SINOPSIS
Las mariposas se están extinguiendo. Son pocos los que aún recuerdan los días en que las praderas estaban repletas de flores con infinidad de mariposas revoloteando por encima de ellas. Pero el deterioro de los hábitats por el uso de pesticidas, la sobrefertilización y los monocultivos han provocado un descenso de cerca del 80 % de la población de estos insectos en los últimos cincuenta años y la amenaza de su total desaparición es cada vez más real.
En La desaparición de las mariposas, el reconocido biólogo Joseph H. Reichholf nos lleva de paseo por el fascinante mundo de los lepidópteros a la vez que nos advierte de la catástrofe ecológica que se cierne sobre nosotros ante su alarmante declive. Este libro es también una súplica a la protección de estas mágicas criaturas que apela a la responsabilidad de preservar la biodiversidad que todos tenemos para con el planeta y las generaciones futuras.
La desaparición
de las mariposas
Y sus consecuencias para el mundo en que vivimos
Josef H. Reichholf
Traducción castellana de
María José Viejo
Prólogo
En los últimos cincuenta años han desaparecido más del 80 % de nuestras mariposas. Puede que ya solo las personas mayores recuerden los días en que las praderas estaban alfombradas de flores multicolor e infinidad de mariposas revoloteaban por encima de ellas. Nadie pensó nunca en contarlas. ¿¡Para qué iban a hacerlo!? Las mariposas eran tan propias del verano como las abejas y las flores silvestres. Las alondras cantaban desde principios de la primavera hasta el comienzo de la canícula. Estaban en el aire desde el amanecer, volando jubilosas sobre los campos. A lo largo del año teníamos perdices, liebres, escribanos cerillos... Las ranas vivían en las charcas y las acequias. En los años setenta, las ranitas de San Antonio croaban tan fuerte en un pequeño estanque cercano a mi casa que se las pudo oír perfectamente, a través de la puerta abierta de mi balcón, mientras me hacían una entrevista telefónica para la Radio Bávara. Asunto: una denuncia presentada en el Juzgado de Primera Instancia de Baviera sobre la contaminación acústica de los conciertos de ranas.
Empecé a conocer las mariposas siendo un crío. Las primeras que vi eran macaones (Papilio machaon), unos lepidópteros con alas de tonos ocre y retículas negras. Venían muchísimos a nuestro huerto para poner sus huevos entre las hojas de las zanahorias. Aún recuerdo lo contento que me puse unas semanas después, cuando descubrí las verdes orugas moteadas de rojo. Cada vez que intentaba tocarles la cabeza, hacían salir súbitamente de la parte posterior una extraña horquilla de color anaranjado. Este órgano despide un extraño olor que, según supe más tarde, tiene efecto disuasorio.
Licénidos de diversas especies, que no era todavía capaz de distinguir, volaban sobre los prados que se extendían desde nuestra pequeña casita, situada en el límite del pueblo, hasta el bosque ribereño. Las brillantes mariposas azules eran tan abundantes que, al echar la vista atrás, no me atrevo a hacer siquiera una estimación aproximada de la cantidad que debía de haber en aquellos días. A las mariposas de la col apenas se les prestaba atención. Formaban parte de la naturaleza de nuestros alrededores, igual que el canto de los grillos en mayo y junio y el chirriar de los saltamontes en verano. Me gustaba hacerles cosquillas metiendo en las madrigueras una brizna de hierba. Su cabeza, grande, informe y compacta, me causaba risa. No parecía haber mucha inteligencia ahí dentro, se les engañaba tan fácilmente...
Las abubillas anidaban en los sauces plantados a lo largo del arroyo que serpentea por los prados detrás de nuestra casa. Se las veía por los pastos, con el penacho levantado, cabeceando de cuando en cuando y hurgando entre las boñigas que habían dejado las vacas. Desde verano hasta bien avanzado el otoño, el ganado se pasaba el día entero en las zonas de forraje. Había también montones de estorninos. Siempre parecían demasiado entusiasmados, por así decirlo, mientras seguían a las vacas. A veces se les posaban en el lomo. En todo jardín había por lo menos una caja nido para estos pájaros pegada a un poste. Cuando maduraban las cerezas se comían una buena parte de ellas, revoloteando alborotados entre las ramas. Alejar a los estorninos de los árboles era una de las grandes diversiones de los chicos mayores, porque se les permitía trepar hasta las ramas altas, donde tenían la fruta madura justo delante de la boca. En nuestra casa había una colonia de gorriones alojada debajo del techo; eran alrededor de una docena, quizá más. Siempre estuvieron allí. A nuestro gato le traían sin cuidado los gorriones. Se dedicaba a perseguir ratones y lo hacía muy bien. ¿Tierra idílica? ¿O recuerdos embellecidos de mi infancia y juventud en la Baja Baviera?
Quizá no sean más que espejismos, imágenes engañosas que han cambiado en el recuerdo la realidad anterior. Es algo que debemos tener en cuenta cada vez que se intenta reconstruir el «pasado» como base del «presente». La memoria nos da lo que queremos tener. Y tiende a la nostalgia, a la añoranza del pasado. Si pese a ello comienzo este libro describiendo la belleza y diversidad de la naturaleza de aquellos tiempos es para que se entienda por qué me conmueve tanto la desaparición de las mariposas. La primera parte del libro sienta las bases para evaluar la pérdida de especies. He elegido con cuidado los ejemplos de especies descritas para que cualquier persona pueda observar y seguir especímenes similares sin necesidad de ser un experto en la materia.
Para decirlo en pocas palabras, esta primera sección trata de mostrar que, aunque la frecuencia de aparición de las mariposas fluctúa mucho de vez en cuando por razones que todavía se pueden explicar, desde hace medio siglo se observa un descenso generalizado. En la segunda parte del libro se analizan sus causas. Debemos por tanto distinguir las fluctuaciones habituales de la tendencia general. No solo para entender los procesos, sino también para tomar las medidas correctas que permitan contrarrestarlos. La simple reducción del uso de sustancias tóxicas, por ejemplo, por muy deseable que sea, no bastará para frenarlos. Y lo mismo sucede con todo lo que a menudo asociamos a lo «verde» y «ecológico», que también causa problemas en la conservación de las especies. De ahí que la segunda parte del libro trate, inevitablemente, de política medioambiental. La ecología ha perdido su inocencia científica desde el momento en que los grupos con influencia política la han convertido en una religión de la naturaleza. Por eso es muy posible que mis posturas susciten críticas. Estoy acostumbrado a ello, y además es algo inherente al discurso científico. Lo que distingue a este discurso del inmovilismo general es que acepta los mejores hallazgos. Eso hace que las ciencias de la naturaleza sean fuertes, pero también cada vez más impopulares. No en vano son relativas y flexibles, cuando hoy en día se imponen principios opuestos convertidos ya en dogmas. Para un científico, ser escéptico no es algo malo sino en todo caso un elogio, porque no se somete a los dogmas, aun cuando estén tan en boga.