salían de paseo en barca. Seis meses después de que la familia de Rüya se mudara a Estambul, Rüya y Galip habían contraído las paperas. Por aquel entonces, a veces la madre de Galip, a veces la bonita madre de Rüya, la Tía Suzan, o a veces ambas a un tiempo, cogían a Galip y a Rüya de la mano, tomaban un autobús que temblaba a lo largo del camino adoquinado e iban de paseo en barca en Bebek o en Tarabya. En aquellos años los microbios eran famosos pero las medicinas no: se creía que el aire puro del Bósforo le iba bien a las paperas de los niños. Por las mañanas el mar estaba tranquilo, la barca blanca, el mismo barquero siempre amistoso. Ellas, madres y cuñadas a un tiempo, se sentaban a popa y Rüya y Galip en la proa, uno al lado del otro, ocultos detrás de la espalda del barquero, que subía y bajaba. El mar se deslizaba lentamente bajo sus pies y sus flacos tobillos, tan parecidos, que ellos alargaban hacia el agua; algas, manchas de fuel de siete colores, guijarros pequeños y semitransparentes y trozos de periódico aún legibles que miraban por si en ellos había algún artículo de Celâl.
La primera vez que Galip vio a Rüya, seis meses antes de enfermar de paperas, estaba sentado en un taburete que habían colocado sobre la mesa del comedor y el barbero le cortaba el pelo. En aquella época, Douglas, el alto y bigotudo barbero, venía cinco días por semana a casa y afeitaba al Abuelo. Eran los tiempos en que las colas del café se alargaban ante las tiendas de Arap y Aladino, en que los contrabandistas vendían medias de nailon, en que en Estambul se iban multiplicando los Chevrolet modelo del 56, en que Galip empezó la escuela primaria y en que leía con atención los artículos que Celâl escribía en la segunda página del diario Milliyet cinco veces por semana bajo el nombre de Selim Kacmaz, pero no cuando aprendió a leer y escribir porque la Abuela le había enseñado dos años antes. Se sentaba en una esquina de la mesa del comedor; después de que la Abuela le anunciara con voz ronca que la mayor magia consistía en cómo encajaban las letras unas en otras, soplaba el humo del cigarrillo Bafra que nunca le faltaba en la comisura de los labios, el humo provocaba que se humedecieran los ojos de su nieto y entonces el caballo de extraordinario tamaño que había en la cartilla azuleaba y cobraba vida. Aquel enorme caballo, bajo el que estaba escrito que era un caballo, era mayor que los huesudos animales de los carros del aguador cojo y el trapero ladrón. En aquellos tiempos Galip pensaba en que le habría gustado verter una poción mágica que le diera vida a aquel saludable caballo de la cartilla cuando la echara sobre el dibujo, pero luego, como no le permitieron empezar la escuela primaria en segundo, encontraría estúpido aquel deseo mientras volvía a aprender a leer y escribir en la escuela con la misma cartilla del caballo.
Si por aquel entonces el Abuelo, como le había prometido, hubiera podido traerle de la calle aquel elixir mágico en una botella color granada, a Galip le habría gustado verterlo sobre los viejos y polvorientos números de la revista L'Illustration llenos de zepelines, cañones y muertos de la Primera Guerra Mundial, sobre las postales que el Tío Melih enviaba de París y Marruecos y sobre la fotografía de la orangutana amamantando a su cría que Vasif había recortado del periódico Dünya y sobre los rostros de gente extraña que Celâl recortaba de los diarios. Pero el Abuelo ya no salía a la calle, ni siquiera para ir al barbero, se pasaba el día en casa. No obstante, se vestía como cuando salía a la calle e iba a la tienda: una vieja chaqueta inglesa de anchas solapas y color plomizo como la barba que le crecía los domingos, un pantalón caído, gemelos y, como decía Papá, una «gorbata» de funcionario de algodón. Mamá no decía «gorbata», sino «corbata» porque antiguamente la familia de Mamá había sido más rica. Luego Mamá y Papá hablaban del Abuelo como si hablaran de una de esas casas de madera de pintura desconchada de las que se derriba alguna cada día que pasa; poco después, si olvidaban al Abuelo y comenzaban a levantarse la voz el uno al otro, se volvían hacia Galip: «Vete arriba a jugar. ¡Vamos!». «¿Puedo subir en ascensor?» «¡Que no suba solo en el ascensor!» «¡No subas solo en el ascensor!» «¿Puedo jugar con Vasif?» «¡No, que se enfada!»
La verdad es que no se enfadaba. Vasif era sordomudo pero cuando yo me arrastraba por el suelo él entendía que estaba jugando al «pasaje secreto» y que mientras cruzaba por debajo de las camas me aproximaba al final de una cueva como si llegara al fondo de la oscuridad del edificio, como un soldado que avanza con el sigilo de un gato por un túnel que ha cavado a cubierto del enemigo, y que no me burlaba de él, pero, exceptuando a Rüya, que apareció después, ninguno de los demás lo comprendía. A veces Vasif y yo mirábamos largo rato por las ventanas los raíles del tranvía en la calle. Una de las ventanas del balcón de cemento de aquel edificio de cemento daba a la mezquita, que era uno de los extremos del mundo, y la otra daba al otro extremo, el instituto femenino; entre ellos estaban la comisaría, dos enormes castaños, la esquina y la tienda de Aladino, que funcionaba como un reloj. Cuando Vasif, mientras contemplábamos a los que entraban y salían de la tienda y nos señalábamos los coches que pasaban, se excitaba de repente y emitía un terrible sonido ronco como si peleara a muerte con el diablo en sueños, me pillaba desprevenido y me asustaba. Entonces el Abuelo, que estaba sentado en un sillón bajo y cojo frente a la Abuela, ambos fumando como chimeneas mientras escuchaban la radio, le decía a la Abuela, que no le escuchaba: «Vasif ha vuelto a asustar a Galip», y entonces nos preguntaba, más por costumbre que por curiosidad: «¿Cuántos coches habéis contado?», pero ni siquiera atendían a la información que les daba sobre el número de Dodge, Packard, DeSoto y los nuevos Chevrolet.
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