La asertividad en el trabajo
Cómo decir lo que siento y defender lo que pienso
OLGA CASTANYER
y ESTELA ORTEGA
www.megustaleerebooks.com
Índice
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La asertividad: modelos
B ienvenidos al viaje a través de la autoestima y la asertividad. Las personas que estáis interesadas en conoceros mejor, las que sentís que tenéis alguna dificultad concreta en vuestras relaciones laborales o personales, incluso las que os queréis acercar a la autoestima y la asertividad para adquirir meros conocimientos teóricos, estáis invitadas a participar en un apasionante viaje hacia nuestro interior. Durante el trayecto pararemos en las estaciones que nos ayuden a comprender cómo somos y por qué nos comportamos de una forma concreta, y en las que nos enseñen a respetar y aceptarnos a nosotros y a los demás, para aprender de los errores y crecer como personas. Y, finalmente, tendremos una parada larga en la estación donde se hallan las herramientas necesarias para comunicarnos mejor desde el respeto hacia nuestros intereses y los de los demás.
En todo momento propondremos ejercicios de reflexión o de aplicación a vuestra realidad, con el fin de que sirvan de herramienta para que podáis introducir algún cambio en vuestra forma de relacionaros. Porque, de hecho, somos seres sociales y para vivir necesitamos relacionarnos con los que nos rodean. Constantemente estamos interactuando con otras personas, con diferentes niveles de confianza, y la comunicación en su aspecto verbal y no verbal es un instrumento que posibilita y matiza nuestra relación con los demás.
La comunicación desempeña un papel tan importante en nuestra vida social que, dependiendo de la forma en que nos comuniquemos, del tipo de lenguaje y señales implicadas en la cadena comunicativa, nuestro autoconcepto, la imagen que tenemos de nosotros mismos, y en suma, nuestra autoestima, será más o menos alta.
Pero es el proceso inverso el que más nos va a marcar: en función del grado de autoestima que poseamos, estableceremos una comunicación que podrá ser satisfactoria para ambas partes o no serlo.
La premisa de la que partimos y que es a la vez la teoría que defendemos, es la siguiente:
Solo podemos relacionarnos de forma satisfactoria para ambas partes si sentimos que tenemos los mismos derechos y merecemos el mismo respeto que los demás, es decir, si poseemos una buena autoestima.
La historia de Luis
El trabajo es como una carrera de obstáculos,
a veces tienes que poner alguna zancadilla
para llegar a la meta. Pero no importa,
si no lo haces tú lo harán otros.
L UIS
L uis, de 48 años, está casado y tiene dos hijas en edad escolar. Acaba de marcharse voluntariamente de la última empresa en la que llevaba trabajando cinco años. Se ha ido sin tener ninguna oferta laboral a la vista, y en contra de la opinión de su círculo más próximo, que consideraba esta una decisión muy arriesgada teniendo en cuenta su edad y circunstancias familiares. Es precisamente su mujer quien le «obliga» a acudir a un psicólogo, aunque él no está nada convencido de que tenga realmente algún problema. Deja claro desde el principio que: «Lo hago por ella, para que se quede tranquila y me deje en paz».
Esto es lo que puso por escrito Luis cuando le pedimos que explicase su trayectoria profesional —el nombre, por supuesto, es ficticio, y en la historia se han variado algunos detalles para hacerla menos identificable, pero todo lo demás se mantiene fiel al original:
Empecé a estudiar Derecho por presiones familiares. Mi padre es abogado del Estado, ahora ya jubilado, y se empeñó en que siguiera sus pasos con el argumento de que tendría un trabajo seguro para toda la vida. En el segundo año de carrera tuve un enfrentamiento muy duro con un profesor que se negó a revisarme un examen porque, según él, la nota era correcta y no había nada que rectificar. Al final me suspendió la asignatura y yo me enfadé tanto que cuando vi las notas tomé inmediatamente una decisión: no estaba dispuesto a participar en ese juego arbitrario e injusto frente al que nada podía hacer salvo doblegarme o marcharme. Opté, por supuesto, por lo último. Y no me arrepiento.
En aquella época la informática estaba empezando a despuntar como una alternativa laboral con futuro, así es que, a falta de una vocación clara, decidí dedicarme durante algún tiempo a formarme, sobre todo a nivel de soporte técnico, que es lo que más me interesaba. En algún momento, no recuerdo muy bien cómo ni por qué, surgió la posibilidad de dar clase en un centro privado de informática. Nunca me había planteado ejercer la docencia, ya que me parece bastante aburrida y además las relaciones sociales no son mi fuerte, pero necesitaba algún tipo de ingreso con urgencia, por lo cual decidí aceptarlo. Durante el tiempo que estuve allí, descubrí que además de habilidades sociales hay otras cosas en las que no sobresalgo especialmente: la paciencia y la diplomacia. Aquello era una especie de guardería de chavales ricos que, mientras decidían lo que querían hacer con su vida, malgastaban el dinero de sus padres acudiendo a unas clases que no les interesaban en absoluto. Con ellos no tuve grandes problemas porque supe imponer mi autoridad desde el principio. Cuando yo entraba se hacía un silencio absoluto. No creo que llegaran a apreciarme, pero supe hacerme respetar, que era de lo que se trataba.
Mis compañeros eran marionetas que bailaban al son que les marcaba el director. Decidí ignorarlos desde el principio. No me aporta nada la gente que se vende por un puñado de dinero, y ellos lo hacían constantemente. ¡Menudos cretinos lameculos!
Con quien sí tuve problemas, y muchos, fue con el director. Acostumbrado a tener siempre controlado el gallinero, se encontró de repente con que se le había colado un gallo de pelea. Me negué a aprobar a algunos alumnos y me enfrenté a él y a los padres. Mis compañeros me decían que estaba loco, que no me complicase la vida… La verdad es que no me arrepiento. Hice lo que tenía que hacer, pero mis días allí estaban contados, y al cabo de tres años me despidieron. ¡No sé cómo aguanté tanto tiempo! El día que me marché me di el gustazo de decirles lo que pensaba de ellos, sobre todo al director, que con cara de pocos amigos se limitó a decirme que era una persona conflictiva y no me quería en su centro. Por supuesto, le contesté convenientemente con palabras que no creo oportuno reproducir aquí.
Aproveché aquel parón para seguir formándome, hice varios cursos que compaginé con clases particulares a chavales que querían iniciarse en la informática sin acudir a una escuela, y mientras tanto seguía buscando trabajo.
Después de un tiempo de sequía profesional demasiado largo, en el que no tuve ninguna actividad digna de mención, logré entrar en una consultora de servicios informáticos. Por fin formaba parte de un equipo serio y profesional. Aquí aprendí mucho, pero también tuve problemas. Al ser una empresa de servicios con clientes importantes, estos eran, por supuesto, intocables. Nuestro objetivo consistía no solo en satisfacer sus demandas sino, además, en hacerlo con un trato exquisito y sumamente cordial, incluyendo por supuesto aquellas ocasiones en las que sus peticiones eran inaceptables o ridículas. Ya se sabe: el cliente manda. Reconozco que no tengo mano izquierda para aguantar a algunos pesados, y sobre todo para tolerar que algunos incompetentes cuestionen mi trabajo solo porque ellos no saben hacer el suyo. Recuerdo que hubo un cliente con el que me negué a trabajar, y así se lo hice saber a mi jefe, quien por su parte me recriminó en varias ocasiones mi falta de tacto y las críticas recibidas de algunas personas que se quejaban de lo que ellos llamaban «mis formas». ¡Mis formas…! Reconozco que estas a veces me pierden, pero siempre con razón. No tolero la estupidez humana y a lo largo de mi trayectoria profesional me he encontrado con cantidades ingentes de ella.