Manuel Villegas
La mente emocional
Herder
Diseño de la cubierta: Herder
Edición digital: José Toribio Barba
© 2020, Manuel Villegas
© 2020, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN digital: 978-84-254-4545-3
1.ª edición digital, 2020
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Prefacio
Es de creer que las pasiones dictaron los primeros gestos
y que arrancaron las primeras voces...
No se comenzó por razonar, sino por sentir.
Jean-Jacques Rousseau
Mente
Hemos titulado este libro La mente emocional . Podríamos haberlo titulado El cerebro emocional , lo que, desde el punto de vista comercial, posiblemente sería más rentable y llamativo, al unir en una sola frase dos conceptos muy potentes, que venden muy bien: «cerebro» y «emociones». Pero no lo hemos hecho; y por varias razones.
La primera, por honestidad: las neurociencias no son mi especialidad en psicología, ni mi trayectoria intelectual corrobora mi dedicación a ellas, lo cual me colocaría claramente de prestado en este ámbito. De modo que aunque a través de este escrito encontrará el lector numerosas e interesantes referencias a investigaciones provenientes de la neuropsicología, estas nos servirán como apoyo para nuestro trabajo, pero no constituyen su núcleo esencial. Además incurriría en un plagio, puesto que Joseph Ledoux, con mucha mayor autoridad en este campo como investigador neurocientífico, ya tuvo la brillante idea de titular así su libro The emotional brain en 1996, traducido como El cerebro emocional en 1999 por la editorial Ariel.
La segunda, por las limitaciones propias de la investigación. A pesar de los grandes avances que se han llevado a cabo en los últimos años en el conocimiento del cerebro, son todavía más las cosas que ignoramos de él que las que sabemos. Muchos de los hallazgos permiten la formación de teorías plausibles, pero todavía no demostradas ni siempre demostrables; lo que sucede, por otra parte, invariablemente en todos los campos del conocimiento. Existe además un gran debate interno en el mundo de las neurociencias, no solo sobre la naturaleza de los datos sino sobre su interpretación, lo que constituye, sin duda, un gran aliciente para sus investigadores.
La tercera, por coherencia conceptual. Partimos de un concepto integral de la actividad psíquica, sin compartimentos estancos. «Cerebro emocional» podría significar que dentro del cerebro hay «un cerebrito» (en algunas concepciones, el cerebro límbico) dedicado a las emociones, mientras otras partes del cerebro estarían dedicadas a otras funciones, como el pensamiento, la memoria o el lenguaje, con lo que se mantiene la percepción de un cerebro mecánico, compuesto de piezas que interactúan entre sí, pero que, siguiendo la metáfora del ordenador, son independientes entre ellas. Una especie de frenología intracraneal actualizada, en correspondencia con los estudios por neuroimagen.
En la difusión periodística de estos conocimientos es habitual el recurso a metáforas como dibujar «mapas cerebrales» o «cartografiar el cerebro». Se insiste igualmente en la propagación de neuromitos , exagerando las diferencias hemisféricas o entre sexos, que, aunque reales (Gregg et al. 2010), son muy maleables por el aprendizaje y el entorno; apelando al descubrimiento de las zonas inconscientes más recónditas del cerebro mediante el consumo o no de sustancias psicotrópicas o de prácticas esotéricas; o con la promesa de acceder al aprendizaje de idiomas en quince días, utilizando métodos con sobrenombres de autores ingleses, holandeses, alemanes o suecos («y si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero»), basados en la activación de áreas infrautilizadas del cerebro, que pueden ser estimuladas durante el sueño o incluso ya en el embarazo.
El recurso al cerebro como órgano corporal, y su estudio a través de neuroimágenes, parece perpetuar paradójicamente el dualismo psicofísico que ha predominado en el pensamiento filosófico durante siglos, o, al contrario, por reduccionismo, negar cualquier valor simbólico a la experiencia humana. Es frecuente oír hablar de la actividad cerebral como independiente del individuo o sujeto, con mensajes como «tu cuerpo, tu estómago, o tus células deciden por ti», como si yo fuese algo distinto de mi cuerpo, o mi cuerpo fuera algo distinto de mí. Las células, las neuronas o las sinapsis son mis células, mis neuronas, mis sinapsis. Yo soy mi sistema nervioso; no existe este homúnculo neurológico (sentado, o no, en la glándula pineal) que va a su bola, ¡y yo sin enterarme! También para el inconsciente freudiano se busca una ubicación en las profundidades neuronales. Parece que la consigna sea hacer lo posible para reducir el sujeto humano a una especie de teleñeco estúpido, movido por cables invisibles internos o externos (neuronales o sociales), carente de libertad, intencionalidad y responsabilidad, y que no se entera de nada, o solo «a toro pasado».
Si hablamos de mente emocional, y no de cerebro, es porque intentamos superar la visón organicista del cerebro como un mecanismo (un motor, por ejemplo), compuesto por piezas o partes diferenciadas entre sí y conectadas solo por cables (vías aferentes y eferentes). Como tendremos ocasión de ver a lo largo de este libro, esta visión parcializada y localista de las emociones, la memoria o el razonamiento no solamente no está justificada desde un punto de vista funcional, sino que tampoco lo está desde una perspectiva estructural. La neurociencia moderna tiende a ver el funcionamiento cerebral como un todo integrado, donde predomina el funcionamiento complejo en red sobre el mecánico, y la neuroplasticidad sobre la rigidez estereotipada.
Estas razones nos llevan a preferir la palabra «mente», que sin hacer referencia a ningún objeto material ni órgano físico, como lo sería el cerebro, nos remite a un concepto abstracto que tiene la virtud de expresar sintéticamente toda la actividad cerebral que alcanza el nivel de lo representativo o simbólico. De este modo, la palabra mente no equivale a cerebro como órgano compuesto de hemisferios, zonas, lóbulos y capas interconectadas, sino al producto de su actividad. Es más bien, como dice Barret (2018), «un momento computacional de un cerebro que predice constantemente».
Así que «mente emocional» se refiere a la actividad afectiva con la que construimos nuestras experiencias, en la que están implicados no solamente nuestro cerebro sino todo nuestro cuerpo en su integridad, nuestras experiencias, nuestros recuerdos y las redes interpersonales y sociales con las que nos conectamos con el mundo. Ni que decir tiene que, al referirnos a estos conceptos, damos por supuesto un cerebro no mermado por déficits de tipo genético, evolutivo, traumático o degenerativo que pudieran impedir o perjudicar las funciones sintéticas o integrativas que se le requieren. En este texto, y por razones de brevedad y unidad expositiva, se sobreentiende que nos mantendremos siempre dentro de un encuadre plenamente funcional del cerebro, por lo que el lector no hallará referencias a patologías de base neurofisiológica que pudieran afectar, sin duda, al repertorio emocional o alterar su reactividad, expresividad, gestión o regulación.
Emocional
El uso y abuso del sustantivo «emoción», o su forma adjetiva «emocional», han venido a suplir la carencia o ausencia de esta dimensión en otros momentos de la historia social y, en particular, en la de las ciencias, como la psicología. Hubo un tiempo en que en psicología solo se podía hablar de «conducta». Posteriormente, adquirió carta de naturaleza, sobre todo gracias a la metáfora del ordenador, la «cognición». Y ahora encontramos la «emoción» hasta en la sopa. No hay nada que se precie en cine, literatura, conciertos, restaurantes, espectáculos, partidos de fútbol, series de televisión, viajes, deportes de aventura, etc., que no lleve la coletilla de «emocional».