Introducción
Son tiempos difíciles. Llevamos vidas aceleradas con una cantidad considerable de convulsiones políticas, económicas y ecológicas cuyas consecuencias —el miedo, la aprensión y el estrés— hacen que la vida sea complicada para todos, con la excepción, quizá, de aquellos que viven en constante negación, misma que sólo retrasa el dolor y, probablemente, lo empeora.
Pero la vida siempre ha sido difícil. Una vida humana, en un mundo humano, en un planeta limitado, ha representado siempre una idea por demás desoladora. Taparse los oídos y asumir una postura egoísta y a la defensiva jamás ha sido un mecanismo de supervivencia adecuado, por más natural que nos resulte ese impulso. La evolución nos ha programado de la manera opuesta: somos animales cooperativos, condicionados profundamente a cuidarnos unos a otros. Nuestros corazones están hechos para amar.
La compasión y la conexión con otros no sólo se sienten bien y acertadas (como nuestras múltiples tradiciones religiosas nos lo han enseñado), sino que también convierten las dificultades en oportunidades, como hemos visto tantas veces tras alguno de los cada vez más frecuentes desastres naturales, cuando la gente hace hasta lo imposible por ayudar a sus vecinos. Cuando eso ocurre, la tragedia se convierte en inspiración.
Paradójicamente, la vida puede parecer más significativa (y no menos) cuando nuestro mundo se estremece. Al presenciar la verdadera compasión ante grandes sufrimientos, parece que trascendemos nuestras dificultades. Cuando sentimos ganas de ayudar, ayudamos y somos ayudados, y nos convertimos en personas más fuertes, más felices, más resistentes.
Contrariamente a lo que podríamos pensar, la compasión y la resiliencia no son cualidades humanas inusuales reservadas sólo para los santos. Tampoco son experiencias adventicias que surgen en nuestro interior de manera exclusiva en circunstancias extraordinarias. De hecho, cualquiera con disposición a dedicarles el tiempo necesario puede cultivar de manera sólida estas cualidades humanas esenciales, valoradas por todos. Pueden convertirse en quienes somos y en como vivimos el día a día. Podemos entrenar nuestra mente. No estamos obligados a conformarnos con las habituales formas de ver y sentir egoístas y temerosas.
¿Cómo se entrena la mente?
La mente, en el sentido en el que la abordaremos en este texto, es más que el intelecto; comprende también sensaciones, emociones, sutiles sentidos de subjetividad, deseos, aspiraciones, actitudes, imágenes, conceptos, percepciones y mucho más. En una palabra, la mente es conciencia: la suma total de nuestra experiencia humana. Vista así, la mente incluye también al cuerpo: somos conscientes de nuestras sensaciones corporales, y nuestras emociones —y tal vez también nuestros pensamientos— nos afectan corporalmente, y viceversa.
La mayoría de nosotros consideramos que nuestra herencia genética y nuestras experiencias de vida fijan nuestras mentes, el “cómo somos”, nuestras actitudes y nuestras reacciones. Damos por sentado que nuestros sentimientos y nuestras reacciones básicos están predeterminados, como marcas indelebles en nosotros. Podemos aprender información y habilidades específicas; por eso vamos a la escuela o invertimos en adistramientos. Aun así, nuestro carácter básico sigue siendo el mismo. Si estamos programados genética y ambientalmente para ser personas iracundas, tristes o alegres, seguiremos siendo más o menos así toda nuestra vida. Somos quienes somos.
Pero la ciencia cognitiva contemporánea ahora contradice esta presunción. En efecto, nuestro carácter, nuestros patrones de pensamiento y de emoción son mucho más fluidos de lo que pensábamos. Nuestros cerebros se renuevan con la actividad y con la reflexión; son, como dicen los científicos, plásticos. Así que es posible entrenar la mente y cambiar nuestros patrones emocionales y de pensamiento. Éstas son noticias que apenas comenzamos a digerir.
Nuestra mente inicial, sin entrenamiento, para la mayoría, no está muy inspirada. Nos desesperanzamos, nos distraemos, nos ofendemos y nos lastimamos con facilidad. Cuando las cosas no salen bien, cuando la vida nos presenta retos difíciles o graves, es más probable que lloremos y nos quejemos, que nos pongamos a la altura de las circunstancias. Nuestros horizontes son muy limitados. Queremos ser exitosos y realizarnos, pero nuestra endeble confianza personal nos detiene en seco. O tal vez el éxito no alcanza para satisfacer nuestras necesidades internas. Queremos amar y ser amados, pero nuestros egos heridos y nuestros pasados borrascosos no permiten que el amor venga de manera fácil o natural. Incluso las vidas que aparentan ser felices y estar completas llegan a ser solitarias y a estar insatisfechas. Y, por otro lado, cuando decimos estar conformes con nuestras vidas es posible que sea porque nos hemos fijado expectativas muy bajas. No hemos explorado las grandes posibilidades, ni considerado que podemos amar de manera amplia y absoluta, y que podemos ser personas compasivas, sabias, profundas, apreciativas y resistentes. En estos tiempos cínicos y combativos la mayoría de nosotros no considera siquiera remotamente que estas cosas estén a nuestro alcance. Nos sentimos afortunados sólo de no sufrir.
Pero es posible obtener mucho más que eso. Sabemos que si queremos desarrollar resistencia y fuerza en nuestro cuerpo, debemos trabajar en él con constancia y con regularidad. No sirve sólo decidir levantar pesas, leer un libro sobre el tema y tener la voluntad de hacerlo. Leer, pensar y querer son apenas el principio. Necesitamos ir al gimnasio y hacer las series y seguir haciéndolas durante mucho tiempo. Esto también ocurre con la mente: entrenarla requiere más que saber cómo hacerlo y querer hacerlo; también necesita entrenamiento repetitivo a lo largo del tiempo. Es aquí donde todo el aparato de la práctica espiritual, con todas sus técnicas, entra en juego.
La práctica espiritual, al igual que el entrenamiento en un gimnasio, requiere tiempo y esfuerzo. Así como hay bicicletas fijas, caminadoras, aparatos de pesas y otros equipos para el ejercicio físico, en el entrenamiento espiritual existen los rezos, la meditación, el estudio y otras técnicas. Al usarlas con constancia a lo largo del tiempo podemos cambiar nuestras mentes. Podemos empezar a fijarnos en nuestros patrones de pensamiento y en nuestros sentimientos repetitivos e infructuosos. Podemos dejar de identificarnos de manera inconsciente con ellos, de sentir que nos definen, y superar el dolor y la culpa para alcanzar un estado de curiosidad y de esperanza. Podemos comenzar a cultivar nuevas maneras de pensar, sentir, hablar y actuar y, poco a poco, apropiárnoslas. Nuestros patrones básicos serán diferentes con el tiempo si entrenamos la mente con técnicas y prácticas intencionales, lo cual influirá en nuestras relaciones y en nuestro entendimiento del mundo y de nosotros mismos.
El texto tradicional en el que se basa este libro, traducido usualmente como El texto raíz de los siete puntos del entrenamiento de la mente (a veces llamado Lojong, en tibetano), es uno de los más formidables para el entrenamiento de la mente del mundo religioso. Sus siete puntos clave están subdivididos en cincuenta y nueve slogans. El texto original fue escrito por Geshe Chekawa Yeshe Dorje en el Tíbet del siglo XII (el cual, por alguna razón, fue un periodo muy fructífero para la religión universal, pues también fue el tiempo de santo Tomás de Aquino, Maimónides, Averroes y Dogen, entre muchos otros). Está basado en otro texto de cincuenta y nueve