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Mauricio García Pereira - Maltrato animal, sufrimiento humano

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Mauricio García Pereira Maltrato animal, sufrimiento humano

Maltrato animal, sufrimiento humano: resumen, descripción y anotación

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«Lo primero es el olor. Un olor a putrefacción y mierda, intenso, casi insoportable. El olor de la muerte». Acuciado por la necesidad de conseguir un empleo tras tres años en el paro, Mauricio García Pereira, un gallego emigrado a Francia, acepta un trabajo en el matadero de Limoges, el más grande del país. Durante casi siete años, aspira la médula espinal de centenares de vacas e hincha cabezas de ternero con una pistola de aire comprimido, entre otras tareas. El trabajo es duro, muy físico, los accidentes son continuos y la normativa no siempre se respeta. Las condiciones, precarias, y los jefes abusivos llevan al límite de sus fuerzas a los empleados, muchos de los cuales recurren al alcohol y a las drogas para soportar el ritmo. Un día, en el taller al que llegan las vísceras de los animales, Mauricio ve una placenta con un ternero casi formado dentro; pese a sus protestas, le ordenan que lo tire a la basura. No es una excepción: pronto descubre que están sacrificando de forma sistemática, por razones de productividad, vacas con embarazos casi a término. Aquello le repugna, despierta algo en él. Decide instalar una cámara oculta y denunciarlo a cara descubierta. En este libro, ahonda en las malas prácticas de los mataderos que nos alimentan. Es hora de abrir los ojos: al fin sabemos cómo mueren los animales que terminan en nuestros platos.

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MANTENER EL RITMO

Cuando entiendes que no eres más que un pobre operario de mierda, un tipo insignificante que chapotea en la sangre y la mierda de animales, se te saltan las lágrimas. Entonces te tomas un trago, y luego dos. Tengo un problema con el alcohol. Me han retirado en dos ocasiones el permiso de conducir: en 2007, el año de nacimiento de mi hijo pequeño, y en 2015. La segunda vez me detuvieron con más de un gramo de alcohol por litro de sangre. Me cuesta dejarlo, dado que los reclamos llegan por todas partes. Pero quiero hacerlo. Acabar con todo eso, primero por mis hijos, y después para demostrar a mi madre que no soy un desastre. Bebo mucha cerveza y algo de whisky. He acudido a Alcohólicos Anónimos, me he hecho análisis de sangre, he dejado de beber durante varios meses y he recaído en numerosas ocasiones. He tenido pérdidas de memoria y me he despertado no pocas veces en una celda de desintoxicación. Tras una jornada de trabajo en el matadero, estás tan cansado que es raro que salgas de casa. Solo bebía los fines de semana: el resto de los días hay que controlarse, porque, de lo contrario, no estás en condiciones de trabajar por las mañanas. Una vez se me ocurrió irme de fiesta cuando al día siguiente entraba a trabajar a las cinco de la mañana. Durante toda la jornada tuve ganas de vomitar, las horas no pasaban, creía que me moría.

Muchos trabajadores del matadero beben. En los servicios veterinarios algunos hincan el codo allí mismo, desde las seis de la mañana. A la larga, nadie se sorprende. Hay que mantener el tipo, así de sencillo. Son muchísimas las bajas por enfermedad a causa del alcohol. Todos los lunes hay numerosas ausencias. Cuando algunos no se presentan, es fácil adivinar por qué. Cada viernes, cuando salimos de juerga, lo primero de todo es tomarse un trago. Casi todos tenemos los mismos problemas. Todo el mundo fuma de modo compulsivo; yo no, porque dejé el tabaco a los cuarenta años, alertado por graves problemas respiratorios. Numerosos operarios fuman porros casi todos los días, escondidos detrás de la tripería o en rincones un poco apartados. Algunos fuman delante de todo el mundo, sin tomarse la molestia de ocultarlo. Recuerdo a un operario, un joven muy dotado con el cuchillo. Era nervioso y delgado, como yo. Le habían asignado el traslado, uno de los puestos más duros. El bovino se presenta con la cabeza hacia abajo, colgado de una cadena por la pata posterior izquierda. Hay que cortarle la pezuña posterior derecha, hacer el trazado y separar el cuero con un wizard para poder pasar unos ganchos por las rodillas del animal, todo ello en menos de un minuto y medio, treinta y cinco bovinos por hora como promedio. Aquel tipo fumaba petas todos los días. Al principio era solo para mantener el ritmo. También le daba a menudo a la cocaína, y me ofrecía. Tendría veintisiete o veintiocho años. Yo lo apreciaba. Me llamaba y me dejaba pequeñas rayas de cocaína incluso en las tazas de los retretes del matadero, sobre una tarjeta de cliente de Carrefour. Cuando teníamos una hora por delante para almorzar, devorábamos rápidamente nuestros sándwiches antes de meternos una pequeña raya de coca de mala calidad en un coche, en el aparcamiento del matadero, con dos o tres colegas. Imagino que los jefes lo sabían, pero nadie nos dijo nunca nada. Solo les interesa que el trabajo salga adelante. La cocaína da energía para trabajar. De repente no sientes ningún dolor. Durante unas cuantas horas te sientes muy despierto, sin ganas de dormir. Sin embargo, cuando los efectos cesan, a la salida del trabajo, los dolores vuelven a aparecer y te sientes extenuado. Vuelves a casa, abres una cerveza de la que solo bebes un trago y te duermes vestido en el sofá. He llegado a tomar pequeñas rayas de cocaína para mantener el ritmo. El problema son las cadencias. Por la noche, cuando te quedas solo en tu minúsculo piso con la tele por esposa, te sientes abatido. Mi familia estaba en España, a más de mil kilómetros de distancia; mis hijos, con Sophie, mi excompañera. Cuando te aplasta el peso de la soledad, piensas en ellos para resistir. La mujer de aquel muchacho acabó abandonándolo por su mejor amigo, un tipo que trabajaba con él en el matadero. A partir de ese momento, cayó del todo en la droga. Empezó a deber dinero a todo el mundo. Además del trabajo, empezó a traficar. No aparecía por el matadero durante varios días seguidos. Cuando volvía, se disculpaba diciendo que tenía problemas personales, lo que no dejaba de ser cierto. Terminó dejando el trabajo. Nadie sabe qué ha sido de él.

Una vez que has aprendido en qué consiste tu trabajo, te llevan al límite, sin medida. Caminas por la mierda a lo largo de la jornada y te hacen entender que tú mismo no eres otra cosa. Además de la carga física, está el acoso de algunos jefes y la presión que nunca dejan de meterte para que mantengas el ritmo, para que la cadena nunca se detenga. Es una máquina de echar a perder jóvenes. Tarde o temprano, al cabo de seis meses o de un año, todo el mundo pide una baja por enfermedad. El reglamento establece tres minutos de pausa por hora trabajada. Cuando te tomas diez minutos para respirar, después de dos horas de trabajo ininterrumpido, los jefes te echan una bronca. Por las mañanas, al llegar al trabajo, uno sabe el número de animales a los que hay que sacrificar. El lunes es el día más atareado de la semana: están en funcionamiento las tres cadenas, en ocasiones simultáneamente. Se sacrifican de trescientos cincuenta a cuatrocientos bovinos, cerca de doscientos cerdos y unos trescientos corderos. El viernes, como los jefes quieren terminar lo más pronto posible para empezar el fin de semana, comenzamos a las cinco de la mañana. Por tanto, si ese día llegas a las seis menos cuarto pensando que empiezas a las seis, ya vas con retraso y tienes que forzar la máquina. Antes de cada vuelta al colegio, por Pascua o por la festividad musulmana de Eid al-Fitr —que marca el fin del ramadán—, el ritmo es desquiciante. En dos días podemos llegar a sacrificar tres mil corderos. Las cadencias llegan a su máximo, ciento setenta o ciento ochenta animales por hora; vamos a toda pastilla, todo el mundo está que trina; se cometen más errores, se hacen más gestos erróneos. Sabemos que, si queremos tener alguna posibilidad de no salir del trabajo demasiado tarde, la cadena no puede detenerse. No tiene que haber ninguna interrupción, ni una sola.

Si hay menos animales, la jornada es un poco más tranquila y por fin podemos trabajar en buenas condiciones. El resto del tiempo estamos a merced del jefe, que dirige la cadena. Algunos días trabajamos desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde sin que la cadena se detenga en ningún momento. Todo por algo menos de mil cien euros netos… Durante mis primeros cuatro años en el matadero, no progresé ni un ápice: no pasé de nivel 1, escalón 1. Cuando pedí un ascenso, al cabo de tres años, me dijeron que no era lo bastante bueno. Y, sin embargo, yo formaba a trabajadores de ETT que ganaban mil quinientos euros netos al mes. Lo sabía, porque yo había sido uno de ellos. Los que ganaban más ocupaban los puestos más duros, mientras que yo no tenía puesto fijo: me ocupaba de aquellos de los que nadie quería encargarse. No ascendí en la escala del matadero, pero rechacé algunos puestos que me propusieron: todos los del comienzo de la cadena, hasta el arrancado del cuero, y también el despiece de las paletillas de cordero, un puesto demasiado físico para mí, en el que lo único que hacía era reventarme los dedos y las muñecas…

La cadencia nos mata. Nos destroza, nos impulsa a hacer lo que sea. En ocasiones damos patadas a las cabezas de cordero. Después de arrancar el cuero, un operario corta las cabezas y las coloca en bandejas metálicas dispuestas contra la pared, a poco menos de dos metros de distancia. En general, para ir más rápido, los operarios las lanzan directamente a las bandejas de los distintos clientes. Cuando no aciertan el tiro, van a parar al suelo, cerca del puesto del siguiente operario. Este les da una patada para alejarlas, sin interrumpir su tarea. Las cabezas, en mal estado, deberán esperar a la siguiente pausa para que alguien las recoja y las coloque en la bandeja. Mientras tanto, pueden estar tiradas en el lodo, el agua y la mierda durante más de veinte minutos. Si no estuviéramos presos de esas malditas cadencias, podríamos tomarnos un tiempo para detenernos y ordenarlas. No hay ninguna crueldad en los operarios, pero la cadena no puede parar, así que hacemos lo justo y necesario para que no nos griten. Algunos días la cadena va a tal velocidad que los servicios veterinarios se olvidan de estampar los sellos en las canales. Dejan pasar corderos y vacas afectadas de abscesos, que hay que retirar a toda prisa. Te insultan, te hostigan, te amenazan para que mantengas el ritmo. Eso es lo único que cuenta. Mantener el ritmo, resistir la presión. He visto a tipos que se iban llorando del trabajo, cerrando con fuerza los puños para no matar a un jefe.

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