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COMENTARIOS PRELIMINARES
Y PERTINENTES
Cuando el arquitecto Felipe Leal, entonces director de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me invitó a impartir la prestigiada Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal, le pedí una semana para pensarlo. Eso debe haber sido a principios del año 2000. Varias cosas me ponían en duda, empezando por mis hábitos viajeros que hacían difícil asegurar mi estancia en la ciudad de México durante ocho semanas continuas. También me inhibía estar en el sitio que, desde 1984 y hasta el día de hoy, han ocupado personajes del mundo arquitectónico muy admirados, respetados y frecuentemente queridos por mí.
En el plazo convenido, cuando Felipe me llamó para saber mi respuesta le dije que aceptaba con dos condiciones: una, que yo quería pensar la arquitectura junto con los asistentes, exclusivamente reflexionar sobre ella, y que por lo tanto no iba a mostrar una sola imagen; y otra, que no iba a hablar en absoluto sobre mí. Con su ímpetu habitual, Felipe Leal respondió que ninguna de mis estipulaciones era aceptable: la primera, porque los alumnos y maestros que eventualmente acudirían estaban acostumbrados a que todo les entrara por los ojos, y que hora tras hora de “discurso teórico” les iba a resultar aburridísimo, fatigante, insoportable en suma. En cuanto al segundo requisito, me dijo que, hasta esa fecha, todas las cátedras habían estado centradas en que un autor mostrara y comentara su trabajo y las ideas que hay detrás de él, argumento que no me resultó suficiente; pero en seguida me dio otro que puede sonar raro: que era importante que hablara de mí y de mi quehacer, porque provengo y pertenezco a una cultura distinta a la de mis oyentes. Esto me pareció válido: soy el primer convencido de que las culturas regionales —entre las cuales una de las más caracterizadas en México es la jalisciense, es decir, la mía— existen como un matiz y son un tesoro, y de que es conveniente hacer conciencia de ello para que cada quien se adscriba a lo que quiera, lo valore críticamente y lo acreciente o deseche.
El arquitecto Leal cedió entonces en lo referente al primer punto, y yo lo hice parcialmente con relación al segundo. Me puse entonces a acumular ideas, recuerdos aunque fueran vagos, lecciones aprendidas aquí y allá; empecé a evocar lecturas, conversaciones, comentarios diversos, a preguntarme qué me parecía válido y qué no, y las razones de eso… Pronto me quedó claro que hablar de arquitectura significa hablar de muchísimas cosas, algunas aparentemente sin conexión con el tema central; y de allí derivó la conciencia de que ocho sesiones no iban a ser suficientes, por lo que pedí, y me fue concedido, que se ampliaran a diez. Llegado el momento, ni siquiera este número bastó, por lo que algunas sesiones se extendieron demasiado: no paré de disculparme con los oyentes.
Estos últimos, los concurrentes, fueron la mejor parte de la historia. La Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal no es una materia obligatoria en el plan de estudios de arquitectura, sino un evento opcional que sucede año con año y al que se paga por asistir. Cuando indagué quién iba a ser la audiencia, me dijeron que alumnos y quizá maestros de la facultad, de todos los niveles. Al llegar el 24 de agosto de 2000, fecha del primer encuentro, la sala en que tradicionalmente ha tenido lugar la cátedra estaba casi llena, y a la tercera o cuarta ocasiones tuvimos que mudarnos a un lugar más amplio. Para las últimas reuniones, las butacas eran insuficientes y había gente de pie o sentada en el piso, no sólo aguantando estoicamente mis larguísimas peroratas, sino haciéndolo con una receptividad y calidez extraordinarias. La gratitud que guardo a todos es enorme.
Eso fue una hermosa sorpresa; otra, fue la composición del auditorio. En cierta ocasión pedí a los asistentes que anotaran su oficio en un papelito y me lo dejaran a la salida. Lo que leí también me gustó: la mayoría estaba compuesta por quienes ya esperaba, según me habían advertido, pero había igualmente docentes y estudiantes de artes plásticas, ingeniería civil y filosofía, amas y amos de casa, profesionistas varios, y hasta un banquero. Esto vino a confirmar algo que para mí es obvio: que la arquitectura nos atañe y debiera importar a todos.
Quiero decir algo más sobre la preparación de la cátedra. Empecé por hacer un listado de quince o veinte temas amplios, que luego dividí en varios subtemas. Después intenté asignar las distintas ideas a uno de ellos. Siempre he tenido claro que lo que pienso sobre la arquitectura y todo lo demás sólo es muy parcialmente mío, que tiene infinidad de orígenes y fuentes, y que en la mayoría de los casos ignoro o he olvidado cuáles son éstos. Es evidente que cada una de esas procedencias es coautora de este libro, y que a todas tengo que expresar mi gratitud: de corazón lo hago, y les pido perdón por ser incapaz de especificarlas individualmente en la mayoría de los casos.
Esos principios vienen de todas las épocas y sitios, inclusive los menos esperados. El más directo es, quizás, el de mi aprendizaje escolar, en el que destacan las enseñanzas de don Ignacio Díaz Morales, quien, a su vez, siempre reconoció su deuda con el pionero José Villagrán García. También de mi escuela (luego Facultad) de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, recibí las enseñanzas de los arquitectos Horst Hartung y Jaime Castiello, del escultor Olivier Seguin y del canónigo José Ruiz Medrano. Y luego, la lista de mis dadores de ideas se vuelve más y más extensa e imposible de identificar, e incluye sin duda a Mathias Goeritz y a David Alfaro Siqueiros, a mis maestros parisinos Jean Cassou y Pierre Francastel, a infinidad de artistas, historiadores, teóricos y críticos de México y del mundo, escritores de cualquier género, tiempo y lugar, amigas y amigos, periodistas, e incluso médicos, exploradores y científicos, autores de boleros, canciones rancheras, tangos y otras maravillas, filósofos y pensadores variopintos, refraneros, cineastas, y un etcétera cuyo límite son mis propios límites.