Hay días en los que tu despertar vaticina un suplicio. Apagas el despertador y te dan ganas de cerrar los ojos y mandar a un replicante para que te remplace durante el resto de la jornada. Cuando tu energía está a cero, la motivación se convierte en una extraña. En cambio, cuando te sientes fuerte no importa lo que te depare el día. Estar en un extremo en el otro depende ti, de tus decisiones diarias… y de la vitamina X.
Vitamina X es un libro que te desafía a que consigas que tus niveles de energía sean constantes y se acerquen a su cota máxima. ¿Cómo? Cambiando de hábitos en todos los ámbitos. No hay otro camino.
A través de diez capítulos, que recorren desde la importancia de la alimentación pasando por la necesidad de movimiento y la de descanso hasta la relevancia de tener un propósito en la vida, aprenderás a ser la mejor versión de ti mismo. Todo ello aderezado con una breve narración de las desdichas de un directivo empresarial que reforzará las propuestas y te arrancará más de una carcajada.
Si quieres dejar de sentir que vas como un zombi y deseas empezar a construir la realidad que te mereces, tienes en tus manos la solución que llevas años buscando.
INTRODUCCIÓN
VITAMINA X
Maldito despertador. Taladra mis tímpanos con la puntualidad de la muerte que espera agazapada cuando llega nuestra hora. Me levanto, como siempre, después de que mi mujer me dé dos manotazos en la espalda para recordarme, como siempre, que necesito dos manotazos después del despertador para despertarme. No puedo. Siento que no puedo levantarme de la cama. Sigo siendo un adolescente al que le espera un examen para el que no ha estudiado. Sólo que tengo mucha menos energía que cuando era adolescente. Me espera un día desagradable. Y sólo es martes...
Desayuno la misma basura que todos los días. Me despido de mi familia como si me fuera a jugar la vida en una guerra no sangrienta, pero igual de repugnante. Mientras, malgasto una hora de mi vida conduciendo a un sitio que para mí es una cárcel más que un centro de trabajo. Intento motivarme. Es la vida que has elegido, me digo. Eres directivo en una multinacional en la que llevas trabajando desde que saliste de la universidad. Has alcanzado la mayor parte de los objetivos que te has marcado. Ganas un buen sueldo. Tienes hasta una secretaria que te organiza tu vida mejor que tú. No deberías sentir que eres un muerto viviente. Deberías sentirte feliz, con ganas, con vitalidad.
No puedo...
Mierda. El coche está haciendo un sonido raro y empieza a dar trompicones. Tengo que parar. Lo que faltaba. Voy a llegar tarde a la p*** reunión preliminar de presupuestos. Aparco como puedo. Llamo a mi asistente —Nieves, que es un encanto—, y le pido que llame al seguro para que se haga cargo del coche. Por si fuera poco, ahora sin coche todo el día... Paro un taxi.
Entro en un mundo espeso. El taxista se dirige a mí para comentar un asunto de actualidad barata. Le respondo con algo parecido a un gruñido. No tengo ganas de nada. Absolutamente de nada.
Mientras el taxista intenta por sexagésima vez sacar un tema de conversación que me arranque más de un monosílabo, descanso mi mano en el asiento. ¡Joder! ¿Qué es esto? Siento un objeto, lo agarro y veo que se trata de un frasco de medicinas. Algún tarado se lo ha dejado olvidado mareado por la verborrea del taxista. Lo vuelvo a depositar sobre el asiento. Repaso mi agenda del día. Preferiría una operación a vida o muerte antes de tener que asistir a cualquiera de las veinte reuniones en las que estarán doscientos gilipollas, todos ellos bastante parecidos a mí. El maloliente taxi llega a la oficina. Pago. El taxista no se despide, como si me importara. Voy a cerrar la puerta. Un segundo antes de hacerlo, el frasco cae a mis pies. El taxi arranca antes de que pueda devolvérselo. Estoy a punto de dejarlo en el suelo, pero qué carajo, ¡que se note la educación de mis padres! Lo recojo y me dirijo a la papelera más próxima.
Mientras voy hacia una que se encuentra en la entrada del edificio donde estoy dejando mi miserable vida, curioseo la etiqueta del frasco: «Vitamina X». En letras púrpuras. Y debajo: «La vitamina que cambiará tu vida». ¿Qué mierda es ésta? Nunca había oído hablar de una vitamina X. Será la que se toman los actores porno, no te jode; con ese nombre...
Estoy a punto de arrojar el frasco a la papelera. «La vitamina que cambiará tu vida.» Serán imbéciles los de marketing. A quién quieren engañar con esos falsos y débiles eslóganes de charlatanes de máster de feria. Me paro, me saluda el director financiero, que pasa a mi lado con una sonrisa cínica de «disfruta de tus últimos minutos, que te espero con las tijeras de la marca Recortapresupuestos en la reunión». El frasco me mira, yo le devuelvo la mirada. ¿Qué tengo que perder? Lo abro, trago uno de los comprimidos y me lo meto en el bolsillo.
El gris personaje que soy se introduce en el gris edificio en el que trabajo con una tribu gris que se arrastra penosamente. Espero al ascensor y, qué curioso, empiezo a sentir un hormigueo en zonas que no deberían estar muy activas a esta hora de la mañana. ¡Ahí va! Un rubor de adolescente se apodera de mis mejillas. Y siento que algo tira de mis hombros y me hace sentir 20 centímetros más alto de lo que soy. Se abre la puerta del ascensor y siento como si fuera el presentador de la ceremonia de entrega de los Oscar. Sonrío. Ni puta idea de por qué... Mis mús culos se relajan y mi cuerpo se desliza por una pista de patinaje. De repente, se apodera de mí una intensa y enorme cantidad de luz que hace brillar mi cuerpo desde dentro hacia fuera. Y los colores, joder, los colores. Los colores son más brillantes.
«¡Me han drogado!», pienso. Algún camello se ha dejado olvidada una entrega en el taxi y yo voy y me drogo justo antes de la reunión de presupuestos. Si es que soy gilipollas... Empiezo a reír. Me hacen gracia mis pensamientos. Mis colegas me miran extrañados. Pero me siento bien. Jodidamente bien.
—Buenos días, Nieves. Y muchas gracias por tu ayuda con el coche. Conociéndote, seguro que ya te has encargado. Eres una estupenda ayuda. Contratarte fue una estupenda decisión.
Me fijo en la cara de Nieves. Está estupefacta. A lo mejor influye que casi nunca le digo lo bien que hace las cosas. Bueno, está bien, nunca lo hago. A lo mejor también influye que la última vez que me vio sonreír fue el día que me fui de vacaciones. También es verdad que ese día no me despedí de ella, creo.
—Por cierto, Nieves. Me disculpo por no decirte con frecuencia lo importante que eres para el departamento y lo buena profesional que eres.
Las palabras se deslizan por mi boca con alegría y sinceridad. Me sorprendo escuchándome: «¡qué bueno, soy yo!». Pero más se sorprende Nieves, que me mira incrédula. No leo sus pensamientos, afortunadamente.
Voy a la reunión de presupuestos. Contemplo relajado el rostro de los asistentes. Saludo a todos con una jovial sonrisa y bromeo sobre la pifia de Cristiano Ronaldo del partido de ayer. Sonrisas y sorpresas a partes iguales. ¡Qué!, ¿os sorprendéis? Esto no ha hecho más que empezar y, además, sé mis números de pe a pa . Me toca. Me levanto. «La parte contratante de la primera parte...»
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