el cuerpo femenino
y sus narrativas
La colección Palabra + Palabra es el espacio editorial en el que el lector podrá encontrar las ponencias más importantes de la Cátedra Extraordinaria de Fomento a la Lectura “José Emilio Pacheco” del Programa Universitario Universo de Letras, y es posible gracias a la colaboración de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y la Dirección de Literatura. Esta propuesta reúne a especialistas en fomento a la cultura escrita y la promoción del libro y la lectura, en torno a temas que desde la perspectiva de la Coordinación de Difusión Cultural unam , es necesario compartir a través de múltiples miradas y diversas voces. Algunos de los temas abordados hasta el momento son los aspectos que definen al lector, la multiliteracidad y la incidencia de los estados alterados en la creación artística y literaria. En este primer tomo se aborda la perspectiva de género que definió el Coloquio “El cuerpo femenino y sus narrativas”. Esta colección se nutrirá de autores, editores, artistas, mediadores, científicos e investigadores de todo el mundo. Palabra + Palabra es una propuesta para leer, reflexionar, dialogar y disfrutar, estableciendo un pacto entre los autores y los lectores para difundir las ideas compartidas.
Si Descartes lo dijo tan sinceramente, yo tengo muchos más motivos para pedirlo, con la esperanza de que se me cumpla: a ojos cerrados “cambiaría lo que sé por la mitad de lo que ignoro”.
Ente las innumerables cosas que me encantaría conocer están las lenguas minoica, tirsénica, o cualquiera otra de las prehelénicas que se hablaban hace más de cinco mil años. ¿Qué movimientos hacían los labios, las gargantas, las lenguas de quienes las usaban? ¿Con qué palabras y en qué historias nombrarían a sus pechos, a sus caderas, a sus vulvas las niñas, las muchachas, las matronas, las ancianas (que si tenían suerte llegaban a los treinta y cinco años bien cumplidos)?
Como el conjuro cartesiano no se me ha logrado y como en esta vida no da tiempo de atender todas las pasiones que una tiene, me conformo por el momento con imaginarlo.
Sabemos que la escritura inicial, tanto en Mesopotamia como en Mesoamérica, servía más para llevar un registro contable o de datos históricos, que para contar la vida. Si queremos saber de la narrativa del cuerpo femenino en tiempos antiguos, tenemos que escuchar el murmullo de las estatuillas de barro que después de milenios salieron de la tierra con sus pechos voluminosos, sus barrigas orondas y sus grandes, orgullosas nalgas.
Les pido que consideremos –aunque este sea un coloquio fundamentalmente centrado en la literatura–, lo que narran las artes gráficas a lo largo de la historia. Y les pido también que supongamos por unos minutos que el cuerpo de las mujeres se ve representado sobre todo, a través de los pechos como sinónimo del sexo femenino.
Para empezar, analicemos las palabras que usamos para nombrarlos. Senos, pechos, busto, chichis, mamas, tetas y hasta bubis… A pesar de evocar el mismo eterno par de redondeces, no todas tienen igual significado.
Seno, del latín sinus , significa concavidad o hueco. Por eso es en geografía un golfo, y en anatomía una cavidad. Seno y coseno, no son las chichis, sino compañeros de catetos, ángulos e hipotenusas. Seno, estrictamente hablando sería el espacio cóncavo que hay entre los pechos.
Pecho tienen también los hombres. Es el territorio del cuerpo humano bajo cuyo subsuelo late el corazón. Es en donde los poetas proclaman que tenemos anidados los más nobles sentimientos. Pero en plural siempre es de la mujer.
Mama tiene tintes de anatomía y taxonomía. Y aunque los hombres tienen glándulas mamarias inactivas, por lo general “mama” se refiere sólo a las de las mujeres o las de nuestras congéneres, hembras mamíferas.
Bubi en cambio, con su aparente neutralidad, es un adefesio de palabra. Alguien la tomó del inglés boob , pero no nos hacía ninguna falta. Es un pecho mojigato y manipulador; que no se atreve a tocarse ni a decir su nombre. Es un seno de quirófano, rosita, perfectamente redondo y enemigo de la gravedad, que tiene que esperar el “springbreak” para salir a echar desmadre bajo los efectos desinhibitorios del alcohol o de una tacha. Las “bubis”, como su sonido lo sugiere, son las chichis convencionales de una muñeca Barbie.
Así que mejor vámonos con la teta y la chichi. Las pongo juntas porque se me figuran una pareja como la de Hernán Cortés y la Malinche. Teta se dice con la boca bien abierta. Es orgullosa, nada oculta. Es firme, como las figuras que se labraban en el mascarón de proa de los barcos, para romper oleajes y tempestades con dos pechos altivos, impertérritos.
Chichi en cambio, es palabra de menos audacias. Tiene regusto precolombino, olor a chile recién tostado, voz risueña que habla en náhuatl. Es la que va amamantando desparpajadamente por la vida, en cualquier parque y en cualquier mercado. Pero todavía conserva en su eco la debilidad de quien ha sido doblegada: la chingada de Octavio Paz.
Uno puede nombrar las cosas de mil maneras según su intención. Pero ojo, que los sinónimos no encierran lo mismo. El hablante es como el pítcher en el beisbol. El concepto es la pelota. Pero el chanfle, la curva, la velocidad los pone la mano que lanza de uno u otro modo. Tomemos unos segundos de reflexión antes de lanzar al aire la esfera: ¿cómo, en cada circunstancia queremos llamarla?
Pasando a la parte histórica, un libro me sirve de aliado en estas reflexiones: Historia del pecho de la norteamericana Marilyn Yalom, editado por Tusquets en 1997.
En el principio era el pecho, dice Yalom. Y el pecho era sagrado. Para los cazadores nómadas, el pecho era la fuente de nutrición, sin él no había modo de mantener vivos a los nuevos miembros de la tribu. De ahí las figuras chichonas y caderonas. Estas estatuillas recordaban a la gente que había una esperanza de sobrevivir, de trascender. No poca cosa simbolizaba entonces el cuerpo de las mujeres.
En Egipto, Hapi, el dios del Nilo se ve representado con una teta en el pecho. Era el dios que propiciaba las inundaciones, que con ellas hacía fértil el cauce del río, permitía la cosecha y el sustento. ¿Cómo lo iba a hacer si no tenía un pecho cuando menos?
En lo que hoy es Israel, casi todos los ídolos del periodo bíblico eran mujeres. Muchas de estas figuras se sostenían los pechos con las manos hacia adelante, para darles énfasis. Con la llegada del cristianismo hubo que alabar a un solo dios, pero a escondidas la gente siguió adorando a estas diosas. Como sucedió aquí, tras la conquista.
Coatlicue, la diosa azteca de la fertilidad, patrona de la vida y de la muerte, tiene los pechos caídos, lo que según algunos estudiosos simboliza la fertilidad. Su hija, Coyolxauhqui aparece desmembrada en su monolito, pero sus chichis lucen turgentes en primer plano. Están intocadas. Las chichis de la Coyolxauhqui se quieren deschichicoyolxauhquizar… sería un bonito trabalenguas.
Entre los mayas, los niños lactantes que morían, iban a un cielo exclusivo para ellos, donde los recibía la fronda de un árbol de chichis, para nutrirlos mientras podían volver a nacer.
En la Europa de los siglos xiii y xiv , ya se había puesto de moda pintar a la Virgen María dando el pecho al niño Jesús. Aparecieron algunas obras en las que una de las beatíficas pechugas amamanta al niño y la otra expulsa de ladito un chorro de leche hacia la boca abierta de un santo, como si de una bota de vino se tratara. Así se transmitían la sabiduría y la iluminación divinas.
En estos lienzos donde san Bernardo recibe el lácteo chisguete de la iluminación, no había pecado. Pero más adelante, otro cuadro pintó la raya entre la beatitud y el sexo, entre los querubines desnalgados y los lúbricos cupidos. En Francia, Agnes Sorel, amante de Carlos VII, posó como modelo de la Virgen, con un pecho desnudo y un niño sentado en el regazo. Ya no es un seno discreto superpuesto al manto, sino una teta exuberante fuera de toda botonadura y corpiño. Pero, ni el chamaco, que le da la espalda, ni la madonna, le dedican al pecho su atención. Si está en el centro del cuadro, parece ser para el disfrute de quien lo mira. Ajá. El pecho deja de ser un objeto preciado de la sacristía, para ser ahora de los seglares y sus carnalísimos deseos.