En nuestra vida cotidiana, preferimos la comodidad de la convicción a la incomodidad de la duda y preferimos escuchar las opiniones que nos hacen sentir bien a las ideas que nos obligan a reflexionar.
Vemos el desacuerdo como una amenaza personal, en lugar de una oportunidad para aprender, y nos rodeamos de gente con la que estamos de acuerdo, cuando deberíamos acercarnos a quienes ponen en duda nuestras certezas. Pensamos como predicadores que defienden creencias sagradas o como políticos en campaña que buscan la aprobación de los demás, pero no como científicos en busca de la verdad.
Este libro trata del valor de reconsiderar las cosas. Muchas veces, consideramos que la inteligencia es la capacidad de pensar y aprender. Pero en un mundo tan cambiante como el actual hay habilidades cognitivas más importantes: la capacidad de repensar y de desaprender.
Porque la inteligencia no es la solución. Y tal vez sea una maldición: es posible que quienes son buenos pensando sean malos repensando; que cuanto más brillantes seamos, más ciegos estemos ante nuestras limitaciones.
El psicólogo Adam Grant es un experto en abrir las mentes de los demás. Su consejo: habla como si tuvieras razón y escucha como si estuvieras equivocado. Este libro explica cómo.
Para Kaan, Jeremy y Bill. Mis tres amigos de toda la vida, una cosa que no pensaría otra vez
Prólogo
Tras un vuelo movido, quince hombres saltaban en paracaídas desde el cielo de Montana. No eran simples paracaidistas. Eran bomberos paracaidistas; miembros de un cuerpo de élite que saltaban del avión para extinguir un incendio declarado el día anterior por la caída de un rayo. En cuestión de minutos, el grupo estaría luchando por su vida.
Los bomberos tomaron tierra cerca de la cresta del barranco Mann, a última hora de una abrasadora tarde de agosto del año 1949. Como podían ver el incendio al otro lado del barranco, decidieron descender por la pendiente en dirección al río Misuri. El plan consistía en cavar una zanja alrededor de las llamas para contener el incendio, y entonces redirigirlo hacia una zona donde no hubiera demasiada materia combustible.
Después de recorrer unos cuatrocientos metros, el jefe del equipo, Wagner Dodge, vio que el fuego había cruzado el barranco y que se dirigía directo hacia ellos. Las llamas se elevaban unos diez metros hacia el cielo. En poco tiempo, el incendio avanzaría tan deprisa que podría cruzar una longitud equivalente a dos campos de fútbol en menos de un minuto.
A las 5.45 h de la tarde parecía bastante evidente que contener el incendio no era una opción realista. Tras darse cuenta de que había llegado el momento de cambiar de estrategia, dejar de combatir las llamas y huir de la zona, Dodge ordenó dar media vuelta y salir corriendo para volver a subir por la ladera. Los bomberos tenían que escapar ascendiendo por una pendiente muy pronunciada, a través de un terreno rocoso plagado de arbustos que les llegaban a la altura de las rodillas. Durante los ocho minutos siguientes consiguieron avanzar más de cuatrocientos metros, por lo que sólo doscientos metros más separaban al grupo de la cresta del barranco.
Con la salvación a la vista, aunque el fuego no dejara de avanzar a toda velocidad, Dodge hizo algo que desconcertó a todo el equipo. En vez de intentar aventajar al fuego, dejó de correr y se agachó. Sacó una caja de cerillas, empezó a encender un fósforo tras otro y a arrojarlos entre los matojos. «Se ha vuelto loco —recordaría más tarde uno de los bomberos—. Tenemos las llamas a nuestra espalda, ¿qué narices está haciendo el jefe encendiendo otro fuego ahí delante?» Aquel bombero pensó para sus adentros: «Ese cabrón de Dodge está intentando que muera aquí calcinado». Nadie debería sorprenderse de que el equipo ignorara a Dodge cuando señaló con los brazos el incendio que había provocado y empezó a gritar: «¡Rápido, rápido! ¡Por aquí!».
Los bomberos no se dieron cuenta de que Dodge había ideado una nueva estrategia para sobrevivir: había puesto en marcha una quema controlada de seguridad. Al quemar los arbustos que tenía por delante, había eliminado el combustible que el incendio necesitaba para avanzar. A continuación, empapó un pañuelo con agua de la cantimplora, se cubrió bien la boca y, durante el siguiente cuarto de hora, se tumbó boca abajo entre la tierra carbonizada. Mientras el fuego se encabritaba sobre su cuerpo, pudo sobrevivir gracias a la bolsa de oxígeno que había quedado cerca de la tierra.
En la tragedia perdieron la vida doce bomberos. Más adelante, se encontró un reloj de bolsillo de una de las víctimas, con las manecillas fundidas a las 5.56 h de la tarde.
¿Por qué sólo sobrevivieron tres miembros del grupo de bomberos paracaidistas? La fortaleza física pudo ser uno de los factores; los otros dos supervivientes consiguieron aventajar al fuego y llegar a la cresta del barranco. Pero Dodge salvó la vida por su fortaleza mental.
Cuando la gente piensa en los requisitos necesarios para disponer de una buena fortaleza mental, la primera idea que suele venir a la cabeza tiene que ver con la inteligencia. Cuanto más inteligente eres, más complejos son los problemas que puedes resolver
Imagínate que acabas de hacer un examen tipo test, de los que te ofrecen varias opciones, y que empiezas a repasar tus respuestas antes de terminar. Aún tienes tiempo de sobra: ¿deberías hacer caso de tu primera intuición o cambiar las respuestas?
Cerca de tres cuartas partes de los estudiantes están convencidos de que revisar sus respuestas «perjudicará» la puntuación que podrían obtener. Kaplan, una empresa que ayuda a preparar esta clase de exámenes, advierte desde hace tiempo a sus alumnos de que «debes actuar con suma precaución si decides cambiar una respuesta. La experiencia indica que muchos estudiantes que cambian sus respuestas eligen la opción errónea».
Con el debido respeto por las lecciones que nos brinda la experiencia, prefiero hacer caso al rigor de las pruebas. Cuando un equipo de tres psicólogos llevó a cabo un análisis exhaustivo del asunto a partir de treinta y tres estudios diferentes, descubrió que, en todos los casos, la mayoría de los cambios de respuesta sirvieron para corregir errores y dar con la opción correcta. Este fenómeno se conoce como la falacia de la primera intuición.