Julio César Toledo - Manual de autodepresión: Guía práctica para arruinarse la vida

Manual de autodepresión

Primera edición:

La Cifra Editorial, 2013

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total de la presente obra sin la autorización expresa del editor o del autor.

Diseño de interiores:

Genoveva Muñoz Castillo

© D.R. La Cifra Editorial S. de R. L. de C.V.

Avenida Coyoacán 1256-501

Del Valle, Benito Juárez, C.P. 03100

Ciudad de México, México

ISBN edición impresa: 978-607-9209-07-0

ISBN digital: en trámite

www.lacifraeditorial.com.mx

Un mundo saturado de buenos consejos, que ha hecho de los manuales de autoayuda una de las razones principales para comprar un libro —y quizá nunca leerlo—, no tarda en demandar su reverso, su contramarea blasfema, su literatura renegada. Un mundo así, como el que nos tocó vivir, centrado en la zanahoria fugitiva del éxito, las palmaditas en la espalda y el grito maquinal de “¡sí se puede!”, fomenta por contraste, por rebeldía espontánea e incluso por salud mental —el desequilibrio como asidero último—, sus propios manuales de antiayuda, sus recetas de autodestrucción.

El libro que el lector tiene en sus manos es uno de ellos. Pero más que un antimanual desafiante, más que un compendio en negativo de autoayuda, estamos ante una reducción al absurdo de esa institución libresca llamada “manual”, que pretende que contemos con una guía práctica a la mano —brújula y al mismo tiempo tabla de salvación—, con un confidente impreso, sabio y ecuánime, siempre dispuesto a echarnos la mano, así sea para las palmaditas lánguidas —y al cabo exasperantes— en el hombro.

Aunque su autor, Julio César Toledo, no ha elegido ni la ferocidad ni la estridencia para escribirlo, ha dado a la imprenta un antimanual a su manera salvaje y despiadado, que socava las reglas del juego no sólo en sentido editorial, sino sobre todo filosófico, apoyándose en la desesperanza y no en la fe, en el desengaño y no en la persuasión, para desdibujar cualquier resabio de mejoría o de futuro que pudiera quedar en el horizonte y hacer saltar por los aires ese Más Allá metafísico que ahora se nos presenta como alcanzable aquí y ahora, sólo que hipotecado y disminuido. Contra la utopía a meses sin intereses, contra el conformismo de nunca conformarse, contra El Dorado cambiante del deseo —y, según nos han hecho creer, de ¡la cordura!—, Toledo desarrolla la convicción difícilmente refutable de que mientras más lo intentemos, mientras más nos agitemos por salir adelante y obtener lo que nos proponíamos, sólo conseguiremos hundirnos. Después de todo, la mediocridad es otra forma de llamar a las arenas movedizas: el esfuerzo mismo es la materia que la convierte en trampa, en pocilga íntima y cárcel; nuestros empeños son el origen del fango autoimpuesto que termina por llegarnos al cuello. Al final, sobre todo cuando no lo reconocemos, ¿qué somos sino unos cerdos amargos en el lodazal de las aspiraciones?

En lugar de escribir un antimanual en forma —cualquier cosa que esto signifique—, Julio Toledo ha optado por articular una paradoja extensa e implacable, y, más importante, la ha sostenido a lo largo del libro. Su propósito expreso es el abandono de la idea de felicidad, ese señuelo para dar sentido a la existencia que, desde Aristóteles, y pasando por las doctrinas estoicas, epicúreas y utilitaristas, congrega a las éticas que giran alrededor del eudemonismo: aquellas que no encuentran otro fin mayor para la vida humana que ese polvoso espejismo. A cambio postula —o, con más astucia, simplemente constata— el afloramiento imparable de la depresión, la conciencia de un día a día miserable que sólo puede ir de mal en peor y arrastrarnos en su caída. La búsqueda continua, machacona, acaso enfermiza de la felicidad es una de las principales causas de que seamos infelices, de que estemos condenados al recomienzo y al fracaso, y quizá lo mejor es renunciar de una buena vez a su engañoso atractivo, a esa reiterada farsa colectiva en que la palabra mágica, gritada horriblemente al unísono, todas las mañanas como si fuera la alarma del despertador, es “¡ánimo!, ¡ánimo!”

El problema de un libro como este, como ya habrá advertido el lector, es que su éxito o, para plantearlo en términos menos comprometedores, su eficacia argumentativa, su tino para convencernos de que incluso la batalla con nosotros mismos habremos de perderla más temprano que tarde, representaría una refutación de sus postulados elementales. Si a la vuelta de la última página nos queda claro que nunca llegaremos a buen puerto, que nuestra vocación nos traicionará, que lo único cierto es el naufragio que viene, lo mismo en el amor que en la paternidad, en el autodescubrimiento que en los actos de poca monta pero nunca triviales como salir de compras, entonces este libro es una chapuza, una engañifa de tres al cuarto que obtiene, en nuestras propias narices, lo que con tanto ahínco declara que es imposible de lograr. ¿Un dispositivo que se autodestruye al llegar al punto final? ¿Una serpiente que se muerde la cola y muere de indigestión?

Aunque podríamos argüir que la retórica del éxito es inaplicable y de mal gusto cuando está en juego la literatura —del mismo modo que es de perdedores usar la palabra “perdedor”—, a Julio Toledo no parece interesarle sino tensar la paradoja al máximo, hacer que se escuchen las vibraciones de una misma cuerda que termina por afinarse de tanto desentonar, construir la caja de resonancia para los chirridos oscuros de esa cuerda imposible, a punto de estallar, que es la infalibilidad de la derrota. Si el fracaso siempre triunfa, si al cabo todo se resuelve en pérdida, ¿cómo es que no nos reconforta la seguridad de su llegada?

“Más abismo y menos Prozac”, podría ser uno de los cintillos de este libro, el tipo de cintillo inconsecuente que no atrae más lectores, sino que los repele y pone sobre aviso —y en eso radica su éxito deforme—, a la manera de una agencia de viajes, quién sabe si guasona o demasiado realista, que ofrece que todos los caminos conducen a un callejón sin salida. Con las reservas de quien se adentra en territorio minado —la paradoja es uno de ellos, si bien sus peligros tienen a veces la forma de guaridas de conejo sin fondo—, y a sabiendas de que elogiar este libro es una forma de condena, tanto o más pérfida que su olímpico denuesto, me atrevo —es decir, me resigno— a declarar que Julio Toledo ha dado en el clavo, en ese clavo ardiendo sobre el dedo que hurga en la yaga.

Luigi Amara

La crítica destructiva no beneficia al criticado (ninguna crítica lo beneficia, el criticado es siempre la víctima), pero el que critica se libera de muchos complejos y se coloca sobre terreno más firme, porque puede tener la seguridad de que no está haciéndole un favor a nadie. Además, si se hace con suficiente ingenio, la conversación se mejora, y los que escuchan, no sólo se divierten, sino que comprenden que más vale no meterse a las patadas con semejante lengua viperina. La crítica destructiva debe ser mordaz, cruel, certera y llena de imaginación.

Jorge Ibargüengoitia

Escribo este libro con la oculta y secreta esperanza de que triunfe: se venda y sea leído. También, un poco, lo escribo con el anhelo inconfesable y culposo de que se vuelva un clásico, que haga historia de su época y origen. Y escribo este libro con la conciencia de que nada de eso sucederá, con la seguridad de que está, como casi todo, destinado al fracaso y al olvido; en cuyo caso obtendría la razón.